miércoles, 31 de diciembre de 2014

Mujeres como cucarachas


Por Laura de la Rosa.

Introducción
A kilómetros de distancia quedaron mis ilusiones y escondida en la maleta que quedó en el ático, la burocracia de nuestro amor. La libreta de matrimonio, la escritura de la casa, y el papel que dice que soy la dueña del auto.
Ese día no quise discutir nada, en realidad fue la manera más fácil de evitar recibir explicaciones que no importaban ya. Ese día me di cuenta que pese a habérmelo negado, yo también me convertí en una cucaracha para esa familia, que también me arrastro en la basura que esconden, que soy uno más de ellos.
Lo cierto es que la vida me presentó un hombre muy distinto del que creí conocer, antes de la boda, y yo también era una mujer diferente de la que creía.
El accidente de su padre, cambió las cosas para siempre.

I
Recuerdo su familia, su padre pasaba largas semanas en el campo, y cuando venía al pueblo se quedaba solo unos días. Y nadie cuestionaba nada.
Cuando yo solía preguntar si no le parecía extraño, él se ofuscaba y decía que era totalmente normal que los hombres actuaran así. Que la estancia era grande y que los hombres debían ocuparse. Que el día que su padre no estuviera era su turno para tomar las riendas del negocio familiar.
Tenían algunas hectáreas en una comarca agrícola ganadera, criaban animales, los vendían. Cuestiones que yo no entendía y no quería entender.
Claramente sabía que era un hombre tradicional. Y sabía también que era cierto, el día que el patriarca familiar muriera, mi marido ocuparía su lugar.

Cuando el “viejo” llegaba, mi suegra preparaba un festín. Muchas veces traía pequeños animales de granja, pollos, conejos, patos y hacía de ellos manjares deliciosos. Otras veces y generalmente en días importantes traía chivitos o corderos recién carneados. Como el que trajo para el último año viejo que pasó con nosotros.
La mañana del 31 llegó temprano con un hermoso cordero listo para cocinar en el asador. La jornada comenzó con vino y música. Mi suegra, estaba radiante. Hacía mucho que no se veía un día tan agradable en el pueblo.
Los preparativos se sucedían como las horas, desde la limpieza del hogar, la preparación del jardín, la sazón de algunas carnes que también se comerían esa noche.
Todo era perfecto, aunque el vino se bebía en demasía, cosa que a mí ya comenzaba a disgustarme.
—¿Podrías dejar de tomar? —le pedí casi suplicando cuando vi que decidió hacerse cargo del fuego.
—Pero no me rompas las pelotas, querés —me gritó—, es fin de año.
No sé si fue la vergüenza por sus gritos o la mirada penetrante que me profirió su padre, que inmediatamente me fui caminado.
Mi suegra, que venía atrás mío y había visto la situación, le restó importancia. Sin embargo mi suegro, aprovechó el momento para lanzar el arsenal más pesado contra mí.
—Nunca permitas que una mujer te trate así delante de otros, qué se piensan estas cucarachas, que pueden venir a gritarnos en nuestras propias casas. Tu madre jamás me faltó el respeto así. Y aquí nos ves, cuarenta años juntos.
Mi marido lo miró en silencio, yo escuchaba todo mientras me dirigía a la cocina, esperaba en el fondo que me defendiera, pero sabía también que la denigración de la mujer era un mandato familiar.
Nos solían decir cucarachas, y se reían, decían que nos arrastrábamos por amor, por bienes materiales, por hijos. Que éramos insoportables, pero que estábamos desde siempre e íbamos a perdurar cuando ellos no estuvieran.
La verdad que les parecía una humorada, sin embargo, debajo de la risa, había una historia de sumisión de las mujeres de esa familia. Ninguna se rebelaba nunca. Ni mi suegra, ni sus hermanas, ni las cuñadas. Nadie cuestionaba esos comentarios. La palabra del hombre era la última y sus acciones eran intachables.
Yo estaba segura que cada uno de ellos guardaba algún secreto oscuro, pero eran temas que no podía hablar con nadie.

II
La noche de año nuevo, ya estaba llegando a su fin, y esperábamos un rato para brindar cuando mi suegro salió apurado de la casa. Nadie entendía qué pasaba; solo nos dijo que había problemas en el campo y que necesitaba solucionarlos.
Mi suegra le imploró que no se fuera, que faltaba poco para el brindis y que además estaba demasiado alcoholizado. Pero él no la escuchó, y salió para la estancia.
El brindis de esa noche fue frío, creo que todos intuíamos lo peor. Alrededor de las cuatro de la mañana, mi marido se levantó, hacía dos horas que nos habíamos acostado, pero ninguno de los dos decía palabra.
—¿Vas a la estancia?
—Sí.
—Te acompaño.
Creí que se iba a negar, pero no fue así. Condujo en silencio, y yo miraba a los costados de la ruta para ver si se había producido algún accidente. Llegamos casi cuando ya había amanecido y vimos la camioneta estacionada en la puerta de la chacra. Respiré hondo, supuse en ese instante que todo estaba bien. Sin embargo la cara de mi marido mostraba otra cosa.
— Acompañame —dijo y cuando entramos a la casa la escena fue desgarradora: sobre la escalera yacía el cuerpo de una mujer joven, bella, se la observaba golpeada y en la espalda tenía un disparo de escopeta.
En el sofá, semidesnudo, había un hombre con la cara destruida por el disparo y sentado a la mesa, el cadáver de mi suegro.
Una botella de vino, casi terminada y bañada en sangre y una carta, encontramos junto a él.
La policía creyó que fue un crimen pasional: aparentemente, ella era la mujer de mi suegro en el campo, y por lo que pude observar todos lo sabían, por eso alguien le avisó que estaba con otro hombre en la casa. Lo que decía la carta es un tema del cual no se habla.
Mi suegra lo lloró como si fuera un marido intachable; aún mantiene el luto. Mi marido se hizo cargo de la estancia a partir de ese momento y yo lo acompañé en silencio.
Evidentemente me convertí también en una cucaracha de las que decía el viejo. Aún no sé cómo llegué a este punto. ¿Será que las tradiciones familiares se mantienen?
Me pregunto esto cada vez que llego a la estancia y veo en la puerta el recordatorio de esta condición que dejó para siempre mi suegro.
  
(fotografía de José Luis Bethancourt)

miércoles, 24 de diciembre de 2014

Desilusión

(fotografía de José Luis Bethancourt)


Por Mauricio Vargas Herrera.

Cuando el vagón avanzó, Santiago se dio cuenta que se había perdido de nuevo y decidió seguir el consejo que su madre para esos casos: permanecer en el mismo lugar. Sin embargo, en el fondo sabía que aquello no le iba a servir para nada.
Estaba en la última ruta de la noche. Estaban a pocas horas de la Nochebuena y había logrado colarse en el atestado vagón para llegar a tiempo a casa. La ciudad estaba hecha un caos y al interior del metro, mucho peor. Entre el amasijo de pasajeros, fue fácil soltarse de la mano de su madre. Intentó encontrarla de nuevo, pero se fue perdiendo entre la multitud y, sofocado por los cuerpos enormes que lo devoraban, Santiago, de ocho años, buscó la ventana del frente. Allí se distrajo observando el panorama oscuro de los túneles y la llegada a cada estación, en donde mucha más gente esperaba. Fue en una de esas paradas, no supo cuál —pues siempre acostumbraba a contarlas— en la que decidió voltear para ver cómo el vagón se vaciaba a toda prisa y quedaba solo en aquel lugar.
Tal vez su madre se percatara de su ausencia. Quizá ya lo estuviera buscando. No demoraría mucho para que un policía lo encontrara y lo llevara a su encuentro. Al fin de cuentas, el metro debía estacionarse en algún lugar y alguno de los trabajadores del lugar lo encontrara. Pero había otra voz interior que le decía lo contrario.
El metro reemprendió la marcha y se adentró en un túnel que le pareció interminable. Notó que la marcha se aminoraba poco a poco. Luego, las luces comenzaron a apagarse de atrás hacia adelante. No podía huir de la penumbra que avanzaba poco a poco, engulléndose la parte posterior del metro, pues al otro lado del cristal solo lo esperaba más negrura. Se quedó petrificado y pronto sus ojos dejaron de ver.
¿Por qué había tenido que perderse? Era una costumbre que su madre estaba cansada de reprocharle y por primera vez, Santiago se tomó en serio las reprimendas y juró por enésima vez no volver a soltarse de la mano de su mamá... si es que volvía a verla.
Aquel pensamiento lo estremeció. Quería estar camino a su casa, al lado de su familia, jugando, comiendo la cena que deberían estar preparando y abrir los regalos al otro día y descubrir feliz que Papá Noel le había llevado todo lo que había pedido en la lista que estaba junto al árbol. No podía quedarse encerrado en ese lugar. ¡Tenía que suceder un milagro!
Como respuesta a sus súplicas, las luces volvieron a encenderse. Pero no fue el habitual destello frío y blancuzco de las lámparas, sino una combinación extraña de rojos, verdes y azules. Los parlantes emitieron un quejido, algo crujió, reverberante, y la música navideña comenzó a sonar. El metro volvió a moverse con lentitud y descifró en la oscuridad del túnel las vías, de las cuales alumbraban pequeños bombillos con los mismos colores.
No supo cuántos minutos pasaron. Santiago, como bien lo dijo su madre, se estuvo quieto y expectante.
Adelante comenzó a aparecer un brillo esperanzador. “La salida al final del túnel”, pensó. El metro se detuvo, silencioso, y abrió las compuertas. Santiago escuchó una tremolina de voces acercarse a paso rápido y un montón de criaturas pequeñas, vestidas con trajes raros y de orejas puntiagudas, se acercaron a él y lo llevaron a empujones hasta las puertas del vagón. Lo hicieron saltar y lo condujeron por las vías hasta una enorme cavidad, metros más adelante, en la que se levantaban enormes moles de cajas. Se adentraron entre los arrumes. Santiago, estupefacto y sin poder comprender, siguió avanzando, en silencio, entre las cajas que los rodeaban y dibujaban senderos laberínticos por aquella bodega. Eran como edificios de una ciudad en miniatura.
Al salir de todo ese caos, llegaron hasta un portón. Uno de los duendes se alejó y tocó en clave sobre la puerta metálica. Una rendija se abrió. El duende dijo unas palabras, apenas un murmullo. En seguida, los sonidos de unos cerrojos descorriéndose retumbaron en el lugar y la pesada puerta se abrió. Empujaron a Santiago hasta el interior. "Pero qué pasa", preguntó al fin Santiago. Los duendes no dijeron nada. Solo le indicaron que se quedara en el lugar. Las criaturas se alejaron y cerraron la puerta a sus espaldas.
Hubo un momento de silencio. No había nada en ese enorme cuarto, iluminado pobremente, a excepción de algo enorme que se ocultaba bajo un manto sucio. Pronto, unos pasos pesados se arrastraron. El murmullo se hizo más fuerte y por detrás de lo que fuera que estaba oculto bajo el manto apareció un tipo gordo en camiseta de esqueleto, con unos pantalones rojos y unas sandalias viejas por las que sobresalían sus dedos regordetes. El vello en el pecho, hirsuto, se asomaba por la camiseta. El cabello, blanco, estaba alborotado, como si se hubiera acabado de levantar y tenía una barba incipiente que hacía días no se afeitaba.
—Al fin llegaste —dijo el hombre con una voz congestionada.

miércoles, 17 de diciembre de 2014

Winner


(fotografía de José Luis Bethancourt)


Por José Luis Bethancourt.

Desde que tengo memoria mi padre era una persona que no podía estarse quieta. Su tiempo libre ni siquiera podía llamarse así porque siempre estaba ocupado. Alguien lo definió como “culo eléctrico”, algo que le hacía gracia y de lo cual estaba orgulloso porque definía mucho de él.
Gustaba de recorrer lugares de interés turístico y cultural para calmar su ansia de conocimiento y completar su voluminoso álbum de fotografías. Y me eligió como su compañero de andanzas siempre que era posible.
Así  fue que de su mano recorrí museos, teatros, parques, cines y zoológicos. Y el Zoo de Palermo en la ciudad de Buenos Aires era uno de esos sitios que habíamos visitado más de una vez y estaba en la lista de mis sitios favoritos.
Me fascinaba especialmente ir a visitar a Winner. Era un oso polar enorme y tranquilo aunque los cuidadores comentaban que era de temperamento nervioso. Yo no sabía qué significaba eso, pero aunque lo escuché muchas veces no le di importancia. Para mi eran cosas de grandes nada más.
La primera vez que lo vi tenía cinco años. No, el oso no sé. Yo tenía cinco años. Puse mi cara contra el vidrio de su recinto y daba golpecitos con una moneda. De repente tenía su cara frente a mí, observándome con sus enormes y oscuros ojos. Los otros niños que estaban cerca se alejaron del vidrio, temerosos, pero yo me mantuve ahí. No tenía miedo.
Cuando papá se alejó unos metros, buscando un buen ángulo para su toma fotográfica, puse mi mano abierta sobre el vidrio y pensé “qué lindo sería que fuéramos amigos”. En ese instante Winner meneó su cabeza de arriba abajo, como si hubiera leído mis pensamientos. No cabía dentro de mí por la sorpresa y la duda. Entonces dije en voz baja “¿Quieres ser mi amigo?” y nuevamente el oso asintió con su cabeza. Ya no tenía dudas: Winner podía entenderme.
En pocos minutos papá vino a buscarme para seguir recorriendo el Zoo, pero no quería abandonar mi puesto frente al vidrio. “Está bien, quedémonos cinco minutos más y luego seguimos. Es temprano, luego regresamos. ¿Te parece?” dijo papá.
Esos cinco minutos marcaron toda mi vida. Todo alrededor desapareció y me sentí transportado a otro mundo donde todo era azul y donde montaba a Winner para recorrer grandes llanuras de hielo y nieve. Del otro lado del vidrio mi amigo nadaba, hacía piruetas, salía del agua y luego se zambullía suavemente para deleite de los visitantes. Pero yo sabía que hacía todo eso solo para mí. Trababa de decirme algo y me propuse descubrir de qué se trataba.
Con esa idea ocupando toda mi mente me dejé llevar por todo el Zoológico el resto de la tarde tratando de mostrar que me interesaban las graciosas suricatas, las correrías de los ciervos o las acrobacias de los monos. Quería volver lo antes posible a la osera, pero también quería darle el gusto a papá y acompañarlo.
Una hora antes del cierre volvimos a ver a Winner. Estaba tumbado a un costado del agua. Cuando me vio se levantó pesadamente, se zambulló y vino directo adonde yo estaba. Nadie pareció darse cuenta que cuando yo hablaba él trababa de comunicarse moviendo sus patas y su cabeza. Y así pasó el rato hasta que vinieron los cuidadores a avisarnos que el Zoo cerraba sus puertas.
Durante los próximos años insistí a papá muchas veces en volver, y así conseguí que cada dos meses me llevara a visitar a mi amigo. Cuando yo decía así “vamos a ver a mi amigo” mi padre sonreía contento por mi entusiasmo, pero nunca me animé a contarle que podíamos comunicarnos.
Me llevó cerca de dos años construir nuestro lenguaje por señas y así conocí su historia. Winner había sido traído del polo norte cuando tenía menos de un año, extrañaba a su familia y el océano. Estaba aburrido de la dieta que le impuso el veterinario y de escuchar a la gente tras el vidrio protestar porque se movía poco.
Muchas veces tuve el deseo de romper ese vidrio y dejarlo correr hacia su libertad, pero me daba cuenta que sin un plan no podría ayudarlo. Pasé muchas horas pensando en cómo lograr regresarlo al polo norte y anotaba mis ideas en un cuaderno.
La última vez que lo visité fue en los primeros días del verano de 2012, cuando le conté mi plan magistral para liberarlo y que se reencontrara con su familia. Era un plan genial, loco y audaz. Aprovecharíamos su fuerza y mis conocimientos de la ciudad.
De esto hace unos cuarenta años. Luego del funeral de mi padre fui a su casa y estuve ordenando sus álbumes de fotografías que siempre cuidó como su tesoro. Y encontré esta fotografía junto a un recorte de periódico del 26 de diciembre de 2012. ”Murió Winner, el último oso polar del Zoo”. Aquel verano fue el que visité el Zoo.
Pero hay algo más. Al fondo de su baúl de recuerdos papá conservaba mi cuaderno donde estaban mis planes de rescate, seguramente esperando que yo los encontrara. El sabía que nunca acepté la muerte de mi amigo, y que quise creer que finalmente había regresado a su hogar.
Esa es la razón, querido hijo, por la cual nunca te llevé al Zoo. Mañana iremos y deseo que pongamos la mano abierta sobre ese vidrio, porque la magia existe y… ¿quién sabe? Tal vez Winner quiera conocerte…


miércoles, 3 de diciembre de 2014

Hueco celeste


(fotografía de José Luis Bethancourt)


Por Claudia Medina Castro.


Nadie sabe de la vida.
Nadie.
Un conjunto de sospechas se transforman en dogmas con la facilidad de una recaída.
El hambre omnipresente cierra un círculo con destino de espiral. Y miles de cuerpos reptan por paneles endulzados, con penosa voracidad.

Certezas inciertas revolotean las auras transmitiendo mensajes de mal gusto, inadecuados.

Y aunque algunos, pocos, degustan el desafío de meterse en lo aborrecido para curtir el alma y forjar anticuerpos desde el mismísimo núcleo del virus, no necesariamente denota verdadera voluntad. Generalmente delata la incapacidad inherente.


Ella buscaba la salida del entuerto desesperadamente. Bien atenta a los baches, a las señales y curvas, se encontraba en medio de diálogos inexpertos y sonreía.
Sonreía.
Aunque sus vísceras brotadas bullían de incomodidad.


Nadie sabe nada.
Está escrito en las pupilas con sangre negra, disecada.
Tampoco se sabe bien cuándo fue que se perdió el rastro.
Ni siquiera en qué momento esa gama desconocida se hizo habitual.
Todo cambió de color. Los brillos se opacaron y los bosques desaparecieron dejando sombras que aún destellan a gritos.


Ella no sabía siquiera con quién negociar. Ya nadie mostraba la cara. Y las máscaras eran cada vez más parecidas a aquello que nadie, nunca, se hubiera querido parecer.

Buscando protección en una mirada amable o en unas manos fuertes, rebotaba de karma en karma, lo cual sistemática y descaradamente le quitaba toda su ya frágil vitalidad.


Nadie sabe de este juego siniestro.
La voz se va perdiendo por desuso y ver los dibujos que la lava va formando en las planicies resulta ser la comedia de los sábados.


Ella se sabía vigilada por una mezcla rara de egoísmo y avaricia de algunos que pretendían estar.
Pero en definitiva no estaban.
Estaba sola.
Por las madrugadas, sueños inestables la acosaban, implantando más inquietud al desconcierto de su alma.


Tanta mediocridad barroca, tanta cosa… terminará disolviéndose y convirtiéndose en nada.


Y así fue.
Ella ya no tuvo ganas volver a su vacío lleno de preguntas.
Prefirió seguir esos reflejos que latían en su nuca, prometiéndole músicas eternas.

Y así se fue.
Sin ganas de mirar atrás.
Solo veía el viento que movía las hojas oscuras. Solo veía ese hueco celeste surgiendo del plomizo cielo que la cubría.


Hay mundos aparentemente estables haciéndose añicos.

Otros, no tan expuestos tal vez, resplandecen eternamente.
.
.


miércoles, 26 de noviembre de 2014

El vaporetto


(fotografía de José Luis Bethancourt)


Por Bibi Pacilio.

No se puede huir del amor aunque hayan pasado más de veinte años. Tampoco del destino.
No sabría explicarles por qué la Chacha se enamoró de Jacinto Romero, pero se cuenta que el día que se vieron por primera vez aparecieron en el cielo fuegos artificiales. La fiesta más importante del pueblo acababa de iniciarse cuando se cruzaron en el medio de la plaza. No fue un encuentro común porque ella acababa de enviudar y las ropas negras empañaban su rostro. Seguramente fue una  lágrima perdida la que hizo que él se agachara a recoger semejante tesoro, alejándolo definitivamente del lugar de privilegio que el arrugado traje gris le había impuesto a sus días.
Apenas se rozaron las plazas se multiplicaron y durante los días subsiguientes nadie los vio acariciando una piel inexistente que los llevó hacia esos sueños inacabados siempre pero tan reales como el reloj que esperaba el día después.
Jacinto Romero nunca tuvo agallas para dejar a su esposa. Por eso después de pagar la última cuota, desapareció para siempre de la vida de la Chacha.
El camión había quedado huérfano de padre pero la Chacha imaginó por largo tiempo que volvería a convertirse en un pasaje hacia paisajes paridos en palabras, adormecidos entre los ojos, dibujados entre el infinito de los paraísos y el celeste de algunos cielos.
El tiempo derrotó lo efímero y en el pueblo dejaron de anticipar finales para el secreto a voces que alguien guardó entre las hojas de un libro que hasta hoy, nadie abrió.
Como dos desterrados, durante algunos meses viajaron entre brisas, por corrientes marinas, sobre el césped, a lomo de algún viejo banco de la plaza más lejana, en silencio. Viajaron melodías, atardeceres y despedidas furiosas. Se movieron sin apenas dar un paso, hasta que la Chacha lo vio y lo llamó “El vaporetto”. Al principio, Jacinto solo rió durante tanto tiempo, que en su vieja farmacia pensaron que por error había ingerido una de esas pócimas que acostumbraba preparar para calmar los dolores del cuerpo y del alma, pero cuando la madera perfumó el espacio, se dirigió a la casa del inglés cada día, hasta convencerlo de que se lo vendiera.
El camión los llevaría hacia el mar, se convertiría en refugio de noches estrelladas, por extraño que pareciera “el vaporetto” soltaría amarras y ya nadie podría detenerlos. Soñaron hasta desfallecer. Partieron antes de partir.
Por eso la Chacha lloró mares enteros cuando Jacinto se echó atrás, la esperó como cada tarde en el banco de la plaza y después de entregarle la llave de su destino, le confesó entre lágrimas celestes que no podría seguirla.

El día que cumplí veinte años salí en busca de la imagen que había caído de entre las páginas del libro que estaba leyendo, no recuerdo si era de un autor inglés tampoco estaba seguro si había pertenecido a algún miembro de mi familia, lo cierto es que como una brújula el papel me llevó hacia las afueras del pueblo, donde lo encontré.
Los árboles parecían resguardar aquel tesoro de madera lustrada que se aparecía iluminado por los últimos rayos del sol. Abrí la puerta y cuando respiré el asombro de mis pocos años, supe que “el vaporetto” había llegado por fin al puerto deseado.
La risa de Jacinto invadió el  espacio y una voz parecida a la de mi madre, a la que nunca conocí, me invitó a iniciar el viaje.


miércoles, 29 de octubre de 2014

El loquero más grande del mundo




Por Sebastián Elesgaray.

¿Puede un hombre volverse loco por una mujer?
Ricardo se pregunta eso mientras mira el monitor. No entiende muy bien la relación entre amor y desesperación. Tiene a su mujer y dos hijos, pero si ella armara las valijas y se fuera, Ricardo emplearía esfuerzos en sus hijos, no en ella. Sabe que hay cosas grandes en la mente humana, interrogantes específicos que son imposibles de develar a menos que se les imponga un máximo de atrevimiento. A eso se dedica, y no le importan los cómo, sino los porqué.
—Sujeto Leandro Nuñez, treinta y dos años, argentino.
Por más que la grabación de voz se activa automáticamente, no puede dejar de controlar la pequeña luz roja que le indica que está funcionando. Toca la pantalla con un dedo amarillento de nicotina, hace zoom al rostro barbado.
—Baja las comisuras de los labios. Por décimo segunda vez en esta noche, está pensando en ella.

Leandro suspiró. Sentado al pie de la cama, con las manos entrelazadas y un nudo en la garganta, pretendió saberse libre cuando en realidad necesitaba una buena excusa para hacer avanzar la noche. Entendía sus infinitas posibilidades: un libro, una película, un videojuego, música, un bar. Pero en el fondo sabía que quería estar con ella y nada más. Así que volvió a suspirar y fue al baño a tirarse agua fría en la cara.
Cuando salió, desentumeció el cuello a base de movimientos lentos, rígidos; y después se decidió por un film ucraniano estrenado hacía dos años. Tenía la esperanza de que el sueño llegara pronto. Ella volvería en tres días, podía seguir esperando.
¿Podía?
Por más que lo había rechazado en un último beso de despedida, trataba de pensar con optimismo y decirse que las cosas se iban a solucionar. La iría a buscar al aeropuerto, se abrazarían, volverían a su departamento y se acostarían con sonrisas como tantas otras veces.
¿Podía?
Se dijo que sí.
Dio play a la película.

miércoles, 22 de octubre de 2014

Renfield



Por Mauricio Vargas Herrera.

Anhelante en la celda aún espera
el arribo prometido y triunfal
de su amo, sediento conde inmortal,
que la vida eterna le prometiera.

Como si absorber la vida pudiera,
devora insectos de forma anormal,
y hace al doctor su petición final:
"¡Un pequeño gatito yo quisiera!"

A viva voz advierte la llegada
del ser que a Londres ha de estremecer,
y con breve conciencia inesperada

el plan del conde intentará entorpecer,
pero bajo la influencia malvada,
solo está condenado a perecer.

miércoles, 15 de octubre de 2014

Ciego amor




Por José Luis Bethancourt.


"¿Hay razón en el amor?"

"Seguramente en el mundo hay muchos locos ignorados por los cuerdos, o por otros locos que se consideran cuerdos, o por esos cuerdos que cada tanto cometen una locura.

   ¿Quién puede decir quién está loco o quién es el cuerdo? ¿Acaso no es lo mismo uno que otro? ¿Hay justicia en la ley? ¿Hay razón en el amor?"

Todas esas cosas pasaban por la cabeza de Iván mientras recorría en su bicicleta aquel sendero. amanecía y la brisa húmeda y fresca golpeaba su rostro enrojecido. Se alejaba de los acantilados donde había pasado toda la noche junto a ella.

Ni siquiera recordaba su nombre, o su rostro, o desde cuándo la conocía. Pero no podía quitar de su vista ese vientre blanco y suave que abierto por la hoja de su navaja parecía florecer, a borbotones. Luego como en un jump-cut de un film de Tarantino la mano con las largas uñas con esmalte Dior asomando de la arena.
Llegó a despacho en Tribunales impecablemente arreglado como todos los días. La silla detrás del escritorio de su primer asistente estaba vacía y el teléfono sonando. Apoyó el maletín en el piso y tomó el auricular.

"Hola, sí, habla el Juez Rosseau." Hizo una pausa para escuchar a su interlocutor. "No, Leticia no vendrá hoy, se tomó unos días de licencia." Un rápido saludo y colgó el auricular.
Observó la pila de carpetas apiladas al lado del teléfono. Ojeó la agenda de ella y abrió los cajones uno por uno. El sonido de un frasco rodando lo sobresaltó. Hacia el fondo del último cajón yacía acostado un frasco de esmalte de uñas; "Dior – Perlé – 187" rezaba la etiqueta.

Era la tercer asistente en el año que ocupaba este escritorio, pero nadie daba mayor importancia a estos cambios de personal porque el Juez tenía un buen ojo a la hora de elegir mujeres y su fama de solterón empedernido cuadraba con esas bellezas jóvenes, sin escrúpulos y eficientes que recibían el título de “secretaria” pero que todos imaginaban que satisfacían a su Señoría en ciertos menesteres.

Y no se equivocaban en que él hacía uso de todo lo que ellas podían ofrecer. Cada una de ellas había mostrado desde el primer momento que estaban allí para hacer carrera a cualquier precio. Y Leticia no fue la excepción pero tenía un plus: era estudiante de antropología forense y despertó la curiosidad de Rosseau en la psiquis de los criminales que había estado juzgando todos aquellos años.
“Todos tenemos el potencial de matar porque todos queremos crear, y el quitar la vida a otro es también un acto de creación y muchas veces estos asesinos han ayudado a que haya un balance en el universo. No todas sus víctimas han muerto inocentes”.
Los pilares de su ética tambaleaban, estaban siendo socavados, su descanso era perturbado por imágenes de aquellos que había condenado y sus víctimas “no tan inocentes”. ¿Hay justicia en la ley?
Cuando aquella noche en la casa del acantilado ella lo desafió “Hasta que alguien no muera por tus manos no serás completo” el supo que la amaba irremediablemente, que nunca más iba a pensar en otra mujer así, ni tendría paz.
Al terminar de cubrir con arena esa mano inanimada, esa sensación de estar enamorado lo embargaba completamente y se sintió en paz. "¿Hay razón en el amor?"

miércoles, 1 de octubre de 2014

Repartida




Por Claudia Medina Castro.


El cielo está morado.
Morado claro.

Como el día en que me repartí
en no sé cuántos estratos.

Quisiera que me cuentes
lo que te dicen tus tripas ardientes.

Y lo que tu voz muda suelta en una sola nota
que estalla en la razón.

Tengo pensado acribillarte en un espejo blanco
del que no podrás volver.

Tengo mil voces ocultas, esperándote,
cuyo designio ya no puedo acallar.

Tengo también una piel,
que suena como creamfields.

Derrite hasta los espacios ciegos.
Aunque siga sin entender.

¿Cómo es que seguís latiendo
en venas que ni recuerdo?

Estoy lejos, tan lejos,
que me siento avergonzada.

No puedo dejarte ir
porque no podré volver.

Creo, seguiré así, repartida,
sin la conciencia de estar.

Y aunque tus tripas se hielen,
y tu voz muda se calle,
yo voy a seguir latiendo.

Desde el aire.
.
.

miércoles, 24 de septiembre de 2014

Ritos




Por Bibi Pacilio.

¿A qué he llegado? A un completo fracaso. Los enemigos y la mala suerte me
han perseguido sin cesar…; cuanto más avanzo más me hundo; muchas
personas encuentran protección porque se manifiestan débiles y saben cómo
pedir ayuda. A mí nadie me ha protegido porque me consideraban fuerte y
porque he sido demasiado orgulloso. (P. Gauguin)

“Despertarme en medio de la noche ya no era extraño para mí. La almohada vencida cayendo desolada sobre el piso, los pies marcando silenciosos la madera blanca, el café oscuro flotando en la taza verde, la noche sin alma desganada, a la misma hora de siempre, arrinconada en el mismo lugar.
Busqué entre los fantasmas conocidos el personaje justo, el vendedor de sueños que en la mañana había intentado ofrecerme su mejor traje, el picaflor detenido en su aleteo sin alma, quizás el sol que hacía tanto tiempo que se mantenía oculto de la lluvia… El hombre desnudo que escribía las paredes, el poeta maldito acuchillando letras, el loco, el cuerdo, el romántico, el perverso, el hacedor, el cobarde… Pasaron todos sin detenerse en un noctámbulo desfile de figuras desteñidas, hasta que ella se metió sigilosa en mi cuerpo y lo arrastró sin piedad hacia su orilla, liberándose así, en la mordaza de mis letras”
Culpa de la piel mestiza —le había dicho él antes de pintarla por última vez, antes de que el vientre pequeñito se le hinchara y la repulsión ocupara el lugar de aquel último deseo.
La llevó a la cama después y como si quisiera expulsar esa semilla que acababa de anidar entre sus lienzos, apretó con furia sus entrañas hasta sentirlas arder.
Como aquel rayo que al llegar en medio del delirio siguió quemando sus pezones oscuros, como los labios rojos capaces de encender el beso, como los ojos ardiendo sin hoguera, como la noche y el día en una lucha primitiva… La vistió, lavó con agua fresca las llagas del olvido y a la hora señalada la entregó al designio.
¡Tantas llamas prendidas para ella! ¡Tanto infierno de vuelta del infierno!
Y una sola lágrima para él… La única antes de tocarse el vientre con las manos, atravesar la arena, dejar morir la piel entre las llamas. De nuevo, otra vez, entre sus lienzos .
“Ya es la hora. Perdón mi amor… Hay ritos que son necesarios.”
Sofía era mayor de edad. Se supone que escribía bajo los efectos del alcohol, se supone que estaba embarazada, se supone que no había nadie en su casa cuando se quemó viva.


miércoles, 10 de septiembre de 2014

Poema Paranoico




Por Laura de la Rosa.


No crean que lo que voy a contarles es un invento,
pero la verdad es que hasta mi me cuesta creérmelo.
Me persiguen, todo el tiempo.

Los hombres que venden helados en las esquinas, los mimos,
y los malabaristas de fuego.
Inclusive los plomeros que están arreglando un caño maestro.
Me persiguen las mujeres que simulan ser maestras
y pasean esas tardes de primavera con niños pequeños.
Y los que trotan por Palermo o sacan a mear a sus perros.

Me persiguen los barrenderos, los veo por las mañanas
cuando salgo, me sonríen mientras pasan por la calle.
Y el colectivero o el que vende turrones en el tren.
También las empleadas del banco, mientras sellan
los papeles y se los entregan a las viejas.
Y los bicicleteros que todavía inflan ruedas por un peso.

No crean que lo que voy a contarles es un invento,
pero la verdad es que hasta mi me cuesta creérmelo.
Me persiguen, todo el tiempo.

Me persiguen los irónicos, los talentosos y los fracasados
que detentan su falta de poder en frustraciones.
Y los políticamente correctos y los incorrectos.
También los mayores, los longevos, los jubilados,
las niñas de polleras rosas y moños en la cabeza.
Y los que aún no saben que hacer con sus vidas.

Me persiguen esos hombres que valen la pena,
los que me cruzo en las esquinas cuando busco el amor.
Me persiguen los que amo y los que odio.
También mis pensamientos más profundos,
mis revelaciones, mis fantasmas.
Y sobre todo, me persigue lo que soy.