miércoles, 30 de mayo de 2012

Hechizo de sangre




Por William E. Fleming.


     La mano se movía lenta por debajo de la sábana, el niño sentía su cuerpo moverse muy despacio entre cada vaivén sobre su cosita, desde hacía varias noches había descubierto que si se movía de esa forma podría, aguantar más; pero sintiendo un escozor dejó que su cara se convirtiera en un rictus de insatisfacción... Como resultado: la sábana se encharcó. Otra vez se había orinado encima. Todas las mañanas –mucho antes de despertar su madre– ocultaba las ropas entre las hojas del armario y las introducía en la pila del patio entre todas las prendas para lavar por la tarde. Era demasiado grande para orinarse en la cama, pero no tenía la culpa que aún le asustara la oscuridad al ir hacía el baño. Más desde aquel día que descubrió las sombras que le daban un pavor insospechado. Cuando se lo contó a su madre, esta rió con tal fuerza que se avergonzó el haber pronunciado algo de ello. El incidente había ocurrido poco más de un mes y se había -desde ese momento- convertido en un asustadizo niño en sus doce años de vida. Su hermana se rió también cuando le descubrió una mañana con sus planes de limpieza, y su boca cerrada le costó hacer las tareas de ella durante toda una semana en la cual la niña se iba a jugar con sus amigas o aquellas cosas que hicieran los hermanos mayores. Nadie podría creerle por eso callaba. Hace tiempo mientras no conciliaba el sueño, el chico, miraba por la ventana las oscuridades de los otros vecinos. La noche les ocultaba en sus propias casas. Inventaba cosas para conseguir dormir. Unos miraban el techo como él para poder dormir, otros se ocultaban del calor en las terrazas con sus propios colchones; la pareja de enamorados hacía esas cosas que ahora no podía parar de imaginar... Pero una noche mirando detenidamente en la oscuridad interior de una de las casas, unos ojos rojos le devolvieron la mirada. Se asustó tanto que se cayó de la cama. Aunque estos desaparecieron tan pronto cuando una mujer, más bien una chica salió a la ventana riendo medio desnuda y se encendió un cigarrillo.

miércoles, 23 de mayo de 2012

Aviso


Hemos conocido a Bibi y su mendigo que nunca fue príncipe, a Claudia y sus gárgolas atentas, a Juan y su ángel, a José Luis y su hombrecito, a Mauricio y su fantasma y a Sebastián y su ex-combatiente.

¡Y todavía nos falta saber más de William y conocer las letras de Laura!

Los habitantes de "La Azotea" nos tomamos un respiro esta semana mientras esperamos los dos últimos relatos del 1º Juego Literario, y diseñamos el 2º Juego que comenzará en breve.

Esperamos que nos sigan acompañando como hasta ahora, y los pedimos mil disculpas por no regalarles esta semana una nueva "Historia En La Azotea".

Muchísimas gracias.

miércoles, 16 de mayo de 2012

Felices 50




Por Sebastián Elesgaray.


—Qué los cumplas feliz, qué los cumplas feliz —cantaba Javier en voz baja y cansada.
La espalda recta, el rostro alzado. Cada paso marcado, subiendo la escalera con seguridad a pesar de la tristeza que enmarcaba sus ojos. Dos días sin afeitarse le punteaban el rostro con pequeños pelos desordenados. Su jean y camisa sin planchar flotaban sobre su enjuto cuerpo.
—Qué los cumplas querido Javi, qué los cumplas feliz.
No hubo aplausos ni ovaciones alegres. Tan solo el silencio de mentira en una ciudad que pretendía dormir.
Pero se avecinaba un cambio.
Calzado con botas cada paso de Javier retumbaba con un eco pesado. En su mano derecha, una itaca. En la izquierda, un par de cargadores de repuesto que sumados a los que tenía en los bolsillos, se convertían en más de ciento cincuenta balas.
Ciento cincuenta, ciento cincuenta mil. ¿Qué diferencia hay?, le dijeron sus pensamientos.
Continuó su ascenso. Firme, raudo. Sin dudar. No podía permitirse tal lujo, porque conocía su destino. Eso quedaba relegado para los crédulos, los que por suerte no sabían del advenimiento.
Qué bueno lo que viven ellos.
Llegó al décimo segundo piso y paró unos momentos. Necesitaba recobrar un poco el aire. Faltaban cinco pisos y tenía que llegar a la terraza lúcido, con fuerzas. Por lo pronto el tiempo estaba a su favor.
Mientras descansaba revisó el arma. La recámara, el seguro, el cargador. Puso el ojo en la mira telescópica magnificando con el zoom la pintura en la pared.
Todo en orden.
Se levantó y continuó su ascenso. Su noche de muerte no sería tan mala. Hacía una hora había recibido el mejor regalo de cumpleaños: una carta de su hija. Sonrió satisfecho al recordar las palabras de cariño que lo habían bañado como un bálsamo protector.
Y es que cincuenta años no se cumplían todos los días.
Tampoco se sobrevivía a una guerra y se salía ileso. Por lo menos en lo físico, porque uno siempre se llevaba algo. Por más que esa noche Javier pelearía la última batalla, sabía que todas las guerras eran personales y estaban en uno mismo, nada más. A veces eran agentes externos los que las causaban, los que influían. Sin embargo mientras llegaba al anteúltimo piso, entendía que estaba a punto de pelear por él, por lo que sabía y creía.
Eso era bueno. El darse cuenta de que no iba a perder la vida por órdenes o metas mezquinas.
El último tramo de escaleras lo hizo llorando. Sin embargo, cuando abrió la puerta hacia la azotea, sus ojos ya estaban secos.

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miércoles, 9 de mayo de 2012

Gabriela




Por Mauricio Vargas Herrera.






«¡No puedo! Dios, no puedo salir. No puedo hacer nada. Conozco a este viento. Señor, es enorme, y es inteligente.»

El viento, Ray Bradbury.





   Yo

   Las tres semanas siguientes a mi liberación fueron una pesadilla que tuve que soportar encerrado en mi apartamento. Me había recluido porque mi cuerpo fuera de los muros de la prisión no eran digno de verse. Ni soportaba ver mi reflejo porque las marcas estaban allí, recordándome esa noche.
   Pero la oscuridad en la que había decidido sumirme tampoco era una solución porque mis dedos hacían lo que mis ojos se negaban a mirar. Todas las mañanas me tocaba la piel inconscientemente y allí estaban las escarificaciones. Eran el braille del dolor.
   Hoy sucedió lo mismo.
   Estaba recostado en la cama con los ojos fijos en el cielo raso mientras los fantasmas del pasado danzaban en mi cabeza como todas las mañanas. Me volví y observé la poca alentadora ventana empañada, y sentí un olor incómodo que inundaba la habitación, y de nuevo me toqué, accidentalmente, las marcas en el costado derecho de mi cuerpo. Me desembaracé de las cobijas y me levanté precipitadamente para sentir el vértigo inmediato. Me apoyé en la mesita de noche y derramé el agua del vaso que todas las noches dejaba allí, porque a veces una sed de los mil demonios me despertaba a mitad de la noche.
   Me incorporé y puse la mano sobre el pomo, esperé unos segundos y lo giré. El seguro de la puerta se disparó. Había adoptado la costumbre de cerrar bien la puerta porque las corrientes de aire que llegaban en la noche no me dejaban descansar. Sí, cerraba bien las ventanas, pero el viento siempre lograba colarse. Y era un viento helado que me buscaba y me hacía crispar los nervios. Pero no podía cerrar la puerta simplemente, porque el viento chocaba con ella y toda la noche reverberaba el tañido de la puerta contra el marco. Por eso debía asegurarla. Además me hacía sentir a salvo.
   Salí de la habitación encontrándome con la tediosa penumbra del corredor y, mientras caminaba hacia la cocina, también a oscuras, trataba inútilmente de humedecer mi boca. El sabor y la sensación de la lengua y mi paladar era insoportable.
   Abrí el refrigerador y la potente luz me encegueció, pero me acostumbré poco a poco. Tomé la jarra llena de agua fría y bebí directamente un trago tras otro. Sentí cómo el líquido, helado, bajaba hasta mi estómago y tuve que esforzarme por beber el último sorbo. Las náuseas no demoraron en aparecer y no pude contener las arcadas. Me dirigí al baño y me incliné sobre el sanitario. Expulsé una saliva amarga y desagradable, solo eso. Había comido muy poco en todos esos días, pues la comida se estaba agotando; solo pan, que con el paso de los días se endurecía más, agua, cereales secos y jugo de naranja. Eran escasas las veces en que deseaba comer con ansias. Mi situación estaba empeorando, pero no tenía más opción.
   Vino la última arcada y me tumbé en el suelo del baño, sudando frío, hasta quedarme dormido.