miércoles, 29 de agosto de 2012

Sebastián, "El Aceitoso"





Por José Luis Bethancourt.


Sebastián vivió su niñez en un pueblo rodeado de verdes serranías y cultivos, pero nunca desarrolló un espíritu bucólico. Ni bien aprendió las complejidades de la escritura evadía la siesta sacrosanta y oculto bajo las sábanas leía, leía y leía. No importaba si eran cuentos de los hermanos Grimm, la enciclopedia Espasa Calpe, el pasquín del pueblo o las Corín Tellado que su madre guardaba en un viejo baúl de madera y que sacaba a hurtadillas cuando no quedaba otra cosa para leer.
Aquella fue la causa de la primera reprimenda de parte de su padre. Hasta entonces nunca había hecho cuestiones por verlo siempre leyendo en lugar de andar con otros pibes cazando torcazas o destripando ranas. Pero encontrarlo leyendo esas novelitas le generó un gran disgusto. ¡Justo el hijo del comisario no iba a andar con esas mariconadas!
Desde ese día su progenitor empezó a vigilar las lecturas de Seba y comenzó a nutrir la incipiente biblioteca con obras policiales, de suspenso y ciencia ficción que ayudaran a no “desviar” al pequeño. Además no faltaban las visitas de los tíos que, por sugerencia de su padre, trataban de plantar el deseo de que fuera policía como todos los hombres de la familia.
Al llegar a la adolescencia se presentó una clara lucha vocacional. Las presiones para seguir la carrera policial se contraponían con su amor por las letras y el arte. En esta batalla tuvo de aliada a su madre quien, como toda madre, deseaba que él hiciera lo que le hiciera feliz.
Ni bien terminó sus estudios secundarios su madre puso en sus manos todos sus ahorros y convenció a su padre de que lo apoyara en su idea de ir a vivir a La Plata para poder estudiar Comunicación Audiovisual. Y allí se fue, con todos sus sueños en el corazón, y un dejo de nostalgia por dejar atrás los campos de Bragado.
Entremezclados con sus libros de estudio no faltaban obras de Hitchcock, comics de Marvel, y hasta algunos discos de Megadeth que escuchaba mientras daba rienda suelta a sus ansias de escribir, de volcar al papel tantas historias que anidaban en su mente, regadas por cientos de horas de lectura en un decenio.
Fue una tarde lluviosa, poco después de llegar del taller literario, que recibió el fatídico telegrama que adelantaría el tema que sería repetido por los noticieros de la noche una y otra vez. Su padre, el comisario, fue encontrado colgando de un árbol a la vera de la Ruta Nacional 5, cerca de la localidad de 9 de Julio. La presunción de suicidio era la primera hipótesis con la que se manejaban el fiscal y la prensa.
Nunca hubo pruebas concluyentes a pesar de que se usaron los mejores recursos de la fuerza para determinar la causa del fallecimiento. Los días posteriores al sepelio se hicieron semanas, y las semanas meses sin que Sebastián regresara a La Plata a seguir su carrera. En lugar de ello cambió su destino y puso todo su esfuerzo en ingresar a la Escuela de Policía “Juan Vucetich” justo antes de que se venciera la edad máxima de ingreso como cadete.
Su graduación con honores devolvió la sonrisa a su madre y logró que por excepción pudiera elegir donde cumplir sus tareas. La vida le dio así la oportunidad de revancha y cumplir con el deseo de su padre ahora ausente. Gracias a sus excepcionales dotes deductivas, y su incansable dedicación al trabajo policial logró hacer importantes aportes para que se reabriera el caso y encontrar al asesino de su padre.
Esto le valió el ser nombrado detective en tiempo récord. Sus compañeros de armas le decían cariñosamente “Boggie” en alusión a su carácter serio, el cabello rubio y el mentón prominente. A él no le molestaba que le pusieran ese mote de un asesino sin corazón. Les sonreía brevemente al pasar con esa mirada astuta y divertida que bien podría ser la de Arsenio Lupin.
Y sin ser un ladrón de guante blanco como ese personaje de Maurice Leblanc poseía todas sus cualidades y conocía el mundillo oscuro donde se movían ladrones, cafishos, mujeres de la noche y gente de baja calaña con las que trató en misiones encubiertas.
En una de estas misiones llegó a sus oídos la noticia de la desaparición de una prostituta muy hermosa de nombre Esther Martínez de la que sus compañeras de oficio se burlaban porque tenía aspiraciones de escritora. Sería mucha casualidad que fuera esa antigua compañera de facultad que tanto le gustaba. Pero dicen que las casualidades no existen y la foto del archivo policial le devolvía esa sonrisa seductora que volvía loca a unos cuantos.
Solo le llevó un par de semanas completar una línea de tiempo que contara la vida de Esther desde que dejara la facultad en La Plata y su desaparición en San Telmo. La ausencia de un cuerpo y un arma homicida lo llevó a investigar un móvil, una razón por la cual alguien se beneficiara con su ausencia. Esta línea de investigación no lo llevaba a ningún punto hasta que solo él vio la relación con la desaparición de la estudiante de letras Irene Welter.
Fue extraño reencontrarse con sus viejos libros en la preparación para camuflarse como Profesor de Literatura y ocupar el cargo de Director en esa escuela de barrio donde reconocieron las fotos de Irene y Esther como antiguas alumnas. Su corazón se sentía reconfortado otra vez al pasar horas releyendo a Poe, Borges, Shakespeare, García Márquez y Lugones quienes poco a poco desde el papel le devolvieron algo de brillo a su mirada. Seguramente ese brillo nuevo fue lo que intrigó a Margarita Atkinson, una oficial pelirroja y robusta que trabajaba en el depósito de evidencias. La muchacha, hija de irlandeses, había presentado varias veces, sin suerte, una solicitud de cambio de asignación.
A Sebastián le simpatizaba porque era reservada, ordenada y metódica. Nunca hacía preguntas y evitaba hablar de otros. Por eso le llamó la atención el comentario de Margarita ese día que fue a estudiar evidencias, sobre que había un cambio en su mirada. Inesperadamente se sintió halagado y contrario a su forma de manejarse cotidianamente siguió la conversación por un buen rato.
Tratándose de literatura ambos coincidieron en el gusto por las novelas de John Connoly y a esto se sumaron otros intereses comunes, hasta que llegaron a darse cuenta que compartían lo suficiente para trabajar en equipo. Solo bastó una llamada para lograr que el Jefe de División asignara a Margarita a una misión especial bajo la supervisión de Sebastián.
No fue difícil convertir a la porteña Margarita en la irlandesa Margue que asistía al taller literario como una torpe alumna extranjera, a fin de descubrir el nexo que unió en la muerte a Irene y Esther. La preparación incluía el adecuar su acento, aprender a coquetear y a utilizar equipo electrónico de escucha y vigilancia.
Ella descubrió la verdadera naturaleza de los dos alumnos excepcionales del taller. “Suerte de principiante” le dicen. Lástima que se le acabó pronto o, mejor dicho, la tentó demasiado siguiéndoles el juego sin hablarlo con Sebastián.
Chocolate, canela y Margarita fue menú y cena. La última que prepararon “Los Cocineros”.


miércoles, 15 de agosto de 2012

José Luis y yo




Por Claudia Medina Castro.


A José Luis le gustaba cocinar.
Los domingos volvía de sus clases de bridge y se ponía a organizar toda la semana culinaria.
Aquel día de compras resultó mejor de lo que esperaba. Hortalizas bravías y rojos oscuros saliéndose de su vaina lo seducían desde las góndolas, estirando sus tentáculos para dejarse atrapar por él.
Recorriendo el mercado, en un éxtasis pulcro y secreto se emocionaba ante los bulbos incipientes y retozaba íntimamente con la variedad de setas, adivinando sus aromas.

Yo lo conocí en un taller literario del centro.
Era una tipo sencillo; no se hacía de arrogancias.
Cada semana se presentaba con algún bocado tentador de su autoría, recibiendo los suspiros de las hembras del grupo como apetecible devolución.
Las damas eran tres, y, como se esperaba de ellas, exponían sus deberes en forma casi terapéutica.
Nosotros, los varones, nos esforzábamos en ignorarlas, con total desconocimiento del resultado de tal actitud, intrínsecamente contradictoria.
En el taller, José Luis pelaba alubias con sus verbos, y yo las trozaba con metáforas inadecuadas que lograban colorear seis mejillas. Juntos guisábamos un alimento esplendoroso para el espíritu de las letras, que pocos, o mejor dicho, pocas, lograban entender, pero lo disfrutaban con ojos y corazón amistosos.
Allí gozábamos íntimamente de nuestra yunta, aleatoria y espontánea como pocas.

Un día de julio, a la salida, me dijo de tomar un vino en el bar de la esquina. Y así fue como, naturalmente, empezó todo.
Una nube plácida de obviedad nos rodeó solo para sabernos equipo.
Y además del vino fue una grapa, y otra, y más. Y quedamos en acuerdo, recuerdo, nada cuerdos. Pero sí con voluntad. Su placidez culinaria encajó con mis motores tuertos. Y se armó la receta fatal.
Era solo cuestión de paciencia, algo que los dos teníamos de sobra. La vida nos había llevado hasta ese momento con todo lo necesario.

(Ay, Esther, Esther, siempre acotando. Acotando y coqueteando. Debilitándonos.)
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“Querida Esther:
No necesitamos de tus alardeos, tu belleza es explícita. Somos solo un par de hombres tratando de entenderte, de contenerte. No queremos verte sufrir así. Vamos a terminar con tu ancestral agonía.
Firmado: Los Cocineros.”
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Esta nota fue encontrada tarde, lejos, y no aclaró nada.
Nunca se supo que ese día, en la hora de las sombras, hubo equipo.
Yo con mi serena aunque inquietante sonrisa y José Luis con su pasión extrema logramos atraerla a nuestro aura. Filosas palabras le abrieron la piel. Manos hábiles le separaron los racimos de su ser enrojecidos de sangre. Disfrutando de gritos confundidos la cortamos en exquisitas rodajas, hasta acallarla.
En su pisito de Barrio Norte José Luis ya tenía todo listo para el ingrediente principal. Nada que agregar. Todo condimentado. Con sus tiempos, con su música de fondo. Con el rocío de alcohol justo y necesario para flambear lo apropiado.
Nada que decir.
Una delicia.

Luego de un par de semanas de duelo en el taller, volvimos a reunirnos todos. Las dos damas que quedaban casi ni notaron la ausencia de Esther, seguramente por el desconocimiento propio de ciertos grupos formados para mantener algunas existencias en un anonimato prudencial.
Felices de volver al ruedo, lo hicimos con todo. Esta vez no escatimamos galanteos y dedicatorias en las idioteces que garabateábamos a diario para presentar el ansiado día de taller.
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“Querida Irene:
Tu latente lesbianismo expuesto en tus horrendos escritos, conjuntamente con tu incipiente bigote nos ha puesto de la cabeza.
Creemos firmemente que mereces mucho más. Y decidimos que eso será en tu próxima existencia.
Firmado: Los Cocineros.”
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Pisito, pimienta y sal. Esta vez, asada entera y viva. Era tan pequeña la pobre… le faltaban las alitas…

Para no levantar sospechas el siguiente día de taller nos encontró firmes tocando timbre.
Es increíble… cómo puede ser posible… una terrible pérdida… ¿fue un accidente?
Y nos fuimos, cabizbajos, al bar a festejar.

Tres semanas más tarde llegó la llamada más esperada del mes. El taller reabría sus puertas, con gerenciamiento renovado (el pobre anterior no pudo con la culpa).
Lástima que los nuevos eran hombres, lo cual nos hizo perder cierto tiempo en nuestro quehacer, porque nos excitaban bastante.
Salíamos de ahí desesperados por tocarnos y pegarnos y atarnos, como descubrimos que desde siempre nos gustaba.
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“Dear Marge:
Dado que tu acento tristemente irlandés nos resulta repulsivo, hemos decidido darte una oportunidad para que aprendas bien nuestra lengua. Verás lo rica y dulce que es.
Firmado: Los Cocineros.”
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Pisito, chocolate y canela. Margaritas y velones decorándolo todo. Y la lengua de Margui extendida y bañada en pasta de almendras. Fue de lo más divertido sentir el chocolate lubricándonos…
El resto de su cuerpo fue utilizado para lo que a ella tanto le gustaba (degenerada…).
La mañana siguiente y luego del riguroso tequila emprendimos la búsqueda frenética por internet de un nuevo taller literario. Engolosinados, apuntábamos a que sea por el barrio.

Esa misma tarde nos enteramos que la nota (la tercera) no fue encontrada ni tan lejos ni tan tarde. Y aclaró lo suficiente. Sucedió rato después que nos derribaran la puerta y nos llevaran, semidesnudos, a la taquería.
Parece que el nuevo director del taller resultó ser un cana encubierto con alma de escribidor… o un escribidor encubierto con alma de cana. Ja. Ya no importa. Hicimos nuestros deberes con postre y todo.
Firmado: Los Cocineros.
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miércoles, 8 de agosto de 2012

El violín rojo





Por Bibi Pacilio.


En Rauch todos hablaban del concierto. Recibí la invitación por correo y no dudé en viajar unos días antes para no perder ni uno solo de los preparativos del evento más importante del año. Además, hacía mucho que no veía a los pocos amigos que habían permanecido. Mi exilio había terminado hacía varios años, sin embargo, mis compromisos o quizás los malditos habitantes de mis entrañas revueltas, se resistían a veces a tales emociones.
Habido que hube visto sus caras algo envejecidas como en una película en blanco y negro, con la lentitud que atraviesa el pasado y solo pude abrazar a esos extraños seres, con el déjà vu de mis propias certezas.
Es  cierto que acepté hospedarme en casa de Juan y no en el hotel que tenía reservado pero nunca dudé de mis presentimientos, aunque no puedo decir a ciencia cierta, si fue ese brillo extraño que reflejaron sus ojos vidriados o la sonrisa ancha que se tragó mis preguntas, aquella mañana de agosto. Él estaba feliz, no solo por mi aparición, que lo obligaba a tocarme una y otra vez como si no creyera en la veracidad de mi carne (algo desnutrida, lo acepto, pero carne al fin) sino también por la llegada de esa mujer y su violín. Recuerdo que hasta su esposa me comentó contrariada su extraño comportamiento. “Me tiene harta hablando todo el día de esa violinista”.
Cenamos solos en un comedor del centro y se lo agradecí. No me molestaba su familia pero mi soledad de escritor se había acostumbrado a los largos silencios, imposibles en el bullicio de una casa con tres niños, muchachitos “adorables”, pero con el mismo registro de voz que el de su padre años atrás. Brindamos por el encuentro y callamos lo evitable. Me contó que la gorda Aurora ya tenía como cuatro críos, que Pancho había huido por fin de las garras de Doña Josefa, que “la colorada” ahora era una actriz porno…
Volver a caminar las calles de Rauch bajo el reflejo de esa luna gigante que nos amparaba fue la antesala de lo que más tarde se convertiría en el primer capítulo de la novela que hoy acabo de terminar. Nos conocíamos desde chicos por eso no dudé en sentarme junto a él, en el cordón de la vereda, como antes cuando se sacaba las gafas, restregaba sus ojos y me miraba serio.
—¿Por qué te olvidaste de mi violín? —me recriminó con su pausada voz—. Desde que te fuiste esperé, esperé que al fin te acordaras de nuestra promesa.
—¿Violín? ¿Promesa? —titubeé. 
—Sí, hicimos un juramento —afirmó.
Fue entonces, al ver aquella lágrima caer pesada sobre su rostro que recordé.
No volvimos a mencionar el tema y al día siguiente apenas lo vi. Él era uno de los organizadores del concierto y conociendo su rigurosidad, sabía que estaría ocupado en todos y cada uno de los detalles de la víspera.
El mensaje de texto me sorprendió al mediodía en medio de mi obligado paseo por el puente Silva. Desde mi llegada había ansiado volver a mi vieja manía de contar los ladrillos hasta perderme y volver a empezar.
“Te espero a las seis para recibir a la violinista.” decía.
Hasta ese momento no me había preguntado como Sophie Muller, una de las mejores violinistas de la actualidad, había aceptado hacer un lugar en su gira para tocar en Rauch. Había escuchado hablar de ella en Nueva York y por lo que sabía esta mujer condecorada con la Cruz al mérito de Alemania, la Legión de Honor francesa y otras distinciones, se había casado en segundas nupcias con un argentino que por esas casualidades de la vida, había nacido en esta ciudad. Aduje a lo sentimental tamaña coincidencia.
Llegué al Palacio Municipal al mismo tiempo que el auto que la trasladaba desde la Capital y al verla de cerca por primera vez entendí el nerviosismo de Juan. Era la violinista perfecta. Rubia, etérea y delicada como el hipnotismo de sus manos. No pude evitar sonrojarme al acercarme y comprobar con sorpresa que viajaba sola con sus dos violines. Un Emiliani de 1703 que le pertenecía y un Dunn-Raven de 1710 que le había sido prestado, según nos dijo en un perfecto inglés.
Después de la ceremonia de rigor, todos desaparecimos por un largo tiempo. A las nueve de la noche el Coro Municipal abriría el concierto y aquel ángel maravilloso nos haría vivir el mejor instante de nuestras vidas. Me alegraba haber viajado.
Esa noche, sentado en la primera fila me sentía también como un ciudadano ilustre, un hijo pródigo que después de conocer el mundo regresa al útero más tibio, al origen de todo. Con los oídos ansiosos y el corazón al galope creí por primera vez desde mi llegada, que estaba cerca de encontrarme con aquel ser que había perdido.
Me dolían las palmas de tanto aplaudir. Siempre había envidiado un poco la voz de Juan pero al mismo tiempo muchas de mis noches de soledad se habían apropiado de su cadencia para salvar mis sueños.
Cuando la luz se apagó y el terciopelo rojo del telón bajó por última vez, por un segundo sentí que el viento se había convertido en remolino. Que las partituras volaban y las fusas y semifusas se desmoronaban salpicando con un líquido negro y viscoso las paredes del salón. Respiré hondo conociendo de memoria mis estados de éxtasis, pero antes de que la calma llegara nuevamente vi el rostro de Juan desencajado.
Advertí mucho después a mis lectores, en una de las conferencias de prensa que promocionaban mi nueva novela que desde niño me alejaba por un rato para ver desde otro lugar lo que no hubiera podido ver si me quedaba quieto.
Después de varias horas de espera e incertidumbre el telón rojo volvió a subirse, esta vez con todas las luces encendidas, para que uno de los organizadores se presentara y nos dijera con gran congoja que lamentaba informarnos que la Sra. Sophie Muller, se había retirado de la ciudad por un contratiempo personal dejando mil disculpas a quienes esperábamos con ansias disfrutar del concierto. Llevó mucho tiempo despertar de la confusión y el desconcierto que provocaron aquellas palabras. Ninguno de los presentes entendía que podía haber pasado. La ofuscación de muchos no tenía que ver con “los bolsillos”, nunca se les había cobrado entrada alguna. El resentimiento y la desilusión cobró por fin sus víctimas.
Cuando la mujer de Juan tomó un remise acompañada por otros familiares para regresar a su casa, me dediqué a buscar a mi amigo al cual no había visto desde aquel remolino de presagios.
Deben saber que el tiempo de mi relato no corresponde al tiempo de los hechos pero sabrán entender por qué antes de irme de Rauch decidí volver a contar los ladrillos del puente, esta vez en compañía de Juan.
—No encontré el violín que estabas buscando —le dije mientras escribía en mi libreta los números de los ladrillos—. Nunca me olvidé de la promesa que te hice.
Aunque nunca me lo dijo mi pasaje a España estaba teñido de sangre. Juan fue mi pasaporte a la vida y ahora yo, después de su confesión le estaba devolviendo la suya, casi perfecta, casi irreal.
Tuve que matarla. Necesitaba su sangre para que la música siguiera su curso, necesitaba sus manos perfectas, la claridad de su piel, el olor de la madera hirviendo en cada nota, el sacrificio de la diosa clandestina. No podía permitir que mi violín, nuestro violín, siguiera transitando los silencios sin espinas, sin dolores. El día que lo perdí, juré que volvería a ser el mismo y hoy tuve que pintarlo de nuevo con los dedos, con los instantes perdidos, con nuestro pacto. ¿Podrás comprenderme?".
Supe entonces que el Stradivarius, estaba en buenas manos.

miércoles, 1 de agosto de 2012

En la radio




Por Ale Sweet.


Como cada viernes puntualmente ella llegaba a hacer su participación en un programa de radio. Locutora nacional, su voz sensual recorría el último programa de la noche anunciando cada una de las canciones programadas antes de su llegada: Queen, The Beatles, Serrat, y su preferida, música ochentosa. Su voz calentaba la noche recitando partes de las letras, simplemente anunciando el próximo tema, o recibiendo, al aire, llamados de algún oyente noctámbulo. 
Como cada viernes su participación cerraba la programación, y a solas quedaba con el operador. En casa esperaban su marido y su hijo, y rara vez pasaban por la emisora a buscarla.
Ese viernes mientras escuchaban One More Night, él comenzó a darle tiernos masajes en la espalda, a besar su cuello, a besarla toda. Muchas veces se quedaban solos y podían “jugar” de esa forma. Ella se puso de pie y se aprisionó contra su cuerpo, él levantó su falda comprobando que otra vez no llevaba bragas. No era la primera oportunidad que lo hacían en el estudio. Un programa prácticamente solitario, la complicidad de la noche y la música romántica, hacían que disfruten ambos de esos calientes encuentros clandestinos. Encuentros intensos y cortos, entre canciones.
Ella se sentó en el borde de la mesa, corriendo cables, micrófonos y teclado. El se instaló en su sillón y comenzó a devorarla toda. Ella con sus piernas lo rodeaba por el cuello y sus manos se aferraban más y más a sus rulos aprisionando su cabeza. Acabó, gritando, jadeando como a él le gustaba. En el apuro de seguir con el programa él la penetró rápidamente. Ella sintió ese goce que deseaba cada viernes. Los jadeos de ambos, el delirio de las palabras entrecortadas del placer. Dame más, quiero más, sus gritos al acabar con pasión.
Ninguno se percató que los teléfonos no paraban de sonar. Lo habían hecho muchas veces en ese estudio, solo que ese día, la luz que marcaba que estaban en el aire, quedó encendida.


Hechizo




Por Laura de la Rosa.


Debo reconocer que él sintió miedo la primera vez que llegó a mi casa. Como para asustarlo le habían dicho que yo era una hechicera, que lo iba a embriagar con pócimas deliciosas y que nunca se iba a recuperar de mis influjos.
Cuando entró, el llamador de ángeles de la puerta comenzó a sonar incesantemente, un embrujo extraño se apoderó de la habitación.
Comenzamos besándonos con sutiles y asustados besos. Seguimos tocándonos, palmo a palmo nuestros cuerpos. Luego el tiempo nos quedó lento y el espacio nos quedó poco y el deseo cada vez era mayor. Me abrazó bruscamente y se puso de pie, mis piernas rodearon su cintura, mientras caminábamos hacia mi cuarto. Él me besaba en el cuello y yo le acariciaba la cabeza. La cama estaba fría y la ropa moría por el suelo. Me tomó de la cintura y con sus dedos delineó mi espalda, marcó caminos que más tarde su boca recorrió. Me di vuelta sentada en la cama y le dejé besarme. Besó mi cuello y mi espalda, me rodeó con sus brazos y giré en su cuerpo casi sin darme cuenta. Llegó a mi boca y me besó entonces, suavemente como ya descubrió que me gustaba. Yo lo escuchaba respirar, lo llamaba con gritos silenciosos  y sentía la vida en cada latido acelerado de su pecho.
Nosotros, como tantas veces lo habíamos hablado, como tantas lo habíamos imaginado, estábamos ahí ya desnudos, amándonos por primera vez. Los segundos se aceleraban con las horas, las escenas transcurrían una a otras a una velocidad incalculable. 
La noche, de pronto,  se hizo día y él desapareció.
Ahí descubrí yo, quién de los dos era el hechicero. Y vago desde entonces buscando el antídoto contra ese conjuro. Esperando que el llamador de ángeles vuelva a sonar. Que la noche nuevamente se haga día y el mago aparezca.