Por José Luis Bethancourt.
El
sigue mirándome.
Hoy
estuvo observándome. Me observa cuando yo juego en el prado. Mi padre hoy trató
de hacerme daño.
Me
gustaría que se marchara. Me gustaría que mi padre se marchara. Mamá también
quiere que se marche.
Hoy
trató nuevamente de hacerme daño. ¿Por qué papaíto quiere hacerme daño?
Había más, pero Elizabeth no pudo
descifrarlo. Pasó lentamente las páginas del viejo diario y después lo cerró.
Volvió a abrirlo en la primera página, y leyó la inscripción que allí había.
Estaba escrita por una mano fuerte y masculina, y no se había borrado. Las
iniciales de abajo eran las mismas de su padre: “J.C”. El diario debió ser
regalado a la niñita por su padre.
Dejó el diario y alzó la vista hacia el
retrato. Era tu diario, pensó. Era tuyo, ¿verdad?
En ese momento Cecil, el viejo gato,
entró en la habitación y se restregó contra sus piernas. Ella lo levantó y lo
puso sobre su regazo. Acarició suavemente al viejo gato y siguió mirando
fijamente el retrato.
Tal vez por las palabras del diario, o la
soledad de la casa, o las dos copas de brandy que tomó sintió que la niña del
cuadro le sonrió maléficamente.
—Tonterías —dijo por fin—. Mejor me voy a
dormir.
Mientras
subía las escaleras hacia su dormitorio, la extraña inscripción de la primera
página del diario volvía una y otra vez a su mente:
—Dejad a los niños... —decía—...
que vengan a mí.
Sabía
que había leído esa expresión en otra parte, pero no pudo recordar dónde.
Mientras pensaba en esto el sueño la venció poco antes de la medianoche.