Por José Luis Bethancourt.
Era una persona normal…
Miguel Romano parecía “un tipo normal”, de esos que viajan sentado a tu lado en el tren sin que le prestes atención, vestido ni muy a la moda, ni muy anticuado. Su historia económica zigzagueaba entre periodos de grandes ganancias y otros de pocos ingresos. Pero se podría decir que era promedio. Ni muy rico ni muy pobre.
En la escuela primaria no se destacó y en la secundaria pasó sin penas ni gloria. No era ni muy listo ni muy soso. Con las mujeres tuvo un éxito regular, ya que no era feo, pero tampoco era muy apuesto. Quien no lo conocía veía una desventaja en su estatura para la vida amorosa.
No es que fuera muy bajo. Llegaba al metro sesenta y cinco con sus zapatos de salir. Con ese porte tenía una amplia gama de mujeres entre las cuales elegir para sus conquistas pero siempre se focalizaba en féminas que debían agacharse para saludarlo. Esto dificultaba un poco sus escarceos amorosos, pero no se quejaba y sus amantes de mayor altura tampoco ya que la naturaleza sabia lo compensaba con un gran miembro viril.
Sus amigos solían gastarle infinidad de bromas por la diferencia de altura y el contestaba tímidamente “me gustan así” soportando estoicamente la avalancha de comentarios acerca de las ventajas de las petisas en la cama. Alguno para conformarlo le decía “no te hagas problema, que acostado se empareja todo”
Pero el toilette femenino del boliche donde solía concurrir solo, para evitar las chanzas del grupo, era testigo de confesiones pícaras de unas pocas solteras, separadas y tramposas bajitas que hablaban del desperdicio de aquel falo que no se ponía erecto ni con la más gauchita. Podían pasar por alto la falta de encanto de Miguel o su rara costumbre de invitarlas a su departamento pero no quedarse más de dos minutos y partir hacia la azotea. Pero ninguna mujer le perdonaba quedar insatisfechas ante la flacidez inmanejable por más que estuvieran bajo la luz directa de la luna, o que las estrellas fueran testigos de sus revolcadas.
Contrastaban estas conversaciones con la opinión de la minoría compuesta por las que medían más de un metro con setenta y cinco centímetros. Sus relatos llenos de risitas de satisfacción invariablemente lo ponían a Miguel en el podio de los buenos amantes, sin preocuparse de la excentricidad que desplegaba el muchacho al elegir la azotea como lugar para el amor.
La azotea del edificio de nueve pisos se convertía a la noche en su reino privado. Había sobornado al encargado de mantenimiento, para que le diera una llave de la puerta de acceso. Se empeñaba día a día en mantenerla barrida, libre de deposiciones de palomas y de polvo. Cada tres meses las chimeneas, cañerías, y estructuras auxiliares recibían una renovación de pintura.
No había lugar menos adecuado para llevar a una conquista. En tierra llana sus estrategias de donjuán apenas lograban convencer a una mujer. En más de una ocasión alguna accedía a tener una cita con él solo por miedo a pasar otra noche en soledad y de la resignación pasaban a la sorpresa al ver que en la terraza este tipo común, casi insulso, se convertía en un amante imparable y complaciente.
Con los años había aprendido a controlar su temperamento impulsivo y el temblor de sus manos gracias a la píldora de argentum nitricum que tomaba al mediodía, sumado a la visita semanal a su terapeuta. No era casualidad que hubiera comprado el departamento 9ºB, ya que lo único que calmaba su constante ansiedad acompañada de migraña era estar en un lugar alto.
Esto lo había impulsado a abandonar su casita en la provincia cuando el escándalo desatado por su acción temeraria de subirse a la torre de transmisión de la radio lo puso en la mira del Servicio de Salud Mental. La intervención de su madre le permitió sortear este episodio aunque ella presintió que acabaría muerto por esta obsesión de subirse a todos lados.
La mudanza a ese departamento resultó su salvación durante un tiempo y llegué a creer que por fin podría vivir con el extraño mal que lo aquejaba. Ayer luego de mucho investigar logré diagnosticarlo y creía tener un plan para llevarlo a la cura. Ahora me arrepiento mil veces de no haberlo llamado anoche para contarle la buena nueva.
Esta mañana cuando pude eludir del cerco policial y espiar tras la ambulancia reconocí el anillo en aquella mano que asomaba bajo el sobretodo gris con que un agente intentaba tapar el cuerpo destrozado por el impacto. La insignia del Club Andino Bariloche brillaba sobre el fondo rojo del charco de sangre.
La etiqueta que reza “ACROFILIA” en la carpeta que duerme en mi maletín ahora es solo eso: una etiqueta que no alcanza para describir lo que padeció mi paciente estos años. Dicen que toda historia tiene un final. En este Miguel nunca más necesitará controlar su obsesión por las personas y lugares altos cuando mañana duerma eternamente lejos de su azotea.