Por Sebastián
Elesgaray.
(basado en «No sé parar la sangre»)
Me dijo que no lo toque, pero yo le puse un pañuelito descartable sobre
la herida.
Es que cuando lo conocí estaba sangrando.
Su mano era un puño, la sangre chorreando por los nudillos y los dedos
hasta la muñeca. Le
recorría el brazo como si lo acariciara, y caía en gotas lentas que armaban un
charco pequeño de un color indescifrable. Las luces destellantes no dejaban
notar el rojo.
Una zapatilla blanca pisó el charco, y a partir de ahí las cosas se
revolvieron un poquito.
¿Un poquito?
Horrible.
Así es esto.
Creo que la palabra que mejor lo
definiría es impotencia. Diríamos que no puedo hacer nada, porque es mi
voluntad y a la vez no la es.
Yo fui el que lo salvó esa noche, la zapatilla blanca era
mía.
Me vuelvo loco, y todo por
escucharlo. Se suponía que yo iba a ser parte de algo, una aventura, alguna
clase de historia. Pero en cambio me encuentro acá, con una pistola y un vaso
casi lleno de vino. Me transpira todo el cuerpo, capaz que por los nervios, o
por la frustración. La
bebida está tibia y asquerosa, intomable para cualquiera. Le doy un sorbo, para
que me ayude a juntar valor. Valor que no necesito, porque la decisión está
tomada.
Me voy a suicidar. Voy a apoyar el
cañón del arma en mi sien derecha y apretar el gatillo. Todo porque no soy lo
suficientemente bueno, o al parecer, no tengo la presteza, el porte o la
suficiente valía como para ser parte de algo.