Por José Luis Bethancourt.
Las
luces amarillentas se difuminaban entre la bruma del río y el aire se llenaba
de los sonidos de maniobras ferroviarias, metales que chocaban, chirriar de
acero contra acero, gritos y órdenes contestadas muchas veces entre risas. El
olor a hierro, aceite y combustible se mezclaba con el de la fritanga de los
pescadores que aprovechaban el momento para hacer una pausa intercambiando
anécdotas y exageraciones sobre el tamaño de los dorados conseguidos mientras
el mate pasaba de mano en mano.
Todos los ruidos del embarcadero se callaron cuando el Ferry comenzó su
lenta marcha. El viejo motor diesel parecía un gran gato ronroneando mientras
serpenteaba sobre el Paraná. Las siluetas oscuras de los árboles sobre la costa
semejaban gigantes guardianes de la Tierra. Grillos, ranas, aves y monos
competían con el sonido de los motores en una extraña sinfonía.
Buscando un lugar tranquilo llegué a la popa. Apoyé mis brazos y mi
mentón sobre la baranda para contemplar las aguas revueltas por el giro de las
hélices. De pronto sentí que tiraban de mi ropa tratando de arrastrarme hacia
el río. Quise gritar pero no lograba articular palabra. Emergiendo del agua una
niña de largos cabellos plateados se aferraba a mi ropa. Sus grandes ojos
celestes se fijaron en los míos y escuché, sin que moviera sus labios, una
súplica. “¡Sálvame…sálvame!”
No sé cuánto tiempo estuve forcejeando, sentía desvanecerme y estuve
tentado de dejarme caer y acompañar a los camalotes que flotaban como grandes
balsas en la corriente. La lucha por liberarme era inútil, ahora sus cabellos
rodeaban mi cuello y casi no podía respirar. Ya no distinguía el agua, ni la
orilla, todo era una densa oscuridad. Sentía el sudor correr por mi rostro y la
boca seca.
Sentí la voz de mi padre —“¡José!
¿Qué pasa?”— mientras desenredaba mis pies de las sogas y me ponía de pie.
Una luz en mi rostro me encandilaba y yo sólo quería respirar y llorar.
Refregué mis ojos y al aclarar la visión los rostros de mi familia y varios extraños
me observaban.
Yo balbuceaba tratando de contarles que una sirena quiso ahogarme
mientras me miraban con incredulidad. Mi padre me reprendió “Déjate de
tonterías, te has quedado dormido y tuviste un mal sueño. Esto es culpa de tu
madre que te deja llenarte la cabeza con todos esos cuentos que lees. Búscala y
ve con ella que ya debemos irnos”.
El Ferry estaba detenido y amarrado en el puerto. Mi madre me esperaba
cerca de la proa. Vi en sus ojos que sabía lo que me había ocurrido y era la
única que me creía. Me peinó con sus dedos y mientras guardaba disimuladamente un
largo cabello plateado que tomó de mi ropa llevó su dedo a los labios
indicándome que no dijera nada más…