(fotografía de José Luis Bethancourt) |
Por José Luis Bethancourt.
Desde que tengo memoria mi padre era una persona que no podía estarse
quieta. Su tiempo libre ni siquiera podía llamarse así porque siempre estaba
ocupado. Alguien lo definió como “culo eléctrico”, algo que le hacía gracia y
de lo cual estaba orgulloso porque definía mucho de él.
Gustaba de recorrer lugares de interés turístico y
cultural para calmar su ansia de conocimiento y completar su voluminoso álbum
de fotografías. Y me eligió como su compañero de andanzas siempre que era
posible.
Así fue que de
su mano recorrí museos, teatros, parques, cines y zoológicos. Y el Zoo de
Palermo en la ciudad de Buenos Aires era uno de esos sitios que habíamos
visitado más de una vez y estaba en la lista de mis sitios favoritos.
Me fascinaba especialmente ir a visitar a Winner. Era
un oso polar enorme y tranquilo aunque los cuidadores comentaban que era de
temperamento nervioso. Yo no sabía qué significaba eso, pero aunque lo escuché
muchas veces no le di importancia. Para mi eran cosas de grandes nada más.
La primera vez que lo vi tenía cinco años. No, el oso
no sé. Yo tenía cinco años. Puse mi cara contra el vidrio de su recinto y daba
golpecitos con una moneda. De repente tenía su cara frente a mí, observándome
con sus enormes y oscuros ojos. Los otros niños que estaban cerca se alejaron
del vidrio, temerosos, pero yo me mantuve ahí. No tenía miedo.
Cuando papá se alejó unos metros, buscando un buen
ángulo para su toma fotográfica, puse mi mano abierta sobre el vidrio y pensé
“qué lindo sería que fuéramos amigos”. En ese instante Winner meneó su cabeza
de arriba abajo, como si hubiera leído mis pensamientos. No cabía dentro de mí
por la sorpresa y la
duda. Entonces dije en voz baja “¿Quieres ser mi amigo?” y
nuevamente el oso asintió con su cabeza. Ya no tenía dudas: Winner podía
entenderme.
En pocos minutos papá vino a buscarme para seguir
recorriendo el Zoo, pero no quería abandonar mi puesto frente al vidrio. “Está
bien, quedémonos cinco minutos más y luego seguimos. Es temprano, luego regresamos.
¿Te parece?” dijo papá.
Esos cinco minutos marcaron toda mi vida. Todo
alrededor desapareció y me sentí transportado a otro mundo donde todo era azul
y donde montaba a Winner para recorrer grandes llanuras de hielo y nieve. Del
otro lado del vidrio mi amigo nadaba, hacía piruetas, salía del agua y luego se
zambullía suavemente para deleite de los visitantes. Pero yo sabía que hacía
todo eso solo para mí. Trababa de decirme algo y me propuse descubrir de qué se
trataba.
Con esa idea ocupando toda mi mente me dejé llevar
por todo el Zoológico el resto de la tarde tratando de mostrar que me
interesaban las graciosas suricatas, las correrías de los ciervos o las
acrobacias de los monos. Quería volver lo antes posible a la osera, pero
también quería darle el gusto a papá y acompañarlo.
Una hora antes del cierre volvimos a ver a Winner.
Estaba tumbado a un costado del agua. Cuando me vio se levantó pesadamente, se
zambulló y vino directo adonde yo estaba. Nadie pareció darse cuenta que cuando
yo hablaba él trababa de comunicarse moviendo sus patas y su cabeza. Y así pasó
el rato hasta que vinieron los cuidadores a avisarnos que el Zoo cerraba sus
puertas.
Durante los próximos años insistí a papá muchas veces
en volver, y así conseguí que cada dos meses me llevara a visitar a mi amigo.
Cuando yo decía así “vamos a ver a mi amigo” mi padre sonreía contento por mi
entusiasmo, pero nunca me animé a contarle que podíamos comunicarnos.
Me llevó cerca de dos años construir nuestro lenguaje
por señas y así conocí su historia. Winner había sido traído del polo norte
cuando tenía menos de un año, extrañaba a su familia y el océano. Estaba
aburrido de la dieta que le impuso el veterinario y de escuchar a la gente tras
el vidrio protestar porque se movía poco.
Muchas veces tuve el deseo de romper ese vidrio y
dejarlo correr hacia su libertad, pero me daba cuenta que sin un plan no podría
ayudarlo. Pasé muchas horas pensando en cómo lograr regresarlo al polo norte y
anotaba mis ideas en un cuaderno.
La última vez que lo visité fue en los primeros días
del verano de 2012, cuando le conté mi plan magistral para liberarlo y que se
reencontrara con su familia. Era un plan genial, loco y audaz. Aprovecharíamos
su fuerza y mis conocimientos de la ciudad.
De esto hace unos cuarenta años. Luego del funeral de
mi padre fui a su casa y estuve ordenando sus álbumes de fotografías que
siempre cuidó como su tesoro. Y encontré esta fotografía junto a un recorte de
periódico del 26 de diciembre de 2012. ”Murió Winner, el último oso polar del
Zoo”. Aquel verano fue el que visité el Zoo.
Pero hay algo más. Al fondo de su baúl de recuerdos
papá conservaba mi cuaderno donde estaban mis planes de rescate, seguramente
esperando que yo los encontrara. El sabía que nunca acepté la muerte de mi amigo,
y que quise creer que finalmente había regresado a su hogar.
Esa es la razón, querido hijo, por la cual nunca te
llevé al Zoo. Mañana iremos y deseo que pongamos la mano abierta sobre ese
vidrio, porque la magia existe y… ¿quién sabe? Tal vez Winner quiera conocerte…
Excelente, José.
ResponderEliminarMuy triste, muy sentido, un relato que te llega al corazón. Me encantó cómo manejaste esa mezcla de ficción y realidad. El final, asimismo, sorprende (para bien) con su llegada y realza aún más el texto.
En fin, disfrutada mucho su lectura.
¡Saludos!
Cuando llegó la noticia de la muerte de Winner me puse muy triste porque era uno de los animales que siempre visitaba con mi hijo, quien es el que está en la foto. Hay una ficción que intenta mirar a un futuro plausible, pero con un un final feliz. Gracias Juan Esteban!
EliminarHola. Por un momento te creí, me dejé llevar por tu niño mágico y porque no? quien puede asegurar que ese diálogo no fue real.
ResponderEliminarMuchas gracias José Luis