miércoles, 14 de mayo de 2014

El último reflejo




Por Mauricio Vargas Herrera.

¡Bang!
El tipo cayó muerto en el suelo del baño. Lo había persuadido de que se suicidara y, por fin, se sentía real. Solo que seguía atrapado detrás del cristal.

viernes, 9 de mayo de 2014

Viajeras




Por José Luis Bethancourt.

—¿Ves? ¡Por eso mismo tenemos que irnos! Ni siquiera hay buenos hombres para poder formar una familia. Tengo una idea. Escuché que la Luisa Soleri tiene fama de solucionar cualquier problema que uno tenga.
—¿Luisa Soleri? ¿esa bruja? Me estás hablando en broma ¿no?
—¡Para nada! Y antes de quedarnos de brazos cruzados prefiero ir a verla. Y si no quieres acompañarme me voy sola —dijo mientras tomaba su cartera y se ponía de pie.
—¡Espera! Te acompaño. Pero tenemos que volver antes que nuestros padres despierten de la siesta.
La casa de Soleri estaba a la vuelta de la esquina. Era una de las más viejas del pueblo y tenía un aspecto deslucido y abandonado. Un cartel ruinoso sobre el marco de la puerta rezaba “Arreglo de ropa”.
Amalia golpeó tomó tímidamente el llamador de bronce con forma de puño y dio tres golpes suaves. Segundos después la puerta fue abierta por una extraña mujer. Alta pero encorvada, con el cabello canoso suelto y desprolijo. Su ropa olía a fogón y comida.
Con un gesto de su mano las invitó a pasar. María Inés dudaba, con cierto temor. Pero su amiga la tomó del brazo y casi la arrastró hacia el interior del zaguán.
Momentos después las tres mujeres estaban de pie en una sala pequeña y recargada de adornos, cuadros, relojes y espejos. Su aspecto no era lúgubre pero sí inquietante. No había allí ningún mueble, ni ventanas. Desperdigados por el suelo se veían almohadones de distintos tamaños y colores.
La payesera tomó un almohadón y se sentó. Las jóvenes visitantes la imitaron y se sentaron muy cerca una de otra. El silencio era intenso como la mirada inquisidora de Luisa. Lo incómodo de la situación para María Inés hizo que fuera la primera en hablar y le contara a la pitonisa el motivo de su visita, el deseo de viajar, la gran oposición de sus padres, y todo lo que habían leído y escuchado de la gran ciudad.
Soleri las escuchó y sin mediar palabra tomó una libreta que tenía entre sus ropas. Se puso de pie y caminó hasta la pared que estaba a su espalda. Descolgó uno de los espejos, de marco dorado y con forma de trébol de cuatro hojas. Arrancó una de las hojas de la libreta y escribió sus nombres “Amalia Gauna y María Inés Acuña”. Dobló el papel y lo colocó detrás de un espejo idéntico que estaba colgado en la pared opuesta.
Acercó el espejo a las mujeres y les pidió que echaran su aliento sobre él. Luego dibujó con su dedo un triángulo sobre el vidrio empañado y les entregó el espejo mientras les decía con voz ronca y baja:
—En el monte que está al sur de la laguna hay una piedra grande y oscura cerca de un paraíso ya muerto y quemado por un rayo. Tomen este espejo y párense donde la sombra de la roca toca las raíces del paraíso. Enciendan una vela y pónganla frente al espejo, sosteniéndola entre ustedes. Cierren sus ojos y pidan en voz alta viajar a donde deseen. Sus deseos se cumplirán si hacen lo que les digo, pero si llegan a revelar el secreto del espejo o a romperlo un gran perjuicio les acaecerá a ustedes y sus familias.
Dicho esto se dirigió a la puerta y la abrió de par en par indicando con su mirada que se fueran. Amalia y Maria Inés estaban pálidas. Tomadas de la mano se miraron y vieron mutuamente en sus ojos la decisión de ir al monte. Faltaba aún una hora para que terminara la siesta. Volvieron a la casa de Amalia, que estaba más cerca, y tomaron una vela. Luego rodearon la laguna por el sur y al llegar al monte corrieron entre los árboles hasta hallar la gran piedra tal cual le dijera la pitonisa.
Amalia tomó el espejo y María Inés encendió la vela.
—Cuando diga tres gritamos “quiero ir a Buenos Aires” ¿estamos?
—Sí, estamos.
—Cerremos los ojos… A la una, a la dos, y a las tres… ¡¡Quiero ir a Buenos Aires!!
Al abrir los ojos se sintieron aturdidas. A pesar de todo lo que habían leído y escuchado nunca pensaron que sería tan extraño el aroma del aire, los ruidos, la cantidad de gente y de vehículos que encontraron.
Cuando llegó la noche en la ciudad decidieron volver. Buscaron un rincón apartado de Plaza San Martín y repitieron el ritual con la vela y el espejo. “¡Queremos volver a San Cosme!” exclamaron al unísono.
Y en instantes estaban otra vez bajo la sombra de los árboles del montecito correntino. No podían salir de su asombro ya que parecía que solo había pasado una hora desde que se fueron. El sol estaba alto y el silencio de la siesta inundaba el pueblo.
Las teletransportaciones eran frecuentes y cada vez por mayor tiempo. Comenzaron a regresar a la casa al final de la siesta primero y luego al atardecer. Esto alertó a los padres quienes al indagar obtuvieron como respuesta: “Nos vamos todos los días a Buenos Aires viajando con un espejo mágico”. Tan extraña respuesta fue la comidilla de las comadronas y pronto provocó la risa y burlas de todo el pueblo.
Fue inevitable que llegara a oídos de Luisa Soleri. Cuando esta se presentó una mañana en la puerta de casa de los Gauna recordó Amalia el vaticinio de la pitonisa “Sus deseos se cumplirán si hacen lo que les digo, pero si llegan a revelar el secreto del espejo o a romperlo un gran perjuicio les acaecerá a ustedes y sus familias”.
Esa noche una gran tormenta se desató sobre San Cosme y al amainar solo dos casas habían sido destrozadas por el viento: las de Acuña y Gauna. En la primera María Inés revolvía como loca los escombros buscando el espejo. Pero había desaparecido.
Las dos familias se instalaron provisionalmente en el único Hotel, frente a la plaza y la Iglesia. Una semana después las dos amigas empezaron a tener náuseas y mareos. La visita al viejo doctor en Corrientes Capital dio como resultado el más insospechado diagnóstico: estaban embarazadas.
Esa fue la última vez que supo algo de las familias. Contrataron un servicio de mudanzas y se fueron prácticamente huyendo del pueblo envueltos en una nube de chismorreo y vergüenza.
La Soleri dejó sus artes adivinatorias, limpió su casa de artilugios y volvió a su antiguo oficio de costurera. ¿Y el espejo? Se dice que lo encontró el loquito del pueblo, un tal Huevo Martinez, pero eso es otra historia…