miércoles, 26 de septiembre de 2012

Ellas querían ser devoradas





Por Laura de la Rosa.


I

Diario La Nación, 20 de septiembre de 2012
Claudia Medina Castro Condenada a Cadena Perpetua
Leyó Claudia en el titular del diario. Pero lo que realmente decía era que su casi homónimo Claudio Medina Castro era condenado a cadena perpetua.
El Tribunal Oral IV de La Plata lo encontró culpable del triple homicidio agravado por alevosía de Esther Martínez, Irene Welter y Margarita Atkinson. Una sentencia ampliamente fundamentada, que consta de más de 300 carillas en donde se destacan las pruebas aportadas por la policía científica: cuchillos, utensilios de cocina, y muestras de sangre que se encontraron en el suelo de madera de una habitación. El agravante de la pena fue la pluralidad de víctimas y el hecho de que las tres mujeres fueron cocinadas y comidas por el hombre.
El caso no pasaba desapercibido en ningún lugar del mundo. Era un caso de canibalismo, el primer caso de canibalismo de esta índole en Argentina. Y justo, justamente el asesino llevaba prácticamente su mismo nombre.
Los medios de todo el mundo cubrieron el juicio, y en cadena nacional se vio como el otro implicado José Luis Bethancourt,  “El Gourmet”,  era declarado inocente por falta de pruebas.
El pacto de estos dos hombres era tan fuerte, la comunión era tan absoluta que uno solo había cargado con la culpa de ambos, sin embargo la opinión pública los condenaba a los dos. José Luis era el mentor de esta historia, Claudio el ejecutor, ambos estaban en este acuerdo. Pero uno iba a pasar muchos años en prisión y el otro iba a gozar de su libertad.
Claudia se obsesionó con el caso desde el primer día, no era para menos, fantaseó alguna vez que podría haber sido ella la cuarta víctima. No porque gustara de frecuentar talleres literarios sino por las veces que había compartido con José Luis algunos tragos.
Se conocieron en un blog, ambos despuntaban el vicio de las letras virtualmente, y llevaban varios años escribiéndose, comentándose o bromeando en alguna cadena de mail. Se conocieron de casualidad en la feria del libro y se cruzaron en algún evento de amigos en común. Se querían, con ese cariño que sentís por quien compartís un espacio virtual. Siempre le pareció un hombre extraño, demasiado raro para ser bueno, demasiado raro para ser malo.
Hace cosa de dos años, se encontraron a la salida del subte en la estación de Plaza Italia. Palermo estaba fresco. Se abrazaron ya que llevaban bastante tiempo sin verse, ella le comentó que debía esperar un par de horas y Pepe, así le decían cariñosamente, le ofreció esperarla en su casa. Dijo que estaba solo y que podían degustar un buen vino que quedó de la cena de la noche anterior.
Estuvo a punto de decir que sí, pero esa intuición que la acompañaba de niña, respondió por ella. No. Había algo en su mirada, algo distinto, efectivamente no era su mirada habitual. Él insistió pero la firmeza de Claudia en su negativa lo llevó a invitarle un café en el Havanna que estaba ahí cerca.
Estuvieron un rato, hablaron de amigos en común, de proyectos, de libros. Él habló de su separación y la mudanza, ella de la exposición de la cual iba a participar, dijo que estaba pintando poco, él que estaba escribiendo mucho.
Cuando llegó la hora de pagar, José Luis negó con la mano el intento de Claudia por tomar la cuenta y abrió su billetera para sacar los veinticuatro pesos que le salieron los cafés, mientras sin querer cayó sobre la mesa una pequeña pulsera que parecía de plata y que tenía unos pequeños dijes que simbolizaban el horóscopo chino.
—¡Qué precioso! —exclamó Claudia
—¿Te gusta? Quedatelá. No creo en esas cosas, usala, era de una amiga.
—Pero no, cómo voy a aceptártela.
—Quedatelá, ella no la quiere más.
Lo cierto es que Claudia guardó la pulsera en su cartera, porque el ganchito estaba roto, se saludó nuevamente con un abrazo y se fue. Unos días más tarde observaba atónita por televisión cómo su amigo era detenido junto a un cómplice sospechado del asesinato de tres mujeres. La sorpresa creció cuando descubrió que el otro hombre tenía un nombre muy parecido al de ella. Y fue mayor al saber que las mujeres habían sido devoradas por estos dos sujetos. No recordó la pulsera, ni el cuento.

miércoles, 19 de septiembre de 2012

Best seller





Por William E. Fleming.


I

Sus manos no olían a cadáver y muerte sino a una fragancia de rosas frescas. Cuando ella las apartó de sus ojos, con una sonrisa y un «Feliz Retiro» seguido por un coro de sus amigos de la oficina, sintió que podría volver a vivir. Pero siempre se equivocaba con todas las cosas que suponía fuera de las horas de trabajo.
Las risas inundaban toda la sala, los compañeros le vitoreaban, le daban aplausos, sonrisas, silbidos, convirtiéndole en el centro de atención. Nunca le gustó eso.
—Muchas felicidades compañero —los labios de Gladis se le marcaron en la mejilla. De aspecto risueño, labios siempre pintados y uñas perfectas, Gladis, era la secretaria que todo jefe quisiera tener. Eficiente, rápida, y siempre alegre. Casi como la madre de todos. Llevaba unas gafas de estilo cat eye, un poco viejas para la moda actual pero ella era así muy sesentera.
—Hey. —Alberto le puso un gorro de aquellos picudos de cumpleaños en la cabeza—. Dejadle, que tiene que cortar el trozo de pastel. —Todos se apartaron haciendo un pasillo hasta dejar ver una enorme tarta con forma de persona asesinada y el contorno de tiza hecho con fresas—. Vamos compañero, dale un buen aguijonazo. —Y este le tendió un cuchillo para el primer corte. Cuando atravesó, casi con saña, el dibujo de la figura del moribundo, todos gritaron y aplaudieron. Él, únicamente pudo cortar su sonrisa y petrificar una tristeza al recordar a Bibi.
—Yo quiero quedarme con la pierna derecha —dijo una voz desde el fondo. Los demás volvieron a reír.
La música subió. La gente cogía un trozo de cada parte del cuerpo. Gladis le sonrió con un poco de tarta en los dientes tiznándolos ligeramente de negro.
—Es una pena que te jubiles, Sebastian —lanzó un ataque al trozo de tarta que tenía en el plato de plástico desechable. Casi se le cae al suelo, como un bailarín en la cuerda floja, consiguió salir vivo—. Todos te vamos a echar de menos aquí.
—Hey —desde la lejanía Alberto le lanzó una figurita: era un viejo soldado de juguete, emblema de la división. Viejo, quemado y con una sola pierna como en aquel cuento—, Hombre de Hojalata. Parece que ya no vas a necesitar eso —dijo señalando a la identificación. Una reluciente placa dorada y verde. En las partes verdes rezaba: POLICÍA DE COLOMBIA. POLICÍA NACIONAL. DIOS Y PATRIA. Coronando la insignia un cóndor de los Andes con las alas extendidas.
—Ohh, sí —sentenció con una sonrisa despistada—. Los hábitos son difíciles de eliminar. —Hizo el ademán de devolver la identificación pero Alberto le sonrió: «No te preocupes ahora tenemos que celebrar que has terminado sin una bala en tu cráneo» dijo riendo mientras le tocaba la frente con el dedo índice. Las personas alrededor rieron la gracia. Sebastian sintió sus mejillas sonrojarse.

miércoles, 12 de septiembre de 2012

Lo mejor de Laura




Por Sebastián Elesgaray.


Viaje largo. Muy largo. Cómo los detestaba.
Dormir incómoda (si llegaba a dormir algo), las infinitas posibilidades de un compañero de asiento indeseable (en este caso un gordo que ocupaba más de lo normal y roncaba como un motor a punto de reventar), el paisaje austero y casi interminable de ciudades iguales, tan solo reemplazado por las llanuras insulsas a medida que el colectivo se acercaba a la provincia de Buenos Aires.
Pero había una buena razón. La mejor y más intensa de todas las razones. Suficiente para dejar a su hijo con su abuela durante una buena cantidad de días. Suficiente como para pedir licencia en la escuela. Suficiente porque la llenaba.
Literalmente.

Diario “El Día”, 27 de Mayo de 2012

Hoy sale en libertad José Luis Bethancourt, alias “El Gourmet”

Han pasado dos años de los atroces crímenes perpetrados por quienes se han dado en llamar “Los Cocineros”. Pero quien más polémica ha suscitado es José Luis (43), mejor conocido como “El Gourmet”. El apodo le fue dado en innumerables talleres literarios por los que ha pasado, y en los cuales dejaba su huella como un “excelente gastrónomo de historias”.
Y la polémica no es pequeña, ya que en el día de la fecha saldrá en libertad condicional. Será presentado esta mañana en una audiencia de legalización de captura, ante el juez de control de garantías Dr. Mauro Bidondo en el Cámara de Apelación y Garantías en lo Penal. Sin embargo, se conoció que la fiscalía no va a pedir una medida de aseguramiento ni le va a imputar ningún cargo. Al parecer, las pruebas en su contra no tienen la suficiente contundencia.
El detective que lleva el caso, Sebastián Elesgaray, no hizo ningún comentario al respecto con este diario, pero es harto conocido por todo su círculo que no está para nada de acuerdo con el fallo de la fiscalía. El abogado de José Luis Bethancourt manifestó su satisfacción y comentó que su cliente “solo quiere reincorporarse a la sociedad como un ciudadano más”.
Por otra parte, Claudio Medina Castro, su aparente compañero, será imputado por los asesinatos de Esther Martínez, Irene Welter y Margarita Atkinson…

Libertad. Era linda cuando se la tenía. Y hacía falta tan poco.
El amanecer se mostraba imponente. El semicírculo naranja asomaba por el horizonte y bañaba la piel de Laura resaltando sus rasgos finos. El pelo suelto, esparcido en el respaldo como un pequeño manto oscuro.
Bostezó. Se desperezó, hizo sonar las vértebras del cuello y aflojó la espalda. Miró a su acompañante, que seguía roncando como la más grande de las morsas. Le dio un poco de envidia pero no la manifestó.
Ya estaba llegando.

miércoles, 5 de septiembre de 2012

Algunos prefieren matar de noche





Por Mauricio Vargas Herrera.

Se recomienda leer primero el cuento de Juan Esteban: "Un muerto en el ropero".

Los feroces ladridos retumbaban en el bosque y, mientras huía, William recordó la vez que los oyó en la casa de al lado y que fue el inicio del atroz descubrimiento.
Estaba leyendo el último libro de King, que había comprado de inmediato cuando el autor anunció su retirada del mundo literario. El pobre ya estaba viejo y muchos habían considerado la idea como sensata. Su hijo sería el encargado, ahora, de llevar la batuta.
Como prefería la noche para escribir, William Fleming dedicaba la tarde a la lectura. No tenía problemas con el ruido ni nada, pues aquella casa le ofrecía la paz que necesitaba para enfrascarse en sus lecturas. Ni siquiera ahora, fecha en la que algunos salían en los bosquecillos cercanos a cazar, habían molestias. La noche era más tranquila aún, y casi que podía oir a las fantasmales musas susurrándole al oído los microrelatos que escribía como poseído por extrañas fuerzas.
Llevaba un par de años, aproximadamente, viviendo en el barrio de Buenavista, distrito Centro, en el Norte de Toledo y, lo que más provocaba fascinación, era que había adquirido la casa contigua a la de Emilio Ramón, uno de los escritores de terror más enigmáticos desde Howard Philips Lovecraft. Fue un golpe de suerte saber de la casa cuando se puso en venta y con las ganancias que le había dejado su más reciente publicación, William había decidido irse para allá de inmediato.
Si bien su vecino resultaba ser un misterio, su obra literaria no le había llamado lo suficiente la atención. Sí, leía algunas cosas que decían sobre él en la web y conocía su extensa bibliografía, y siempre se decía que ya leería alguna novela de él, pero hasta ahora no lo había hecho. Había visto en la vitrina de una pequeña librería de la zona la más reciente novela del tipo, El tren, que se anunciaba con escándalo por el hecho de que el autor vivía en la zona, y casi entró a comprarla, pero primero estaba el viejo Stevie.
Ahora ya iba por la mitad del tocho de novecientas y pico páginas y estaba completamente absorbido en la lectura, cuando oyó el auto que estacionaba cerca de su casa. Quiso pararse a ver, pero su cuerpo no quiso levantarse y lo agradeció sin despegar los ojos de las páginas. Pero sus oídos seguían atentos. Escuchó una breve conversación y luego al auto arrancar. Después vinieron los ladridos de los dos perros que su vecino tenía sueltos en la casa. Ladraban con fuerza, como si alguien quisiera meterse a robar, y no cesaban ni un segundo. Intrigado, William dejó el libro a un lado de mal humor y se acercó a la ventana de su estudio, que estaba en el segundo piso.
—¿Visitas? —dijo observando por un resquicio de la persiana.
En los dos años que llevaba viviendo allí, jamás había visto a nadie visitar a Emilio Ramón. Bueno, muchas veces llegaban algunos para tomarse la dichosa foto en la verja de metal, como él había logrado hacerlo en Bangor, Maine, pero eso no era una visita propiamente. Ahora sí que lo era.
Los árboles que rodeaban la propiedad de al lado apenas si le dejaron ver al hombre parado en la puerta, viendo atónito a los dos enormes perros que le ladraban. Era un sujeto alto y delgado, y miraba ansiosamente a su alrededor. Cuando dirigió su mirada hacia la ventana de su estudio, William retrocedió, esperó, y volvió a atisbar entre la persiana. Emilio Ramón estaba descendiendo por el sendero empedrado, calmó al par de rottweilers y le dio la bienvenida al otro hombre. Cruzaron unas cuantas palabras y desaparecieron en el interior de la casa.