miércoles, 25 de diciembre de 2013

Como si se tratara del destino




Por Laura de la Rosa y Darío Cuda.

(basado en la canción «Luzbelito y las sirenas»)


Y dijo el Señor a Satán: ¿De dónde vienes tú?
Y respondió Satán: He dado la vuelta por la tierra


1-

Nacer en este día, justo en este día, un día de festejos. Como tantas otras cosas que no elegí, yo no elegí esto. Ni ser el Goliath de este falso David, ni tus miradas de reojo, ni los festejos de un nacimiento que no es el mío, ni ser el hijo de mi padre, ni recibir este nombre que me condena desde la naturaleza misma de mi concepción.
Y el mundo me teme, y sus miedos me dan risa... Su llanto desesperado al solo verme me da risa; jamás se posaron un segundo sobre sus propias vidas, antes de juzgar mi nacimiento, mi instinto depredador, mi herencia.
Soy quien soy... aunque no te guste y esta soledad heredada va a acompañarme el resto de mis días. La eternidad. No la quiero, no la necesito ni la deseo soportar. Pero es, existe y ella también es quien hizo que sea quien soy. Esta parece una de esas veces en las que no tenés más remedio que leer las reglas, aceptarlas y jugar.
Como si se tratara de una ruleta rusa en la que sabés que nunca te va a tocar la bala en el tambor (Recordá mi nombre, nací para quedarme y no para desaparecer, aunque supliques, aunque ruegues y aunque hoy tu mañana se haya teñido de festejos que sencillamente olvidás los otros 364 días del año).
Podría pasarme el día escribiéndote mis deseos, diciéndote cómo tenés que hacer para evitarme, para evitar que mi nombre, además de la mía, sea tu condena... pero hoy festejás un nacimiento y entonces... tal vez esa tarea, tengas que aprenderla solito...

miércoles, 4 de diciembre de 2013

El bravucón en su laberinto



Por Juan Esteban Bassagaisteguy y Esteban Di Lorenzo.

(basado en la canción «Toxi-Taxi»)

1
Un día primaveral de 1995

Los alumnos salieron en estampida de las aulas cuando escucharon el sonido de la campana. Algunos fueron al kiosco de la escuela a comprar golosinas, otros a jugar a la mancha, las niñas a saltar el elástico, y el resto se dispersó por el patio del colegio.
Javier jugaba a las bolitas con Tomás ―ambos cursaban quinto grado― en la esquina más alejada de la Dirección. Sufría una miopía severa y, por ello, cada vez que se acuclillaba para lanzar sus lentes caían sobre el puente de la nariz; su contrincante no bromeaba sobre esta cuestión debido a que era el alumno más obeso de la división y sabía lo que era ser el blanco de las cargadas ―le dolía en lo más profundo de su ser―. Entre los dos se cuidaban y, junto a Federico y Martín, formaban un cuarteto de hierro y disfrutaban cada uno de los recreos de la jornada escolar (vivían en el mismo barrio e, incluso, se juntaban para ir y volver de la escuela en grupo).
El torneo diario estaba por terminar. Martín y Federico, eliminados en la ronda anterior, participaban de la definición de aquel solo como espectadores. El último recreo definía al vencedor, que se llevaba como premio las bolitas de sus competidores.
Javier ya había lanzado y estaba por ganar; la única chance que tenía Tomás de alzarse con el triunfo era meter la última bolita en el opi. Se agachó como pudo, apoyando todo su peso sobre la rodilla derecha y, cerrando un ojo para calcular la trayectoria, se dispuso a tirar. Pero una sombra le tapó el sol. Pensó que era una nube pasajera y se dispuso a seguir jugando cuando una patada en su estómago hizo que cayera hacia su izquierda, dejándolo   sin oxígeno. Era Luis María, el repetidor, un año mayor que sus compañeros de grado (cada vez que los veía alejados de las profesoras, los molestaba golpeándolos y robándoles todo lo que podía).
Gordo, tiro yo —dijo el adolescente hurtando su canica—. Cuando levantes toda esa grasa el recreo ya habrá terminado, ¡ja, ja, ja!
—Pará, Luis, mirá cómo está. No puede ni respirar —dijo Martín—. ¿Por qué no nos dejas tranquilos? Ya te dimos las monedas la semana pasada.
—¿Que los deje tranquilos? Encima de adoptado sos pelotudo, ¿no? Que les quede claro, todos los días hasta las vacaciones me van a tener que pagar. Si no, van a tener soportar las golpizas como le pasa al chancho este.
—Tá’ bien, tá’ bien. Agarrá lo que quieras pero no nos hagas nada —suplicó Javier acomodándose los lentes.
—Dejá de llorar, cuatro ojos. ¡Y no le digan nada a la profe porque va a ser peor!—gruñó Luis María golpeando su puño derecho contra la mano izquierda. Tomó las bolitas de los cuatro amigos riéndose con malevolencia y llevándose, con ello, la poca autoestima que le quedaba a Tomás.
Volvieron a clase sin decir nada a nadie: la represalia podía ser peor.
*****
Pasaron los días y, en cada primer recreo, Javier, Tomás, Federico y Martín le dieron sus monedas al bravucón. Hasta el jueves; ese día Javier no había llevado dinero y aparecieron los problemas.
Antes de que el recreo terminara Luis María pasó a buscar su cuota y, al no obtenerla en forma completa, no hubo forma de pararlo y la paliza que le propinó a Javier le provocó la rotura de un diente; además, le pisó los lentes y le rompió los cristales, quedándoles inservibles. Sus amigos lo tuvieron que llevar como si fuera un ciego hasta el aula. Él dijo que se había caído jugando al «poliladron». Sus padres lo vinieron a buscar y no se habló más del tema.