miércoles, 23 de julio de 2014

Rastros




Por Bibi Pacilio.

Lo quería matar, pero cuando busqué entre las muertes conocidas me distraje entre el veneno, las cabecitas de fósforos una a una y ese tiro tan certero como aburrido. Indudablemente la muerte no puede ser cosa de todos los días. Merece un escenario, palabras manchadas de sangre, pellejos esparcidos por el piso,  lágrimas dulces como la miel y una estocada final distinta a todas las conocidas.
Esta era una muerte inesperada, desencajada, necesaria. Y lo maté.
Antes, quería sentir sus latidos uno por vez. Antes me era necesario adobarlo, perfumarlo, acariciarlo, sentirlo tan dentro de mi ser como fuera posible.
 Antes,  antes de no sentir nada.
Rafael Alberti, quebró mis muñecas, borroneó la piel que me amparaba desde niña, la arrancó en cada grito de delirio, en cada goce, en cada dolor. Lo que ningún otro pudo hacer Rafael Alberti lo hizo avalado por la casualidad. Despojarme de mi esencia más salvaje, tocar con sus dedos fríos el punto exacto entre la perversión y el amor fue su condena.
Supuse que era un hacedor.
—Quiero más —me decía con los ojos desencajados y la libido ardiendo, más ruegos, más dolor, más gritos… Más… Mucho más… Pero nadie lo notó porque él era un cazador y yo apenas  un animal de costumbres.
Dicen que estoy loca, dicen que deambulo en un mundo sin retorno,  pero no saben lo que dicen los que dicen. ¿Cómo podrían cruzar esa línea que solo yo crucé? ¿Estando locos? ¿Estando cuerdos?
Nos conocimos en la facultad, nos desvestimos en el baño de un bar, nos devoramos en una noche sin preámbulos, nos hablamos en el silencio más absoluto, nos olfateamos sin perfumes conocidos. Nos laceramos con el permiso de los dioses y no pudimos sin embargo morir juntos.
Me adelanté a sus ruegos y lo hice por él. Solo por él.
Una muerte de a dos no hubiera sido perfecta, hasta supongo que Romeo y Julieta todavía se estarían riendo de nosotros. ¡Clones! Nos hubieran gritado en este siglo. ¡Estúpidos!… No merecen ni la hoguera… Ni el fuego ese que perfora mi clítoris, ni el afán de sabernos tan reales.
Ni siquiera un instante de agonía.
Me preguntaron mil veces por qué lo maté, me aburre que me pregunten tanto y tan poco. Les dije solo que aquel día tenía calor, que como nunca sentí su desamor, que lo vi ahogarse, casi sin aliento entre las viejas revistas de Playboy y sin pensarlo. Casi sin respirar, tomé coraje y lo olvidé.


El cuerpo que cayó desde la ventana no tenía huellas de sufrimiento alguno. Por suerte para mí seguía siendo admirado por todos… Por suerte para mí, que lo amaba, la autopsia no dejó rastros de mi locura.