(fotografía de José Luis Bethancourt) |
Por Claudia
Medina Castro.
Nadie sabe de la vida.
Nadie.
Un conjunto de sospechas se transforman
en dogmas con la facilidad de una recaída.
El hambre omnipresente cierra un círculo
con destino de espiral. Y miles de cuerpos reptan por paneles endulzados, con
penosa voracidad.
Certezas inciertas revolotean las auras
transmitiendo mensajes de mal gusto, inadecuados.
Y aunque algunos, pocos, degustan el
desafío de meterse en lo aborrecido para curtir el alma y forjar anticuerpos
desde el mismísimo núcleo del virus, no necesariamente denota verdadera
voluntad. Generalmente delata la incapacidad inherente.
Ella buscaba la salida del entuerto desesperadamente. Bien
atenta a los baches, a las señales y curvas, se encontraba en medio de diálogos
inexpertos y sonreía.
Sonreía.
Aunque sus vísceras brotadas bullían de incomodidad.
Nadie sabe nada.
Está escrito en las pupilas con sangre
negra, disecada.
Tampoco se sabe bien cuándo fue que se
perdió el rastro.
Ni siquiera en qué momento esa gama
desconocida se hizo habitual.
Todo cambió de color. Los brillos se
opacaron y los bosques desaparecieron dejando sombras que aún destellan a
gritos.
Ella no sabía siquiera con quién negociar. Ya nadie
mostraba la cara. Y
las máscaras eran cada vez más parecidas a aquello que nadie, nunca, se hubiera
querido parecer.
Buscando protección en una mirada amable o en unas manos
fuertes, rebotaba de karma en karma, lo cual sistemática y descaradamente le
quitaba toda su ya frágil vitalidad.
Nadie sabe de este juego siniestro.
La voz se va perdiendo por desuso y ver
los dibujos que la lava va formando en las planicies resulta ser la comedia de
los sábados.
Ella se sabía vigilada por una mezcla rara de egoísmo y
avaricia de algunos que pretendían estar.
Pero en definitiva no estaban.
Estaba sola.
Por las madrugadas, sueños inestables la acosaban,
implantando más inquietud al desconcierto de su alma.
Tanta mediocridad barroca, tanta cosa…
terminará disolviéndose y convirtiéndose en nada.
Y así fue.
Ella ya no tuvo ganas volver a su vacío lleno de
preguntas.
Prefirió seguir esos reflejos que latían en su nuca,
prometiéndole músicas eternas.
Y así se fue.
Sin ganas de mirar atrás.
Solo veía el viento que movía las hojas oscuras. Solo veía
ese hueco celeste surgiendo del plomizo cielo que la cubría.
Hay mundos aparentemente estables
haciéndose añicos.
Otros, no tan expuestos tal vez,
resplandecen eternamente.
.
.
Toda el aura de misterio que rodean tus letras abraza la imagen. De niño jugaba a ver formas en las nubes y mi niño interior veía un dragón ese día gris sobre la ciudad. Y todas las sensaciones enmarañadas de tu protagonista parecen envoverla en una llamarada de la boca de una bestia oscura. Gracias Claudia por entregarnos, una vez mas, tu magia
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