viernes, 1 de mayo de 2020

DE PANDEMIAS Y CAIPIRIÑA



Dentro de la incertidumbre que rodea a este ya indeseable huésped, el omnipresente Coronavirus, lo único cierto es que nadie estaba preparado para esta Pandemia. Y la historia nos muestra que siempre ha sido así.


Ocurrió con la Peste Negra en el siglo XIV que dejó un saldo estimativo de 70 millones de personas y en el siglo XX la llamada “Gripe española” o influenza quese cobró la vida de 50 millones de personas en más o menos dos años, entre 1918 y 1920. ¿se hacen una idea de lo que fue lidiar con esa catástrofe? Principalmente por falta de información y de conocimientos médicos.

En Europa y Estados Unidos se recetaba quinina, gárgaras con agua salada, preparados con arsénico o con aceite de ricino, e incluso en los Estados Unidos se comercializó un producto milagroso llamado “Grippura Spanish Influenza Remedy”, también recomendado para la tuberculosis. Otros bañaron a sus pacientes con agua helada y algunos los "sangraron", de manera económica y médica. También se recomendaba fumar, inhalando o tragando el humo, porque se pensaba que mataba al virus.

Hoy vivimos esta situación con el problema inverso: “Las personas cada vez demandan respuestas más rápidas y tienen a su alcance más medios y canales a través de los cuales reciben información, lo que abre el camino a la desinformación y la sobreinformación, porque son muchos lo que se convierten en expertos en manejo de crisis sanitarias, especialistas en pandemias, y lejos de comunicar información confirmada y precisa, se dedican a seguir generando más contenidos. ¡Estamos en la era de la sobreinformación que a la vez acaba en la desinformación!” (Paola Molina Noguera)

Seguro que les llegaron recomendaciones sobre recetas caseras diversas para protegerse o matar al COVID-19.  Pero no me voy a explayar en estos temas donde muchos se consideran expertos autodidactas sino que vuelvo a los registros históricos de siglos pasados.

Toda historia tiene dos caras, sobre todo cuando se trata de explicar algo que sea hecho popular, como el dulce de leche, el mate, la birome, y otras cosas por las cuales cada país se atribuye su autoría.

Desde el siglo XIX en Piracicaba (Sao Paulo) los terratenientes se dedicaban al cultivo de la caña de azúcar. El relato popular dice que muchos campesinos estaban enfermando en las plantaciones de caña por un brote de gripe española y uno de ellos, llamado Paulo Vieira, decidió preparar un brebaje medicinal mezclando la cachaza con limón, ajo y miel. Más tarde, se quitó el ajo y la miel y se añadió el hielo para soportar el calor de esa zona tropical, dando nacimiento a la Caipirinha

Regresamos al siglo XXI. En este caso nadie duda que es la bebida tradicional de Brasil, aunque se bebe en todo el mundo. ¿Le dieron ganas de preparar este sabroso y sencillo trago?

INGREDIENTES ´
1 o 2 limones cortados por la mitad a lo largo y sin la parte central blanca. Puede reemplazar la lima por limas
1-o 2 cucharadas de azúcar
2 onzas de cachaza (equivale a 30 ml o 2 cucharadas)
zumo de limón fresco a gusto
Hielo picado al gusto
Para servir (opcional):  Rodajas de limón

PREPARACION
En un vaso (mediano, no muy alto, de boca ancha) mezclar los trozos de limón con el azúcar y aplastar suavemente para que salga el zumo de los limones. Agregar la cachaza y revolver para que se mezcle bien. Volcar hielo picado a gusto y revolver suavemente. Decorar el borde del vaso con una rodaja de limón

En coctelera:  coloque una medida de cada ingrediente por cada vaso que vaya a servir, incluyendo limones aplastados. Agite bien y vierta en vaso con hielo picado. Luego revuelva ligeramente. Sirva inmediatamente adornada con una rodaja de limón.

VARIACIONES DE CAIPIRIÑAS CON DIFERENTES LICORES Y TRAGOS:
Caipiroska: se prepara con vodka en lugar de cachaza
Caipisake: se usa sake, y por lo general llevan frutas
Caipirissima: se usa ron en lugar de cachaza
Caipimojito: una versión del mojito con cachaza en lugar del ron
Caipirita: margaritas preparadas con cachaza en lugar de tequila, o también
Caipirila: caipiriña preparada con tequila en lugar de cachaza

miércoles, 1 de julio de 2015

Welcome back




Por Laura de la Rosa.

Y un día me separé.
Para los que se preguntan qué pasó, no sé si pueda llegar a responderles, lo que sí sé es que un día me levanté y la casa estaba grande, más grande y más vacía.
Claro que nunca nos vieron peleando, es que los dos teníamos muy buen sentido del humor. Tanto que hasta era gracioso vernos lastimarnos. Las indirectas que nos mandábamos eran como dagas en el medio de las costillas.
Si les decía que la casa parecía más grande no tienen idea de cómo se extienden las horas. El tiempo me sobra demasiado.
Me había desacostumbrado a ser una mujer soltera. Pero pensándolo bien, pasé la mayor parte de mi vida sin ningún compromiso.
Vos parecés un hombre, me decían, cuando las relaciones me duraban poco y nunca quería formalizar. Pero cuando llegaron los 40 sentí esa cosa loca que llaman familia y decidir dar el sí.
Un sí simbólico, un sí sin papeles ni gente mirando y brindando con copas sobrevaluadas.
Le dije sí al amor y al compromiso entre dos.
Pero no todo fue color de rosa, dos años duró y se terminó.
Los sorprendí, ¿no? Me veían muy enamorada.

Y hoy no sé qué hacer. Veo la hora y son las 8 de la noche, a los cinco minutos veo el reloj y son las 2 de la mañana. Y no comí.
Y no sé si comer, o irme a dormir. O abrir una lata y descorchar un vino.
En la heladera me queda un poco de ensalada de atún, me parece que voy a cenar eso y acostarme.
Pero me voy a tomar un vino.

Y ahora es cuando la relación con la separación se pone dura. Voy al cajón de los cubiertos y no encuentro el sacacorchos.
Reviso por todos lados, saco cosa por cosa y el destapador no está.
¿Se llevó el sacacorchos?
¿Podés ser tan mierda de persona de llevarte un sacacorchos? Acaso lo compraste vos.
Voy a buscar el teléfono para mandarlo a la puta que lo parió pero me acuerdo que borré todos sus números. Y no me los aprendí de memoria. 
Tendría que llamar a la madre, despertarla y decirle que la rata de su hijo se llevó el destapador.
Pero qué bronca tengo, hijo de puta, ¿qué más te llevaste?
La play, el LCD y el auto, vos.
Yo me quedo con las cosas de la casa.
Y las cosas son todo, incluido el maldito sacacorchos.

En el departamento de al lado hay ruidos, pero si le golpeo a las 2 de la mañana para pedirle que me abran una botella me gano el apodo de la borracha del piso.
¿A quién se le ocurre a esta altura de las circunstancias seguir metiéndole corchos a los vinos?
Lo voy a destapar con un cuchillo, como que me llamo Laura esta noche yo me tomo un vino.
Acá tengo un martillo para las milanesas, le pego a un cuchillo con  el martillo y listo.
El martillo no se lo llevó, si seguramente debe comprar comida en la rotisería.

Me acuerdo que cuando éramos más chicos, mis amigos empujaban un poco el corcho con el dedo y después con un destornillador.

Nada me funciona, voy a probar con el mango de una cuchara de madera.
La coloco sobre el corcho y AAAARRRGGG, hago toda la fuerza posible para abajo y el corcho entra con todo en el vino. ¡Vamos!
¡Nooooooooo, mi camisa! Está hecha un desastre, la tengo que poner en agua así sale, porque me parece que el vino tinto mancha.

Espero que no se haya llevado la palangana. Pero qué se la va a llevar, si en su vida se lavó un calzoncillo.
Listo, la dejé en Camellito.

No voy a cenar, mejor me tomo el vinito y a la cama.

Pero mañana sin falta me compro un sacacorchos.
Será de Dios, me acuerdo y me amargo. La soltería tiene esas cosas.

Mañana voy a estar mejor. 
Bienvenida a la soltería, Laura, welcome back.


miércoles, 10 de junio de 2015

Cuando se activa la magia




Por Mauricio Vargas Herrera.

Terminé la novela y viajé ese mismo día. Lo hice en bus, por la noche. Disfruto el trayecto por tierra cuando regreso a mi ciudad natal cada diciembre. Es como volver a casa luego de una larga y extenuante temporada por fuera, llena de lecturas, ensayos, presiones y trasnochos ambientados con el frío que azota las primeras horas de la madrugada capitalina. Además, fueron ocho horas en solitario para pensar en que había alcanzado una meta que años atrás resultaba intimidante y casi que imposible: sacar de mi cabeza una historia de largo aliento. Aquella era mi trabajo de grado, era la demostración de una disciplina asumida tal y como los escritores que admiro lo aconsejaban, pero sobre todo ¡era una maldita novela! De repente ese viaje nocturno que había hecho por los últimos doce años desde que me mudé a Bogotá adquirió un nuevo matiz de satisfacción y ansiedad, pues mi llegada implicaba la última etapa de aquel trabajo: investigar las historias que habían nutrido buena parte de la novela y recorrer los parajes que había descrito en busca de nuevos elementos que pudieran incluirse cuando debiera enfrentarme a la inevitable corrección.
Entré al Valle del Cauca a primeras horas del amanecer. Presencié el descenso de la cordillera hasta las inabarcables explanadas del departamento. Me gusta viajar en la primera fila: la vista que el enorme parabrisas ofrece es privilegiada y hasta las conversaciones de los conductores resultan la mar de entretenidas. Cuando el sol comenzó a asomarse, el viaje fue en línea recta y a toda velocidad. La región apenas se despertaba. Las plantaciones de caña por los alrededores anunciaban la proximidad de mi destino. Llegué a Cali una hora después del amanecer, con un incipiente calor dándome la bienvenida.
Iba a quedarme toda la temporada en el apartamento de una tía. Allí me esperaba mi mamá, quien había viajado meses antes a propósito del nacimiento de una nueva integrante de la familia. Lo primero que hice, luego de contar el obligado itinerario del viaje, fue que había puesto el punto final a mi trabajo horas antes.
Pasé los días sin pensar en cualquier cosa que tuviera que ver con literatura. Vi televisión hasta la saciedad, comí hasta quedar ahíto y salí cada vez que se me presentó la oportunidad. Sin embargo, estaba ansioso por registrar las insólitas anécdotas de algunos familiares sobre las leyendas de la región. Iba armado con cámara y grabadora de voz en mano.
Todo comenzó la última semana del año. Mi tía pasaría las fiestas en otra ciudad y en su casa de campo me quedaría solo con mi mamá. Era lo ideal: esa propiedad y esa misma región era donde yo había situado mi novela. Tendría el tiempo suficiente para pasar revista a los escenarios recreados y explorar las historias que allí habitaban.
La casa está a una hora de Cali. Viajamos por la tarde. En la noche, mi tía se despidió de nosotros y se marchó. Yo comencé a planear mi investigación. Mientras mi mamá preparaba la cena, tomé algunas fotografías de la zona en la oscuridad: esa misma propiedad y otra casa que alquilaban al frente eran los sitios en que los protagonistas vivían sus desventuras. A un extremo hay una casa más pequeña y es allí donde cada fin de semana se hospedan algunos familiares, entre ellos Camila y María Paula López, quienes inspiraron mi historia por las experiencias paranormales que habían tenido en sus primeros años. Su madre, Gloria Elsy, había relatado vagamente la historia en repetidas ocasiones. Esta vez quería registrarla con todos los detalles. Pero Gloria Elsy no suele acompañar a sus dos hijas, pues van en compañía de sus abuelos, y el próximo fin de semana en que las vería sería el primero del nuevo año, así que debía esperar.
Libre de responsabilidades y de computador e internet, esa última semana del año las dediqué a holgazanear, pero ante la presencia de algunos libros en la casa, fue inevitable retomar la lectura. Intenté, en vano, darle una segunda oportunidad a Gabriel García Márquez. Ni Ojos de perro azul, ni El general en su laberinto, ni Crónica de una muerte anunciada fueron suficientes para convencerme de su prosa despojada de diálogos. Entonces encontré alivio en un viejo ejemplar de Selecciones en el que aprendí todo sobre las cualidades olfativas de los sabuesos, la importancia de las flores en Oriente, la experiencia maternal de Shirley Jackson con sus tres hijos y las vistosas recomendaciones de los anuncios de mediados de década, cuando fumar era socialmente aceptado e incluso recomendado y cuando la cuarta velocidad en los autos era toda una novedad.
El 31 de diciembre llegó rápido y transcurrió con total sobriedad. Mi mamá, acostumbrada a los festejos familiares, tuvo que adecuarse a la indiferencia con la que yo recibo aquellas fechas, costumbre rápidamente adoptada en esos años que pasé las fiestas en compañía de mi papá, solos en Bogotá. Caminamos hasta Santa Elena, el pueblo más cercano, aproveché para conectarme en un cibercafé y responder algunos saludos en medio de la agitación que Facebook vive el último día del año, dimos una vuelta por el lugar y regresamos. Vimos los fuegos artificiales de una finca cercana estallando en el cielo nocturno. La casa del frente ya había recibido a sus ocupantes y mientras escuchábamos la música sabrosa que estaban poniendo, conversamos en el corredor exterior hasta que comenzó a ventear frío.
Los primeros días del año transcurrieron con normalidad. Visité a un personaje local que había incluido en mi novela. Se llama Walter Belalcázar, pero le dicen Chuchú. Tiene una fantástica casa museo llena de objetos antiguos. Aquella tarde lo encontré atareado con los visitantes, así que me dijo que regresara al día siguiente, que me invitaba a almorzar. Así lo hice. Estuvimos conversando hasta la noche. Me contó un montón de historias de tintes costumbristas, entre ellas, una que me llamó la atención: la de un cazador de la región que había atrapado y enjaulado a un pavo y que al amanecer, lo que halló dentro de la jaula fue una hermosa mujer desnuda. Era una bruja, indudablemente. En muchas regiones del país aseguran que las brujas se convierten en pavos o gallinazos.
Llegó el fin de semana y, con él, la entrevista. Luego de un suculento almuerzo hablé con Gloria Elsy, quien me relató el episodio que sus dos hijas habían sufrido cuando estaban muy pequeñas con una entidad a la que asociaron con El duende. Hace algunos meses escribí para este sitio un cuento al respecto de la leyenda. Camila y María Paula estuvieron presentes en la conversación y anotaron algunos detalles. Y como es inevitable cuando se tratan estos temas, fueron surgiendo anécdotas del mismo tinte, entre ellas el asunto de las brujas. Entonces Camila nos dijo que la mujer que vendía empanadas en un puesto callejero, diagonal a la iglesia de Santa Elena, era una bruja y que si uno quería comprobarlo solo bastaba mirarla desde lejos y decir «Si sos bruja, mirame» y la anciana obedecería. Su terrible naturaleza era de conocimiento público. Según decían algunos residentes, hace años los policías del pueblo vieron a un pavo deambulando por el parque central y decidieron atraparlo para comérselo al otro día. Lo encerraron en una celda. Al otro día, cuando fueron a ver, encontraron a aquella mujer, desnuda, tirada en el suelo. La coincidencia con la historia de Chuchú fue innegable. E inquietante.
Esa misma noche estábamos solos de nuevo. Acompañé a mi mamá a la tienda mientras sacábamos a pasear al perro de mi tía. Compramos algunos víveres y le preguntamos a la señora que atendía si sabía algo sobre el duende. Llevaba casi toda su vida viviendo en esa vereda. Ella dijo no saber nada. Sin embargo, un sujeto que estaba sentado tomándose una cerveza aseguró que conocía a unas muchachas a quienes las había asustado el duende y con inesperada amabilidad dijo que iba a llamarlas para que habláramos con ellas. Se puso de pie, montó en su bicicleta y se alejó. Regresé a la casa con el perro y la compra. Cuando regresé a la tienda, ya las muchachas esperaban para contarnos sus anécdotas. Me presenté, encendí mi grabadora, hice algunas preguntas y luego dejé que se explayaran en sus historias. Confirmaron, además, lo que se decía de la bruja que vendía empanadas en el pueblo, lo que acrecentó mi interés en ir a verla.
Mi tía regresó el jueves de esa semana en compañía de Juan Esteban, el sobrino del novio de mi prima. El chico tiene nueve años y una mente inquieta. Iba a quedarse con nosotros los próximos días para luego regresar juntos a la ciudad. Le relaté mi visita a Chuchú y las entrevistas que había grabado. Por la noche bajamos a Santa Elena. Quería conocer a la famosa bruja de las empanadas. El puesto ambulante estaba, en efecto, diagonal a la iglesia, como una especie de desafío ante Dios. Al frente estaba la panadería. Allí nos sentamos a comer mientras todos mirábamos con curiosidad a la anciana fritando las empanadas en un enorme pailón puesto sobre brasas ardientes. Era una anciana raquítica, con brazos tan delgados que se me antojaron a los de un pájaro, quizá evidencia de su oscura metamorfosis. Le dije a mi tía que me prestara su celular y le tomé varias fotos con disimulo. No me atreví a desafiarla diciéndole «Si sos bruja mirame» porque, además de temer a que respondiera a mi llamado, si la cosa no resultaba la magia de la historia se arruinaría.
El viernes mi tía decidió invitar, para el domingo, a algunos familiares a almorzar. Esa tarde salimos a hacer las compras. Al volver, las dos mujeres organizaron los ingredientes, Juan Esteban se puso a jugar por la casa mientras yo volvía a mi deshojado ejemplar de Selecciones. En la noche estuve conversando con mi tía y mi mamá en el corredor. Al frente, la casa de alquiler estaba encendida con nuevos visitantes. La música que estaban poniendo era mejor que la de familias anteriores. Había algarabía. Eran casi las doce. Me levanté a echar un vistazo y descubrí que la puerta trasera del carro estaba abierta. Lo hice notar, aunque hubo un detalle que en ese momento pareció sin importancia: la luz interior del carro estaba apagada. Mi tía y mi mamá se levantaron a ver la puerta abierta de par en par. Mi tía se preocupó y culpó a Juan Esteban.
—Seguro la dejó mal cerrada cuando se bajó —dijo ella. Entró en la casa a llamarle la atención, regresó con las llaves, cerró la puerta y puso la alarma.
El sábado, Camila, María Paula y sus abuelos regresaron a la casita de al lado, como de costumbre. Entre tema y tema de conversación salió el suceso de la puerta. Fue algo banal. Al llegar la noche bromeamos al respecto y me asomé a verificar si las puertas estaban bien aseguradas. No pareció haber nada fuera de lugar. Además, el auto estaba mojado. Mi tía lo había rociado con agua cuando regó las plantas que tenía en el corredor lateral. Ella llamó al señor que le cortaba el césped y lo citó antes de las siete de la mañana para que lo podara antes de que llegara la visita. 
Nos fuimos a dormir.
En ese lugar, cuando las luces se apagan, no se ve nada. No sé a qué hora me desperté con el estruendoso crepitar de la lluvia sobre las tejas. Supuse que era de madrugada. Todo estaba en silencio. Mi tía dormía en su cuarto y yo con mi mamá y Juan Esteban en el otro. Nadie se despertó. Yo, sin embargo, permanecí con los ojos abiertos hasta que la lluvia comenzó a amainar. Sentí que una mano me aferró el brazo. Supuse que se trataba de Juan Esteban en la cama contigua. Si la lluvia me había sacado del sueño con tanto impacto, el niño sin duda se habría asustado también. Intenté buscarlo con la mirada, pero la oscuridad era total. Mi mente divagó por muchos asuntos, tomé nota del impacto que generaba la lluvia a esas horas para una posible descripción en la novela y, no sé por qué, imaginé la puerta del carro abierta y el agua mojando todo el interior. «Qué tal si estuviera abierta», pensé. Luego me dormí.
El intempestivo ingreso de mi tía a la habitación fue lo que me despertó al amanecer. Estaba pálida del susto.
—Ve, mirá que la puerta del carro estaba otra vez abierta.
Al oírlo me incorporé. El sueño se esfumó.
Don Edinson había llegado faltando un cuarto para las siete, guadaña en mano, y había notado que la puerta estaba abierta y el agua se había alcanzado a entrar. Lo primero que mi tía pensó fue que se habían entrado a robar. Sin embargo, en el interior del auto todo estaba en su lugar. Lo segundo que pensó fue que había quedado mal cerrada, pero era imposible: yo mismo había verificado que todo estuviera asegurado y ella misma dijo que sería incapaz de rociarle agua al carro con las puertas mal cerradas. Además, la luz interior estaba, de nuevo, apagada. Si la puerta se hubiera abierto accidentalmente en medio de la noche, la luz habría agotado la batería, pero nada de eso había ocurrido. Alguien o algo habían abierto la puerta.
Mi tía fue a contarle a Jorge, quien cuidaba la casa del frente, aferrada a la posibilidad de que alguno de sus visitantes fuera el responsable, aunque las probabilidades eran pocas. Jorge le dio una explicación para nada tranquilizadora: según él, una bruja rondaba el lugar. Él mismo la había escuchado.
—O es el duende —le dijo—. ¿Usted sabe por qué las ramas de su palo de mango están tan bajitas? Es porque al duende le gusta columpiarse en ellas.
La ausencia de explicación nos dejó pasmados a todos. Mi tía lo relató durante todo el día tanto a los familiares que estaban en la casita de al lado como a los que llegaron desde Cali esa tarde para almorzar. Al caer la noche, mi tía me exigió que borrara de su celular las fotos de la bruja y estuvo convencida que había sido esa misma señora la que abrió las puertas del auto porque todos habíamos estado comentando sobre ella. Yo, por supuesto, no las eliminé; las pasé a mi correo electrónico.
Nada extraño volvió a suceder, quizá porque estuvimos precavidos esa noche.
Mi tía decidió protegerse. El lunes, muy temprano, empacamos todo y fuimos a Buga, una ciudad que queda a una hora de Santa Elena, famosa por su basílica del Señor de los milagros. Allí mi tía compró una estatuilla de la Virgen para el carro, una botella de agua y las hizo bendecir en la última ceremonia de la tarde. Cuando oscureció emprendimos el regreso a Cali.
Fue un extraño acontecimiento que no me dejó de intrigar hasta que, finalizando enero, estuve de vuelta en Bogotá. Les relaté el asunto a mi tutora de tesis y a mi amigo de la librería. Ella me hizo notar que todos los que estábamos en ese lugar pensábamos en función de mi investigación sobre leyendas y experiencias paranormales; todos estábamos en función de temas sobrenaturales y cuando uno está metido con tanto ímpetu en esos asuntos, la magia se activa y suceden cosas inexplicables. Alejandro, mi amigo librero, me dijo que la mente puede lograr cosas inimaginables y recordé que lo que había imaginado al despertarme con la lluvia aquella noche se había materializado. ¿Acaso yo había ocasionado lo de la puerta del carro con el poder de mi mente? Quisiera pensarlo, porque la idea de que la bruja haya sido la responsable me inquieta más. Si fue capaz de seguirnos hasta la casa de mi tía, ¿qué le impediría venir hasta Bogotá y tocar a mi ventana? Al fin de cuentas sigo pensando en ella, sigo contando su historia y conservo las fotos en mi computadora.
He leído historias de terror desde que tengo memoria y jamás llegué a experimentar tal incertidumbre como aquella vez. Puede que una noche descubras una luz encendida en tu casa y no sepas si fuiste tú el que la prendió y no recuerdas o fue algún fantasma. O quizá pongas tu celular en un lugar y aparezca, misteriosamente, en otro, y no se trate de otra cosa que un simple descuido. Pero situaciones como estas, que no ofrecen explicación racional a la cual aferrarse, son las que ponen en vilo nuestra realidad y demuestran que estamos a merced de fuerzas extrañas que hacen de la absoluta comprensión de nuestro mundo algo imposible.

miércoles, 27 de mayo de 2015

Niña del agua




Por José Luis Bethancourt.

Las luces amarillentas se difuminaban entre la bruma del río y el aire se llenaba de los sonidos de maniobras ferroviarias, metales que chocaban, chirriar de acero contra acero, gritos y órdenes contestadas muchas veces entre risas. El olor a hierro, aceite y combustible se mezclaba con el de la fritanga de los pescadores que aprovechaban el momento para hacer una pausa intercambiando anécdotas y exageraciones sobre el tamaño de los dorados conseguidos mientras el mate pasaba de mano en mano.
Todos los ruidos del embarcadero se callaron cuando el Ferry comenzó su lenta marcha. El viejo motor diesel parecía un gran gato ronroneando mientras serpenteaba sobre el Paraná. Las siluetas oscuras de los árboles sobre la costa semejaban gigantes guardianes de la Tierra. Grillos, ranas, aves y monos competían con el sonido de los motores en una extraña sinfonía.
Buscando un lugar tranquilo llegué a la popa. Apoyé mis brazos y mi mentón sobre la baranda para contemplar las aguas revueltas por el giro de las hélices. De pronto sentí que tiraban de mi ropa tratando de arrastrarme hacia el río. Quise gritar pero no lograba articular palabra. Emergiendo del agua una niña de largos cabellos plateados se aferraba a mi ropa. Sus grandes ojos celestes se fijaron en los míos y escuché, sin que moviera sus labios, una súplica. “¡Sálvame…sálvame!”
No sé cuánto tiempo estuve forcejeando, sentía desvanecerme y estuve tentado de dejarme caer y acompañar a los camalotes que flotaban como grandes balsas en la corriente. La lucha por liberarme era inútil, ahora sus cabellos rodeaban mi cuello y casi no podía respirar. Ya no distinguía el agua, ni la orilla, todo era una densa oscuridad. Sentía el sudor correr por mi rostro y la boca seca.
Sentí la voz de mi padre —“¡José! ¿Qué pasa?”— mientras desenredaba mis pies de las sogas y me ponía de pie. Una luz en mi rostro me encandilaba y yo sólo quería respirar y llorar. Refregué mis ojos y al aclarar la visión los rostros de mi familia y varios extraños me observaban.
Yo balbuceaba tratando de contarles que una sirena quiso ahogarme mientras me miraban con incredulidad. Mi padre me reprendió “Déjate de tonterías, te has quedado dormido y tuviste un mal sueño. Esto es culpa de tu madre que te deja llenarte la cabeza con todos esos cuentos que lees. Búscala y ve con ella que ya debemos irnos”.
El Ferry estaba detenido y amarrado en el puerto. Mi madre me esperaba cerca de la proa. Vi en sus ojos que sabía lo que me había ocurrido y era la única que me creía. Me peinó con sus dedos y mientras guardaba disimuladamente un largo cabello plateado que tomó de mi ropa llevó su dedo a los labios indicándome que no dijera nada más…


miércoles, 13 de mayo de 2015

Volviendo y trepando




Por Claudia Medina Castro.

Desesperada.
Desesperación hecha tiempo. Horas, meses, minutos.
Nada que decir.
Mi cabeza necesitaba algo que tanto calor no lo permitía.
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Días.
Miles de días trastornados, bochornosos, rodeados de espejismos.
Nada que hablar.
Solo esperar ocasos sangrientos con los ojos mudos llenos de espera.
Y una tela gigante gritando ideas, en silencio total.
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Tiempo de cuadros a media asta, sufriendo de incomunicación.
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Los Bajos nunca fueron mi fuerte. Aun así, elegí uno de esos lugares para nacer.
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Bajos pendulantes, como una cuna meciéndose al compás de un río marrón claro, empujado una y otra vez. Como si oliera mal.
Alejándose.
Tanto, que ya no podría decir que nací en el Bajo.
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Porque, en realidad, soy de los Altos.
Los Altos tan altos que no tienen contacto real con tierra alguna.
Altos que embriagan con su ingravidez.
Altos que apenas recuerdo.
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Algunos dicen que están a la vista en mis fotos, en mi make up, en mi forma de calzar.
Y en mi mirada buscando el cielo.
No sé.
Sé que recuerdo de ese día, uno de esos que llegan después de muchos, que algo oculto se hizo ver.
Una cinta amarilla llegó a mis manos, enfermas de aburrimiento.
Y esa tela suave y brillante las envolvió.
Y las hizo sentir muy bien.
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Inmediatamente sentí algo así como una enorme subida energética, inesperada, de tanto esperar.
Ansiada, hasta casi el olvido.
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Naturalmente, me dejé llevar por su corriente iluminada.
Un camino empinado que, mientras avanzaba, se transformó en una rústica escalera.
Y trepé, agarrándome con mis manos nuevas, hasta el lugar adecuado.
Lo sabía. Mi sangre lo sabía.
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Una vez ahí, todo salió parejito.
Estoy en órbita, en mi salsa. Punto caramelo. Todo liso.
Genial.
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Pero, ¿por qué me tironean los bajos?
Me tiran para abajo y me embarran con su suelo pesado y gomoso.
Algo en mí sabe que soy su alimento. Literal.
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Anidar en un estacionamiento diez metros bajo el nivel del mar siempre fue algo conocido y estable en algún punto.
Aunque agobiante.
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De vez en cuando aparecía una corriente gelatinosa y espiralada que me incitaba a flotar un poco, liberándome parcialmente de algunos que otros preceptos y grillos.
Aunque no siempre pude asirla lo suficiente.
Lo gomoso resistía con fuerza considerable.
Y poner primera era una tarea brutalmente áspera.
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Ante la aspereza es fácil renunciar.
Es lo más conveniente.
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Pero la sangre fluye, caracoleante, más allá de todo.
Es nuestra esencia. Nuestro designio.
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Y aunque el licor haya jurado que nunca te dejará, y esa música ligera prometa ser la última en tus oídos, la vida se impone.
Porque puede.
Y trepa.
Y trepana estratos de décadas perdidas, y profana miles de sórdidos anhelos.
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Trepa, atravesando todo. Sin descartar nada.
Y sigue hasta llegar a una altura que no conoce de medidas ni de tiempos.
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Dejando mucho ADN en piedras rasguñadas, y todo lo no hecho en escalones descoloridos y enclenques, llego al sector más adecuado para poder despegar.

Llegué a la Azotea.
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Ahora sí, me siento en casa.
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miércoles, 6 de mayo de 2015

El mundo es un lugar extraño




Por Bibi Pacilio.

Después de que las cucarachas invadieron la azotea, los ocho, sin mediar palabras, comenzamos a pensar en el exilio. Fui la última en irme.
No fue fácil olvidar, tampoco arrastrarme hacia abajo pero el aire estaba tan caliente que al abrir la puerta de hierro por primera vez sentí que estaba haciendo lo correcto.
Lo cierto es que el mundo es un lugar extraño pero esta vez había desaparecido. Ninguna calle, ni árboles ni sombras ni siquiera la mía poblaban aquella desolación instalada entre mis huesos. ¿Dónde estaban todos? ¿Por qué hasta los pájaros habían desaparecido?

Me detuve cuando el agua había alcanzado mis rodillas. Tendría que nadar, sumergirme en aquel extraño mar que lo abarcaba todo. Buscar algún tronco perdido que me sirviera para descansar. Sobrevivir.
Sabía que el “generador de partículas” podía fallar, pero ninguno de nosotros escuchó la explosión y ahora nos habíamos convertido en los únicos sobrevivientes de la Tierra. Elegidos por algún extraño designio, polizontes de nuestro propio destino.
¿Habría otros?
Algo ocurrió cuando un magnético viento me liberó del cansancio del sin rumbo y me escupió con todas sus fuerzas contra una puerta de hierro.
La misma de siempre, la que pensé a miles de kilómetros volvía una y otra vez ante mis ojos para señalarme el camino. Mojada, y con miles de preguntas sin contestar me aferré con todas mis fuerzas contra la pared de cemento hasta que una de entre ocho manos conocidas me sujetaron de nuevo.
Estábamos todos, allá arriba, festejando el fin de las últimas cucarachas.


lunes, 19 de enero de 2015

La tienda mágica


(fotografía de José Luis Bethancourt)


Por Noemí Mayoral.

Cuando la fina nieve caía sobre el impermeable azul de Juan, el frío parecía más intenso, en pleno invierno, la oscuridad de la noche tenía un sutil encanto y a pesar de las bajas temperaturas, que desde hacia varios días sitiaban la ciudad marítima del sur donde vivía, los autos y peatones se negaban a buscar refugio muy temprano.
 A Juan lo mantenía obsesionado la tarea inconclusa de  conseguir un regalo para aquel amor adolescente, que como una astilla, había quedado clavado en su mente y corazón hasta quitarle varias noches el sueño.
Ese mediodía, luego del almuerzo, había tomado la decisión de comprarle un obsequio a Leonor. No podía imaginar “qué”, tenía una confusa idea, pero el ese día era el indicado para ponerle el punto final a esa ansiedad que se tornaba infinita.
Le habían comentado que en una de las calles laterales a la avenida principal de la ciudad, podía encontrar alguno de esos negocios que ofrecían regalos de todo tipo y que se apreciaban desde sus escaparates.
Caminó un largo rato, mirando y mirando, sin poder encontrar algo que le gustase y entonces la angustia, ante la búsqueda fallida, empezó a ser su aliada.
—Otra vez perdiendo el tiempo —dijo en voz alta y una señora que lo escuchó, no pudo evitar una sonrisa.
—No me preocupo, porque todos hablamos solos y en voz alta cada tanto —dijo Juan, ahora casi en un susurro.
Al doblar en una esquina le llamó la atención la luz de una vidriera sobre la vereda de enfrente. No se había equivocado; había visto una vieja armadura medieval a lo lejos y ahora lo confirmaba, una lechuza disecada, algunas monedas y estampillas antiguas, un viejo fonógrafo y una máquina de escribir, además de la armadura, algunas de las piezas que ocupaban los estantes del escaparate.
Como en el tango había apoyado la ñata contra el vidrio sin darse cuenta, interesado en lo que estaba mirando.
Dudó un poco al entrar, pero como si un imán lo estuviese atrayendo hacia el interior de la tienda, abrió la puerta y entró.
Una campanilla colocada sobre la parte superior de la puerta, tintineó, anunciando su entrada, dio unos pasos y no vio a nadie, mientras se hallaba de espalda, sintió el saludo y la voz de un hombre, que parecía haber aparecido de la nada, al darse vuelta, vio a un hombrecillo de baja estatura, canoso, de hablar pausado y mirada tranquila.
—Buenas noches. ¿En qué puedo ayudarlo? —le dijo el hombre, de manera afable y esbozando una amigable sonrisa; se hallaba detrás del mostrador y tenía en su voz, una fuerza que se contradecía con su aspecto frágil.

miércoles, 31 de diciembre de 2014

Mujeres como cucarachas


Por Laura de la Rosa.

Introducción
A kilómetros de distancia quedaron mis ilusiones y escondida en la maleta que quedó en el ático, la burocracia de nuestro amor. La libreta de matrimonio, la escritura de la casa, y el papel que dice que soy la dueña del auto.
Ese día no quise discutir nada, en realidad fue la manera más fácil de evitar recibir explicaciones que no importaban ya. Ese día me di cuenta que pese a habérmelo negado, yo también me convertí en una cucaracha para esa familia, que también me arrastro en la basura que esconden, que soy uno más de ellos.
Lo cierto es que la vida me presentó un hombre muy distinto del que creí conocer, antes de la boda, y yo también era una mujer diferente de la que creía.
El accidente de su padre, cambió las cosas para siempre.

I
Recuerdo su familia, su padre pasaba largas semanas en el campo, y cuando venía al pueblo se quedaba solo unos días. Y nadie cuestionaba nada.
Cuando yo solía preguntar si no le parecía extraño, él se ofuscaba y decía que era totalmente normal que los hombres actuaran así. Que la estancia era grande y que los hombres debían ocuparse. Que el día que su padre no estuviera era su turno para tomar las riendas del negocio familiar.
Tenían algunas hectáreas en una comarca agrícola ganadera, criaban animales, los vendían. Cuestiones que yo no entendía y no quería entender.
Claramente sabía que era un hombre tradicional. Y sabía también que era cierto, el día que el patriarca familiar muriera, mi marido ocuparía su lugar.

Cuando el “viejo” llegaba, mi suegra preparaba un festín. Muchas veces traía pequeños animales de granja, pollos, conejos, patos y hacía de ellos manjares deliciosos. Otras veces y generalmente en días importantes traía chivitos o corderos recién carneados. Como el que trajo para el último año viejo que pasó con nosotros.
La mañana del 31 llegó temprano con un hermoso cordero listo para cocinar en el asador. La jornada comenzó con vino y música. Mi suegra, estaba radiante. Hacía mucho que no se veía un día tan agradable en el pueblo.
Los preparativos se sucedían como las horas, desde la limpieza del hogar, la preparación del jardín, la sazón de algunas carnes que también se comerían esa noche.
Todo era perfecto, aunque el vino se bebía en demasía, cosa que a mí ya comenzaba a disgustarme.
—¿Podrías dejar de tomar? —le pedí casi suplicando cuando vi que decidió hacerse cargo del fuego.
—Pero no me rompas las pelotas, querés —me gritó—, es fin de año.
No sé si fue la vergüenza por sus gritos o la mirada penetrante que me profirió su padre, que inmediatamente me fui caminado.
Mi suegra, que venía atrás mío y había visto la situación, le restó importancia. Sin embargo mi suegro, aprovechó el momento para lanzar el arsenal más pesado contra mí.
—Nunca permitas que una mujer te trate así delante de otros, qué se piensan estas cucarachas, que pueden venir a gritarnos en nuestras propias casas. Tu madre jamás me faltó el respeto así. Y aquí nos ves, cuarenta años juntos.
Mi marido lo miró en silencio, yo escuchaba todo mientras me dirigía a la cocina, esperaba en el fondo que me defendiera, pero sabía también que la denigración de la mujer era un mandato familiar.
Nos solían decir cucarachas, y se reían, decían que nos arrastrábamos por amor, por bienes materiales, por hijos. Que éramos insoportables, pero que estábamos desde siempre e íbamos a perdurar cuando ellos no estuvieran.
La verdad que les parecía una humorada, sin embargo, debajo de la risa, había una historia de sumisión de las mujeres de esa familia. Ninguna se rebelaba nunca. Ni mi suegra, ni sus hermanas, ni las cuñadas. Nadie cuestionaba esos comentarios. La palabra del hombre era la última y sus acciones eran intachables.
Yo estaba segura que cada uno de ellos guardaba algún secreto oscuro, pero eran temas que no podía hablar con nadie.

II
La noche de año nuevo, ya estaba llegando a su fin, y esperábamos un rato para brindar cuando mi suegro salió apurado de la casa. Nadie entendía qué pasaba; solo nos dijo que había problemas en el campo y que necesitaba solucionarlos.
Mi suegra le imploró que no se fuera, que faltaba poco para el brindis y que además estaba demasiado alcoholizado. Pero él no la escuchó, y salió para la estancia.
El brindis de esa noche fue frío, creo que todos intuíamos lo peor. Alrededor de las cuatro de la mañana, mi marido se levantó, hacía dos horas que nos habíamos acostado, pero ninguno de los dos decía palabra.
—¿Vas a la estancia?
—Sí.
—Te acompaño.
Creí que se iba a negar, pero no fue así. Condujo en silencio, y yo miraba a los costados de la ruta para ver si se había producido algún accidente. Llegamos casi cuando ya había amanecido y vimos la camioneta estacionada en la puerta de la chacra. Respiré hondo, supuse en ese instante que todo estaba bien. Sin embargo la cara de mi marido mostraba otra cosa.
— Acompañame —dijo y cuando entramos a la casa la escena fue desgarradora: sobre la escalera yacía el cuerpo de una mujer joven, bella, se la observaba golpeada y en la espalda tenía un disparo de escopeta.
En el sofá, semidesnudo, había un hombre con la cara destruida por el disparo y sentado a la mesa, el cadáver de mi suegro.
Una botella de vino, casi terminada y bañada en sangre y una carta, encontramos junto a él.
La policía creyó que fue un crimen pasional: aparentemente, ella era la mujer de mi suegro en el campo, y por lo que pude observar todos lo sabían, por eso alguien le avisó que estaba con otro hombre en la casa. Lo que decía la carta es un tema del cual no se habla.
Mi suegra lo lloró como si fuera un marido intachable; aún mantiene el luto. Mi marido se hizo cargo de la estancia a partir de ese momento y yo lo acompañé en silencio.
Evidentemente me convertí también en una cucaracha de las que decía el viejo. Aún no sé cómo llegué a este punto. ¿Será que las tradiciones familiares se mantienen?
Me pregunto esto cada vez que llego a la estancia y veo en la puerta el recordatorio de esta condición que dejó para siempre mi suegro.
  
(fotografía de José Luis Bethancourt)