(fotografía de José Luis Bethancourt) |
Por Mauricio
Vargas Herrera.
Cuando el vagón avanzó, Santiago se dio cuenta
que se había perdido de nuevo y decidió seguir el consejo que su madre para
esos casos: permanecer en el mismo lugar. Sin embargo, en el fondo sabía que
aquello no le iba a servir para nada.
Estaba en la última ruta de la noche. Estaban a
pocas horas de la Nochebuena y había logrado colarse en el atestado vagón para
llegar a tiempo a casa. La ciudad estaba hecha un caos y al interior del metro,
mucho peor. Entre el amasijo de pasajeros, fue fácil soltarse de la mano de su
madre. Intentó encontrarla de nuevo, pero se fue perdiendo entre la multitud y,
sofocado por los cuerpos enormes que lo devoraban, Santiago, de ocho años,
buscó la ventana del frente. Allí se distrajo observando el panorama oscuro de
los túneles y la llegada a cada estación, en donde mucha más gente esperaba.
Fue en una de esas paradas, no supo cuál —pues siempre acostumbraba a contarlas—
en la que decidió voltear para ver cómo el vagón se vaciaba a toda prisa y quedaba
solo en aquel lugar.
Tal vez su madre se percatara
de su ausencia. Quizá ya lo estuviera buscando. No demoraría mucho para que un
policía lo encontrara y lo llevara a su encuentro. Al fin de cuentas, el metro
debía estacionarse en algún lugar y alguno de los trabajadores del lugar lo
encontrara. Pero había otra voz interior que le decía lo contrario.
El metro reemprendió la
marcha y se adentró en un túnel que le pareció interminable. Notó que la marcha
se aminoraba poco a poco. Luego, las luces comenzaron a apagarse de atrás hacia
adelante. No podía huir de la penumbra que avanzaba poco a poco, engulléndose
la parte posterior del metro, pues al otro lado del cristal solo lo esperaba
más negrura. Se quedó petrificado y pronto sus ojos dejaron de ver.
¿Por qué había tenido que
perderse? Era una costumbre que su madre estaba cansada de reprocharle y por
primera vez, Santiago se tomó en serio las reprimendas y juró por enésima vez
no volver a soltarse de la mano de su mamá... si es que volvía a verla.
Aquel pensamiento lo
estremeció. Quería estar camino a su casa, al lado de su familia, jugando,
comiendo la cena que deberían estar preparando y abrir los regalos al otro día
y descubrir feliz que Papá Noel le había llevado todo lo que había pedido en la
lista que estaba junto al árbol. No podía quedarse encerrado en ese lugar.
¡Tenía que suceder un milagro!
Como respuesta a sus
súplicas, las luces volvieron a encenderse. Pero no fue el habitual destello
frío y blancuzco de las lámparas, sino una combinación extraña de rojos, verdes
y azules. Los parlantes emitieron un quejido, algo crujió, reverberante, y la
música navideña comenzó a sonar. El metro volvió a moverse con lentitud y
descifró en la oscuridad del túnel las vías, de las cuales alumbraban pequeños bombillos
con los mismos colores.
No supo cuántos minutos
pasaron. Santiago, como bien lo dijo su madre, se estuvo quieto y expectante.
Adelante comenzó a aparecer
un brillo esperanzador. “La salida al final del túnel”, pensó. El metro se
detuvo, silencioso, y abrió las compuertas. Santiago escuchó una tremolina de
voces acercarse a paso rápido y un montón de criaturas pequeñas, vestidas con
trajes raros y de orejas puntiagudas, se acercaron a él y lo llevaron a
empujones hasta las puertas del vagón. Lo hicieron saltar y lo condujeron por
las vías hasta una enorme cavidad, metros más adelante, en la que se levantaban
enormes moles de cajas. Se adentraron entre los arrumes. Santiago, estupefacto
y sin poder comprender, siguió avanzando, en silencio, entre las cajas que los
rodeaban y dibujaban senderos laberínticos por aquella bodega. Eran como edificios
de una ciudad en miniatura.
Al salir de todo ese caos,
llegaron hasta un portón. Uno de los duendes se alejó y tocó en clave sobre la
puerta metálica. Una rendija se abrió. El duende dijo unas palabras, apenas un
murmullo. En seguida, los sonidos de unos cerrojos descorriéndose retumbaron en
el lugar y la pesada puerta se abrió. Empujaron a Santiago hasta el interior.
"Pero qué pasa", preguntó al fin Santiago. Los duendes no dijeron
nada. Solo le indicaron que se quedara en el lugar. Las criaturas se alejaron y
cerraron la puerta a sus espaldas.
Hubo un momento de silencio.
No había nada en ese enorme cuarto, iluminado pobremente, a excepción de algo
enorme que se ocultaba bajo un manto sucio. Pronto, unos pasos pesados se
arrastraron. El murmullo se hizo más fuerte y por detrás de lo que fuera que
estaba oculto bajo el manto apareció un tipo gordo en camiseta de esqueleto,
con unos pantalones rojos y unas sandalias viejas por las que sobresalían sus
dedos regordetes. El vello en el pecho, hirsuto, se asomaba por la camiseta. El cabello,
blanco, estaba alborotado, como si se hubiera acabado de levantar y tenía una
barba incipiente que hacía días no se afeitaba.
Santiago sintió que debería
estar asustado, pero su cuerpo no parecía dar señales de alarma ante la
insólita situación. Entonces se limitó a preguntar lo obvio.
—¿Quién es usted?
—Pues Papá Noel —le dijo el
viejo.
—¿Papá Noel? —dijo, lleno de
asombro.
—El mismo que canta y baila —exclamó.
Si aquello era verdad, no lo
sorprendió. ¿Por qué habría de hacerlo? Recordaba a los Papá Noel que bailaban
y cantaban, pero todo el mundo sabía que era alguien completamente diferente al
que estaba parado frente a sus ojos.
—Qué pasa, niño, ¿no me
crees?
—Bueno, estee...
—Sí, lo sé, me veo diferente.
Santiago asintió. De repente
el sujeto dejó de darle extrañeza y más bien sintió lástima y hasta le hizo un
poco de gracia.
—Bueno, no puedo con los
estereotipos —dijo el viejo, acercándose. Le ofreció la mano. Santiago se
la estrechó—. ¿Tú te llamas...?
—Santiago.
—Mucho gusto Santiago. ¿Sabes
por qué estás aquí?
El niño sacudió la cabeza.
—Porque eres mi reemplazo.
Necesito a alguien que me ayude a repartir los regalos.
Santiago experimentó un
desconcierto enorme. ¿Papá Noel pidiéndole que le ayudara a repartir regalos?
Todo aquello era una locura. Nada tenía sentido. Tuvo que salir de dudas.
—Espérese —dijo Santiago con
autoridad—, ¿cómo es que usted es Papá Noel? Se supone que él vive en el Polo
Norte.
—Siempre me preguntan lo
mismo —dijo quedamente. Luego se dirigió a Santiago—. ¿Sabes cuántos Papá Noel
hay en el mundo?
—Uno —dijo el niño
categóricamente.
—No, no, no, son muchísimos.
¿Cómo crees que podemos repartir tantos regalos por todo el mundo en una sola
noche?
—¿Por la magia?
El viejo lanzó una carcajada.
—Hay en el mundo muchas
sucursales. Así se reparten los regalos. Este lugar no es más que uno de los tantos
centros de distribución. Y yo un empleado más.
El niño parecía
desconcertado.
—Es la verdad. Lamento
ser tan duro, Santiago, pero necesito aclarártelo para que puedas ayudarme.
¿Podrás?
Santiago lo pensó por unos
instantes.
—Vamos —insistió el viejo—,
pocos en el mundo pueden decir que han ayudado a Papá Noel a repartir regalos
en Nochebuena.
—Pero tengo que regresar a
casa —le dijo el niño.
—Yo te llevaré cuando
terminemos. El trineo es veloz. Último modelo.
El anciano se acercó a la
manta y lo descorrió. Era uno como los que había visto en la televisión, pero
rojo reluciente y con dos poderosas turbinas atrás.
—Rinde mucho el combustible —dijo
el viejo—. Nos llevará a toda marcha.
Santiago se acercó y se
subió. Era muy cómodo.
—¿Y los renos? —preguntó.
—En el Polo. Ya no los
usamos. Además, están muy viejos.
—Es una lástima.
—Mírale el lado positivo: nos
ahorramos mucho en comida.
Todo lo que Santiago había
pensado de la Navidad se había derrumbado en un santiamén, pero había adquirido
una nueva, extraña y excitante naturaleza. Además, ¡iba a volar!
Santiago le dijo que sí al
anciano y todos se pusieron en marcha.
El viejo se enfundó en un
reluciente traje y se puso una enorme barba postiza.
—Es por si alguien me ve —dijo
el viejo, ajustándosela y viéndose en el espejo—. También hay traje para ti.
El viejo abrió el armario y
sacó un traje de duende, como el que le había visto a los demás.
—Creo que es de tu talla.
Póntelo.
Le quedó perfecto.
Cuando salieron del vestidor,
el trineo estaba listo, con dos enormes contenedores enganchados atrás. Los
duendes estaban empacando los últimos regalos.
Pasados varios minutos,
abrieron una compuerta en un extremo del lugar. Calzaron el trineo sobre unos
rieles. El viejo lo encendió. Apretó un botón y las turbinas se encendieron.
—Vámonos —le dijo a Santiago.
En niño se montó de un salto
y se agarró, ajustándose el cinturón.
El trineo vibró cuando el
viejo metió el cambio y al hundir el acelerador, salió impulsado a una
velocidad exorbitante y alcanzó el firmamento en cuestión de segundos.
Santiago disfrutó aquel vuelo
y la repartición.
Fue la Navidad más extraña de
su vida.
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