miércoles, 31 de octubre de 2012

Acróstico





Por José Luis Bethancourt.


Encuentra La Silenciosa Azotea Nunca Terminada Observa Obedientemente Cuando Haya Oscuridad

El mensaje fue deslizado por debajo de la puerta del hangar a las 8 de la mañana del 8 de agosto. El día y la hora no resultaron desconocidos a todos los que se hallaban presentes aquella mañana. Años atrás, ocho para ser exactos, Bibi recibió una nota para asistir a ese lugar. Al llegar bien vestida la invitaron a pasar a un cuarto aislado y sin advertencia dos enfermeros la sujetaron mientras era inyectada en el brazo izquierdo. Nunca recibió respuesta a su pregunta “¿por qué?” ni ese año ni los siguientes siete años. Pero tomó muy en serio la advertencia de mantener estricto secreto sobre lo ocurrido y volver a ese lugar cada año. Nunca más fue inoculada pero cada vez un nuevo compañero era introducido en ese cuarto para recibir el mismo tratamiento y partir con una gran duda.

Esta mañana luego de que me inyectaran a la fuerza pude saber por el relato de todos ellos que era la primera vez en ocho años que recibían un indicio, una pista, algo que les daba razón para creer que tendrían una respuesta. Además de la particular misiva en formato circular dejada bajo la puerta había sobre la mesa ocho sobres identificados cada uno con nuestros nombres. Nunca me pareció tenebroso ver “José Luis” escrito hasta que vi el sobre dirigido a mí. Esas letras negras, grandes y de apariencia gótica parecían destilar un mal presagio. Dentro había solamente una llave numerada, al igual que en los sobres de mis compañeros de fortuna.

Tendríamos que salir de ese cuarto para tratar de descubrir qué ocurría... Apoyé mi oído en la puerta y no percibí actividad del otro lado. Sin dudar moví el picaporte y la puerta se abrió sin resistencia. Cautelosamente fuimos saliendo. Decidimos permanecer todos juntos. Nos unía un destino común y sin tener que mencionarlo sabíamos que solo sobreviviríamos a lo que viniera si permanecíamos unidos.

jueves, 18 de octubre de 2012

Ocho al ocho





Por Claudia Medina Castro.


Era sabido que no es fácil acceder a azoteas ajenas.
Eso hacía más complejo cumplir con el acuerdo irrevocable convenido horas antes en lo más alto del edificio de Juan.
Mis manos habían desaparecido un rato antes de llegar. A Mauro le pasó lo mismo. Bibi perdió sus ojos horas atrás, cuando se encontró con Juan en idéntica situación. A pesar de eso, no dudó en darme sus manos para que haga algo.

Mauro me seguía, manco también, incondicionalmente.

Y todo por ese mail anónimo y letal:

“Ya Están Muertos. Todo Lo Que Reciban Es Un Regalo. Todo Lo Que Puedan Hacer, Una Oportunidad.
Los Ocho, El Ocho, A Las Ocho, En Donde Todo Comenzó.”
No teníamos escapatoria. Y lo sabíamos.
A mi me tocó una parte complicada. Trasladarnos a los cuatro hasta el lugar de la cita, que era la azotea más antigua y emblemática de esa ciudad.
Edificio exótico como ninguno. Rodeado de gárgolas amenazantes y habitado por seres que aparentemente vivían de fiesta.
Cada piso tenía un sello diferente. Algunos llenos de antigüedades ignotas; otros vacíos; otros impenetrables.
Las gentes que vivían allí eran registradas y reconocidas por su ADN ancestral. Los ilustres y esporádicos visitantes lo hacían con un código implantado por sus anfitriones en la yema del anular derecho.
Solo para pocos.
Y nadie, NADIE tenía acceso a la última azotea. El motivo primigenio era que las voladizas terrazas privadas que lo circundaban eran demasiado redondas y completas, demasiado bellas para desear ir más allá... (Ni noción de que allá, en lo más alto, se sellaría cierta historia antigua para dar lugar a… bueno, a otra).

miércoles, 10 de octubre de 2012

Camaradas





Por Bibi Pacilio.


Desperté y estaba todo oscuro. Es cierto que para mis ojos  esto no hubiera sido un suceso digno de tener en cuenta, si mis manos hubieran olvidado, solo por una vez, el gesto cotidiano (el primero de la mañana) de golpetear los párpados con los dedos buscando ilusos una señal de luz.
Estaban vacíos y comprobé aterrada que el mensaje que había recibido la noche anterior no era un sueño. Ni siquiera me atreví a lavarme la cara, pensando que esos dos agujeros sin fondo, serían tan capaces de tragarme entera como de ahogar de un solo trago mi respiración. Por un instante las palabras del Dr. Sebastián Elesgaray volvieron a mi mente, “Primero el brillo, después la vacía oscuridad”.
Tardé más tiempo del habitual en colocarme el abrigo y cubrir la mitad de mi rostro con los anteojos negros que nunca había querido usar; encontrarlos en algún cajón de mi departamento me llevó varias horas y algunas manchas violáceas se dejaron sentir sobre la piel acalambrada por el miedo pero la sensación de mis índices hundidos en aquel abismo desató entre mis instintos uno que aún no conocía.
Tenía que hacerlo sola. Si hubiera pedido ayuda, los pocos seres en lo que todavía podía confiar habrían intentado inmovilizarme, llenarme de razones, aferrarme al consuelo de sus brazos sin detenerse en el mensaje, que por alguna inexistente razón, había traspasado mis órganos. Caminé la mañana por primera vez como si esas cavidades que ahora me sostenían me despojaran también,  de aquellos sonidos, de aquellos olores necesarios. Pisé fuerte las sombras, aspiré el perfume de las alcantarillas y me acordé del crepitar del fuego en alguna esquina.
Lo intenté todo, después del bramido del bastón que blanco voló por el azul, los pasos tentativos hacia el hielo perfumado, las lágrimas incoloras volviéndose chasqueares de periódicos, de suelas, de abanicos sin rumbo, aquella vez distinta cuando Sebastián me recordó que existían otros mundos, esos que con la lente alguna vez se olvidan. Tenía que hacerlo sola y cuando la puerta se abrió me sentí como el héroe que había caminado por fin.
El ocho de agosto, con dos agujeros en mis ojos y carente del elixir de mis sentidos llegué por obra de un sueño al primer escalón de una escalera infinita y por primera vez, cuando mi pie izquierdo tanteó la pared que me separaba de ese otro mundo paralelo, me sentí una elegida.
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miércoles, 3 de octubre de 2012

Ocho personas





Por Bibi Pacilio.


“Todas las fuerzas giran sobre la base del Santo Ocho”

Ocho personas, ocho razones y un número infinito que va a marcar el destino de todos.
Ninguno sabía el porqué del mensaje, pero todos debían estar ahí, a la misma hora. En el edificio más antiguo de New York, las pesadas puertas de madera se abrirían nuevamente para volver a cerrarse cuando solo las estrellas iluminaran sus rostros. La duda no estaba permitida, ni siquiera la curiosidad. Ellos, los ocho, sabían que no podían faltar a la cita, porque la voz que los había convocado era la que cada uno debía oír.
Sin presagios ni catástrofes, sin bolas de fuego iluminando el cielo. Esta vez y por alguna misteriosa razón, el día imaginado por el cine, temido por los devotos e idealizado por los fanáticos, había llegado.