Por Sebastián Elesgaray.
¿Puede un hombre
volverse loco por una mujer?
Ricardo se pregunta eso mientras mira el monitor. No
entiende muy bien la relación entre amor y desesperación. Tiene a su mujer y dos hijos, pero si ella
armara las valijas y se fuera, Ricardo emplearía esfuerzos en sus hijos, no en
ella. Sabe que hay cosas grandes en la mente humana, interrogantes específicos
que son imposibles de develar a menos que se les imponga un máximo de
atrevimiento. A eso se dedica, y no le importan los cómo, sino los porqué.
—Sujeto Leandro Nuñez,
treinta y dos años, argentino.
Por más que la grabación
de voz se activa automáticamente, no puede dejar de controlar la pequeña luz
roja que le indica que está funcionando. Toca la pantalla con un dedo
amarillento de nicotina, hace zoom al rostro barbado.
—Baja las comisuras de
los labios. Por décimo segunda vez en esta noche, está pensando en ella.
Leandro suspiró. Sentado
al pie de la cama, con las manos entrelazadas y un nudo en la garganta,
pretendió saberse libre cuando en realidad necesitaba una buena excusa para
hacer avanzar la
noche. Entendía sus infinitas posibilidades: un libro, una
película, un videojuego, música, un bar. Pero en el fondo sabía que quería
estar con ella y nada más. Así que volvió a suspirar y fue al baño a tirarse
agua fría en la cara.
Cuando salió,
desentumeció el cuello a base de movimientos lentos, rígidos; y después se
decidió por un film ucraniano estrenado hacía dos años. Tenía la esperanza de
que el sueño llegara pronto. Ella volvería en tres días, podía seguir
esperando.
¿Podía?
Por más que lo había
rechazado en un último beso de despedida, trataba de pensar con optimismo y
decirse que las cosas se iban a solucionar. La iría a buscar al aeropuerto, se
abrazarían, volverían a su departamento y se acostarían con sonrisas como
tantas otras veces.
¿Podía?
Se dijo que sí.
—Acá traigo al nuevo.
La puerta se abre. Entra
primero Saúl, el encargado de piso, gordo y de rostro enrojecido por la presión
alta. Siempre dice que va a ponerse a dieta, pero sus almuerzos consisten en
cócteles tan grasos como su propia cintura. Por detrás asoma la cabeza un joven
alto, flaco, con el pelo castaño desordenado y ojos pequeños que miran la sala
con curiosidad. Las luces parpadeantes son muchas, las pantallas parecen
interminables, y el metal aliado al plástico arma una base de operaciones
incontrolable para los cinco sentidos.
—Buenos días —dice
Ricardo, apenas mirándolo. Sabe que es una liebre asustada que perdió el camino
a la madriguera. Por
un lado le gusta explicar su trabajo, por otro lo fastidia como repetir un
monólogo gastado.
—Buenos días —contesta
el joven dando un paso al frente y extendiendo la mano en saludo formal—. Mi
nombre es Pablo Espinosa, seguramente ya vio mi currículum que envié…
Saúl lo corta en seco.
—Sí, lo vimos todos,
pibe. Que la UBA, Harvard, Princeton y la madre en coche. —El gordo da media
vuelta, y con una mano en el picaporte declara—: Acá el título en psicología y
los doctorados para lo único que sirven es para rellenar la pared de la
oficina.
Ricardo sonríe al
comentario y no deja de mirar el monitor. Su paciente se refriega los ojos,
sabe que no es sueño.
—Bueno, supongo que
usted tendrá razón —dice el joven en un tono moderado entre el falso respeto y
el desconcierto.
Saúl revolea los ojos.
—Obvio que tengo razón.
Diecinueve años en este lugar, me las sé bastante bien, no me las contó nadie.
Entonces hace algo que
provoca en Ricardo una carcajada seca: le da al novato un sopapo rústico en el
culo, que en el cuarto sin ventanas resuena tan fuerte como un disparo.
—Dale lince —le dice con
ironía—, dale con todo. —Y después le habla a Ricardo—: Te lo dejo, che.
Nuevito y virgen.
Ricardo levanta un
pulgar a modo de respuesta, volviendo la vista al monitor como quien busca una
excusa. Después, la puerta se cierra, y el joven Pablo parece consternado ante
el chirlo, como si estuviera en una cancha de fútbol y no en un centro de
atención psicológica de última generación.
—Sentate, pibe —le dice
Ricardo señalándole una silla giratoria.
El joven hace caso sin
dejar de mirar alrededor, fascinado.
—¿Aquella es la “Inducidora ”?
—pregunta con un movimiento de barbilla hacia un tablero repleto de botones,
largo como una consola de sonido.
—Ese es el teclado.
Prácticamente toda esta habitación es la “Inducidora ”.
Pablo asiente. Aparece
el primer silencio incómodo de la mañana, y para romperlo, tose sin mucha
convicción y se da un par de palmadas en los muslos. Ricardo parece concentrado
en su monitor, pero empieza a hablar con la facilidad de un profesor
experimentado.
—Seguramente leíste un
montón sobre todo esto, incluso mucho más que yo. Te recomiendo que lo tomes
como una lectura recreativa.
—Lo que me pide es
bastante difícil.
—Puede ser, pero
prefiero que aprendas de la nada y no influenciado por algún escritor pelotudo
que piensa que acá adentro somos monstruos.
Pablo no agrega nada.
Ricardo gira en su silla, satisfecho con el silencio del joven, y señala dos
pantallas haciendo una letra V con sus dedos.
—Monitor A —dice
moviendo el dedo medio—, y monitor B —dice moviendo el índice.
—El primero muestra lo
real, el segundo lo virtual.
—Exacto. El paciente que
ves ahí cree que está en su departamento una noche de fin de semana. Ahora no
me acuerdo si viernes o sábado. Cuestión aparte, siempre tenés que estar al
tanto de las dos pantallas, por más lindo que sea mirar la B.
—Ni que fuera de River
—bromea.
Pero no hace reír a
nadie.
Después acomoda la
espalda en la silla, irguiéndose, emocionado por el aprendizaje y las
posibilidades. El monitor A muestra un plano cintura de un hombre de entre
treinta y treinta y cinco años, con un poco de barba y los primeros kilos de
madurez asomando en la
barriga. Tiene el ceño fruncido, aprieta un poco los ojos. Su
rostro es la antítesis del sueño.
—Es posible que en el
virtual el tipo esté jugando al tenis o tocando la guitarra —continúa Ricardo—,
pero en este mundo puede estar mordiéndose la lengua y no queremos que se nos
muera desangrado.
Pablo asiente. El
monitor B muestra al paciente sentado en un sillón, dormitando frente a un
televisor de pantalla plana que pasa una serie de imágenes extrañas en blanco y
negro.
—¿Y qué van a hacer con
su memoria? —pregunta.
—Con la memoria no
hacemos nada. Ya debés saber que los recuerdos no se pueden borrar, hay que
pisarlos, ponerles otra cosa arriba. En este caso, nuestro paciente nos pidió
expresamente olvidarse de cómo su mujer lo dejó por otro.
La expectativa en el
rostro de Pablo es grande, porque no todos los días se tiene acceso a una tecnología
que puede cambiar de forma tan drástica el pensamiento humano.
—¿Qué le van a decir?
—pregunta.
Ricardo considera un
buen cambio en su rutina alargar a propósito un par de segundos. Después
contesta:
—Le vamos a decir que se
murió.
Leandro miró el día
nuevo como una pintura inentendible. Se refregó la cara, se metió en el baño y
abrió la ducha. La
película había resultado un somnífero falso. Para dormirse había probado
respiraciones largas y pausadas, un vaso de leche, masturbarse, y una pastilla
reguladora del sueño tan inservible que daba pánico. Al final se había dormido,
pero se había despertado con las sábanas enredadas en torno al cuerpo y un
dolor de cabeza encantador. Ahora, con el sol acariciando el departamento,
parecía que la cercanía de Sara era posible.
—Acá el único muerto va
a ser usted.
Ricardo gira la cabeza,
pero se encuentra con un puño y no tiene tiempo de pensar. Siempre fue rápido
con las deducciones, un psicólogo brillante y avispado; pero ahora, mientras
cae al suelo de espaldas, le parece que está a años luz de entender que sucede.
—¿Le pusieron un
recuerdo al presidente de Ecuador? —pregunta Pablo. Su tono no es más el de ese
joven respetuoso y con miedo. Se parece más al de un soldado.
Al de un loco, piensa
Ricardo.
—¿Desencadenaron la
movilización armada en Perú?
Y un puntapié le corta
toda posibilidad de respirar. Ricardo trata de levantarse, hacer sonar una
alarma, pero está viejo, fuma mucho, se siente pesado. Entreabre los ojos
llorosos, ve cómo Pablo traba la puerta y corre un archivador a modo de
barricada. Del otro lado se escuchan pasos apresurados, botas golpeando el
suelo. Ninguna parte de ese establecimiento queda exento de cámaras, Pablo lo
sabe, y hace un gesto obsceno a la que apunta desde el rincón.
—Yo soy psicólogo, no un
científico loco —dice casi gritando—. ¿Cómo vamos a permitir que esta máquina
infernal trabaje en las mentes de los humanos?
Ricardo levanta una mano
en un pedido de súplica silencioso, pero recibe otra patada y una segunda
trompada en la cara. Se
marea, piensa en sus dos hijos, cree que del otro lado la voz de Saúl es una
especie de espíritu redentor.
Extremistas hay en todos lados, se dice reclamando suerte a los dioses. Pero terroristas locos son pocos. Y mierda, este es uno.
Sus previsiones resultan
acertadas cuando ve que Pablo se desprende el cinto, desabotona el jean y se
baja a medias los calzoncillos. Su pene cuelga fláccido entre una maraña de
pelos castaños iguales a los de su cabeza. Ricardo piensa en las cargadas que
debería recibir en los vestuarios de fútbol.
Mentira. Este no es de los que hace deportes. Este se quedaba en la
casa leyendo y malinterpretando a Marx, al Che, o a cualquiera que quisiera
marcar un punto en eso de hacerse el revolucionario.
Ahora su mente funciona
más rápido, y mientras Pablo parece revisarse el orificio anal con la paciencia
de un filósofo, Ricardo se dice que tiene que hacer algo. Pero el cuerpo no le
responde, ve todo borroso y sabe que ese día va a morir, tan simple como que su
paciente Leandro Nuñez no va a volver a besar a su mujer.
Ex-mujer.
—No revisan
completamente a sus ingresantes —dice Pablo sacándose un tubo pequeño del
culo—. ¿Sabés qué es esto?
Se aferra al tablero,
quiere contestar, decirle que sabe que un explosivo de potencia moderada puede
mandar a la mierda media instalación, incluidos todos los componentes
principales de la
“Inducidora ”.
—Pará… —balbucea
levantándose. Su voz no es la suya, esta es ronca y horrible, pero aún así la
usa—. ¿Sabés lo que estás haciendo? Va a ser imposible recuperar todo esto.
Pensá un poco.
—Ya lo pensé, y ya sé
que va a ser imposible recuperar todo esto. ¿Se preocupa de que llegué hasta
acá sin repasarlo? Ustedes tienen el poder, pero lo están usando mal.
Y después deja caer el
pequeño tubo manchado al suelo. Lo mira, ni siquiera se preocupa en volver a
subirse los pantalones. Levanta el pie derecho y da un pisotón.
Si la memoria fuera un
ente perdurable después de la muerte, todo lo que recordarían ambos sería un
estallido blanco.
Después no hubo nada más.
Con narrativa un tanto extraña e imprecisa, deriva en un final JamesBondiano donde todo vuela al carajo. Trillado.
ResponderEliminarEl narrador supera en capacidad narrativa al relato. Le faltó trabajo.
La premisa inicial iba bien.
Sebastián, como te comentaba en otro lugar, siempre es un placer leerte y esta ocasión no es la excepción.
ResponderEliminarMe encantó cómo desarrollaste la trama, intercalando ambas historias y con un final estupendo.
Con un manejo de primera de las escenas de acción llegando al cierre del relato.
Muy bueno, che.
¡Un abrazo!