Por Raúl Omar García.
El lugar era gélido, pero a él no le importó. La mujer desnuda sobre el lecho le proporcionaba el calor corporal suficiente para mantenerse a la temperatura justa. Se acercó hasta ella y le acarició el cabello, el rostro y el cuello y, de forma juguetona, llegó a los pechos. Apretó uno de ellos y comenzó a sobarlo; entonces, su pene se puso duro. Se inclinó y se dedicó a lamer y morder el pezón erecto de la joven.
Deslizó una mano hacia la parte íntima de la muchacha y hundió los dedos en aquella hendidura exquisita; aunque seca.
Se mordió el labio inferior y empezó a desvestirse. Una vez que estuvo sin ropas, se colocó encima de ella, una rodilla a cada lado de sus caderas, y besó otra vez sus duros y firmes pechos, su cuello y debajo de la oreja. Desde allí exploró con la lengua cada centímetro de la pálida piel, hasta llegar al pubis. Una suerte de electricidad atacó al joven en los testículos, y se estremeció.
—No dices nada, ¿eh? —balbuceó, mientras intentaba separar las piernas de ella con las suyas para poder penetrarla—. No te hagas la frígida conmigo. —Pronunció estas últimas palabras con esfuerzo, dado que le costaba consumar la acción a causa de la estrechez que ella ofrecía. Cuando por fin logró «invadirla», e inició el meneo con énfasis, arriba y abajo, apretando las nalgas de su poseída, el intercomunicador sonó.
El joven se bajó de un salto y oprimió el botón para hablar.
—¿Qué?
—No le vayas a acabar adentro —le dijeron del otro lado—, que mañana le hacen la autopsia.
—¿Para eso me interrumpes? —Se volvió hacia el cadáver que había dejado en la camilla y suspiró con fastidio. Ya se sentía tan frío como ella.