miércoles, 27 de febrero de 2013

Sin retorno



Por José Luis Bethancourt.

Homenaje a Horacio Quiroga.

Con la ayuda de sus compadres aquel hombre alto, fornido y de tupida barba negra construyó una amplia cabaña sobre el recodo del río. Su carácter taciturno y apacible contrastaba con sus ayudantes que siempre hablaban alto, como si el trabajo duro bajo el calor sofocante y lo húmedo de la selva no les afectara.
Cuando estuvo terminada trajo a su mujer. Era, mucho más joven, de piel blanca y aspecto frágil como de una niña extraviada. A pesar de lo extraño que era verlos juntos había en ellos una armonía como si se conocieran de toda la vida. Pero en la intimidad que ofrecía aquel lejano paraje ella solía pasar varias horas del día llorando y mirando hacia el cerco de cañas.
Mas allá, la selva. Ese rumbo que él tomaba, transitando un sendero que dibujaba una tenue cicatriz sobre la enmarañada red de tacuarembó y se perdía finalmente bajo la húmeda oscuridad selvática.
Cuando el sol estaba aún alto emergía del cañaveral con su parquedad que parecía acompañar el suave arrullo del río durante la hora más calurosa del día y ella sonreía aliviada por la vuelta de su hombre.
Bajo la tenue luz de las velas Prudencio hacía torpes intentos de mitigar la soledad de Gina con palabras llenas de promesas y a la madrugada, en la oscuridad total eran sus manos vehementes las que hablaban y transformaban esa tristeza en un éxtasis breve acompañado por los gritos de los monos capuchinos y la algarabía de las urracas.
No solo la soledad oprimía el corazón de Gina. Su temor más profundo se hizo realidad tal cual lo soñara muchas veces. El no regresó al caer el sol ni en la siguiente tarde. La ansiedad no la dejaba comer, ni dormir. Al tercer día se plantó en el comienzo del sendero y lo llamaba a los gritos: “Prudennnciooo… Prudennnciooo”. Pero solo la selva parecía murmurarle. En la siguiente mañana se aventuró un centenar de metros por el camino buscándolo. Su corazón casi se detuvo cuando halló su brújula apoyada sobre una roca.
Se dejó caer de rodillas sollozando amargamente hasta que poco a poco llegó la calma. El grito lastimoso del guacamayo la sacó de su estupor. Frente a ella un viejo y gordo yaguarundí tenía entre sus garras a la incauta ave. Sin pensarlo le arrojó la brújula atinándole en el lomo al felino que huyó dejando al maltrecho guacamayo.
Regresó a la casa cargada con su angustia y el ave herida. La inesperada tarea de enfermera veterinaria fue algo a lo que aferrarse mientras luchaba para conservar las esperanzas. Y las necesitaba más que nunca desde que las náuseas le dieron la certeza de que una nueva vida crecía dentro de ella.
 Recogía larvas e insectos para alimentar al pájaro herido. Una vieja caja llena de pasto seco sirvió para acostarla mientras fabricaba una rústica jaula con ramas. Una vez que estuvo lista llevaba a su paciente dentro de ella cuando recorría la picada.
No pasó mucho tiempo sin que el colorido parlanchín la imitara y voceara el nombre de él constantemente. Su mejoría era notable y al tercer día Gina decidió dejarlo en libertad. Puso la jaula con la puerta abierta bajo el alero y observó cómo el ave salía y emprendía vuelo hacia la selva mientras gritaba “Prudencio, Prudencio”.
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miércoles, 13 de febrero de 2013

Juan y yo





Por Claudia Medina Castro.

Homenaje a Chuck Palahniuk.

“Descubre qué es aquello que más miedo te da y vete a vivir allí.” 
Monstruos invisibles

¿Un plan? ¿Tendrá un plan? La mera sugerencia ya resultaba irrisoria en un personaje como Juan. Imposible creerle ni la hora. Menos, cuando ponía ese acento afrancesado y neutro. Fue él el que se llevó consigo a sus seres más preciados para que vibren y sufran los bamboleos de su egocéntrica existencia. El mismo. ¿Da? No. No.

Volviendo a unos cuantos días antes, todo parecía relativamente bajo control. Unas casi vacaciones impulsadas más que planeadas por ciertos eventos latosos, como ser algunas denuncias de una mente aparentemente más desquiciada que la suya, ciertos cambios laborales, ciertas ganas de escapar, nada nuevo. Y yo ahí, acompañándolo.
Siento las vibraciones que emanan de esas paredes barrocas, su reino, nuestro reino y me sacan de tema. Porque lo que de verdad, de verdad, de verdad quiero es que Juan esté muerto. Porque mis padres quieren que esté muerto. Porque la vida sería mucho más fácil si Juan estuviera muerto.
Volvamos al principio del fin. Esto fue en la Gran Fiesta de Carnaval, esa que solo él podía armar y a la que todos, todos querían ir. Por supuesto, en su mansión heredada, como todo, de su poderosa y casi desaparecida familia. ¿Mi familia?
Todo lo mejor y en abundancia. Bocados, tragos, drogas, juegos y más.
Pasemos al momento Juan-sorpresa-Juan de la fiesta.
—¿Cómo es posible que no paremos de mutar y al mismo tiempo sigamos siendo el mismo virus mortal?
Lo dijo con la escopeta colgando de su brazo zurdo y obviamente sin esperar respuesta alguna bajó la escalinata pisando fuerte y lento (era su desfile glorioso, privado y personal).

miércoles, 6 de febrero de 2013

El tipo de la mesa de al lado




Por Bibi Pacilio.



"De mí se dirá posiblemente que soy un escritor cómico, a lo sumo. Y será cierto. No me interesa demasiado la definición que se haga de mí. No aspiro al Nobel de Literatura. Yo me doy por muy bien pagado cuando alguien se me acerca y me dice: me cagué de risa con tu libro". Roberto Fontanarrosa.


La verdad es que si el Pitufo no me lo decía, nunca me hubiera dado cuenta que el tipo se sentaba ahí, todos los días a la misma hora, medio tapado por la columna con cara de nada y un par de tazas de mate cocido en saquito que siempre dejaba por la mitad, no sé si por la cantidad de azúcar que le ponía, el Zorro se tomó el trabajo de contar los sobrecitos rotos una de esas tardes, o porque andaba con la billetera floja. Vaya uno a saber. Tampoco nos hubiéramos enterado que se la pasaba mirando la punta de sus zapatillas Topper si no fuera porque al Sordo se le puso en la cabeza que lo buscaba a él, “el hombre pierde las mañas pero no las culpas” lo increpó el Peluca y Marcelita volvió a las pistas de los recuerdos mientras los demás le echábamos, muy de vez en cuando, una relojeada al individuo, no porque nos interesara mucho su presencia pero siendo vecinos de mesa y en estos tiempos…
—Fijate que casi ni levanta la vista del suelo —me apuntó Beltrán que siempre fue muy observador y la verdad que el tipo parecía medio escondedor.
—Para mí que está vigilando a alguna minita
—No, muchachos, con esa cara de pelotudo lo único que puede vigilar es la telaraña que le cuelga al mentón del Nano. ¡Cómo les gustan los cuadros a los arácnidos estos!
La cuestión es que el hombre siguió firme en su puesto y nosotros sin escatimar personajes (la mayoría siniestros) ya no teníamos dudas que lo estaba haciendo a propósito. Raro que nunca nos dirigiera una mirada, teniendo en cuenta (humildemente) que siempre fuimos el centro de atención, “galanes al fin” y conste que el título nunca nos resultó pesado pero este tipo que encima se metía la uña en la oreja para escarbar no sé qué cosa, parecía como caído del catre, porque al cielo, doy fe no lo conocía ni de lejos.