lunes, 19 de enero de 2015

La tienda mágica


(fotografía de José Luis Bethancourt)


Por Noemí Mayoral.

Cuando la fina nieve caía sobre el impermeable azul de Juan, el frío parecía más intenso, en pleno invierno, la oscuridad de la noche tenía un sutil encanto y a pesar de las bajas temperaturas, que desde hacia varios días sitiaban la ciudad marítima del sur donde vivía, los autos y peatones se negaban a buscar refugio muy temprano.
 A Juan lo mantenía obsesionado la tarea inconclusa de  conseguir un regalo para aquel amor adolescente, que como una astilla, había quedado clavado en su mente y corazón hasta quitarle varias noches el sueño.
Ese mediodía, luego del almuerzo, había tomado la decisión de comprarle un obsequio a Leonor. No podía imaginar “qué”, tenía una confusa idea, pero el ese día era el indicado para ponerle el punto final a esa ansiedad que se tornaba infinita.
Le habían comentado que en una de las calles laterales a la avenida principal de la ciudad, podía encontrar alguno de esos negocios que ofrecían regalos de todo tipo y que se apreciaban desde sus escaparates.
Caminó un largo rato, mirando y mirando, sin poder encontrar algo que le gustase y entonces la angustia, ante la búsqueda fallida, empezó a ser su aliada.
—Otra vez perdiendo el tiempo —dijo en voz alta y una señora que lo escuchó, no pudo evitar una sonrisa.
—No me preocupo, porque todos hablamos solos y en voz alta cada tanto —dijo Juan, ahora casi en un susurro.
Al doblar en una esquina le llamó la atención la luz de una vidriera sobre la vereda de enfrente. No se había equivocado; había visto una vieja armadura medieval a lo lejos y ahora lo confirmaba, una lechuza disecada, algunas monedas y estampillas antiguas, un viejo fonógrafo y una máquina de escribir, además de la armadura, algunas de las piezas que ocupaban los estantes del escaparate.
Como en el tango había apoyado la ñata contra el vidrio sin darse cuenta, interesado en lo que estaba mirando.
Dudó un poco al entrar, pero como si un imán lo estuviese atrayendo hacia el interior de la tienda, abrió la puerta y entró.
Una campanilla colocada sobre la parte superior de la puerta, tintineó, anunciando su entrada, dio unos pasos y no vio a nadie, mientras se hallaba de espalda, sintió el saludo y la voz de un hombre, que parecía haber aparecido de la nada, al darse vuelta, vio a un hombrecillo de baja estatura, canoso, de hablar pausado y mirada tranquila.
—Buenas noches. ¿En qué puedo ayudarlo? —le dijo el hombre, de manera afable y esbozando una amigable sonrisa; se hallaba detrás del mostrador y tenía en su voz, una fuerza que se contradecía con su aspecto frágil.