miércoles, 19 de junio de 2013

El beso


"Los amantes", de René Magritte

Por Bibi Pacilio.
Dedicado a mi amiga Ebe Cané,
que me hizo conocer su obra.

La última vez que la besó le tapó la cara con un lienzo, sin embargo estaba húmedo todavía.
Dicen que sus labios desaparecieron para siempre, que en noches de luna llena sus ojos se vuelven rojos y un raro suspiro invade las calles de la ciudad de los malditos. Pocos la vieron transformarse en eso que nunca quiso ser pero cuando le taparon el rostro también aniquilaron aquello que la amparaba: su deseo.
No sé su nombre ni me importa, pero escribo lo que vi con mis propios ojos y no lo que me contaron aquellas otras lenguas, las que mientras se relamen, olvidan.
Aquella mañana yo estaba sentado en un banco de la Terminal, raro en mí que solo viajaba en avión y el mate de una desconocida, como un presagio, había acaparado en un solo sorbo,  la deformidad de un paisaje también deformado. No sé si fue el agua verde corriendo por mi cuerpo por primera vez o ese palo que a propósito contaminó mi garganta, pero lo cierto es que me ahogué y mientras el color azul teñía mis venas aún vírgenes, sentí la falta de aire y me acostumbré al abismo.
Gemía. No sé si de dolor o de tristeza (a veces la tristeza bulle ligera y no se acostumbra a los sentidos). Imaginé una montaña, como esas que miramos lejos pero que nunca nos atrevemos a escalar y la boca se me llenó de tierra, se me hizo espuma, se olvidó de los fluidos eternos y se secó. No me gustó el sabor del silencio pero aunque intenté exterminarlo con todas mis papilas gustativas había perdido también el sabor. Quise levantarme, una pierna, luego la otra, con los pies oxidados me puse de pie y ni siquiera caminar me quitó el desatino de su imagen. Al principio la vi de espaldas y me hubiera gustado sacar una fotografía que pudiera dar cuenta de su existencia pero todo pasó muy rápido y me quedé con la leyenda, siempre fue más cómodo creer lo que otros creen. Tonto yo, aún profesando que existen los fantasmas.
Cuando me dijeron que algunas veces se la veía subir a un tren, no les creí. Estábamos en el lugar equivocado, no había trenes, ni estaciones con paredes de cal, ni siquiera la presencia de un rostro  conocido en busca de otro rostro, apenas un maldito palo verde que sin querer se había enredado en mi garganta para permanecer quién sabe hasta cuándo. Sus ojos tenían el color de un río desconocido, ese que sin invitarme a entrar había anclado entre la piel y la carne solo para soñarlo. Era ella la pequeña figura de alguien me había hablado alguna vez y que ahora respondía a mi sonrisa socarrona con un suspiro. La mujer que en otra vida, en otro lugar (perdón si mi memoria se hace débil), en otro tiempo, había azotado mi morada.
Me besó por última vez y se desvaneció entre las sombras. Ya sé que otra vez en una mañana de junio, volví a perder mi cordura pero sentado en ese banco, mientras deseaba ser otro, cuando la vi con un lienzo tapando su bello rostro y sin poder decir “adiós”, solo lloré como lloran las noches de luna llena cuando una mujer busca en el rostro tapado de su amante un nuevo amanecer.
Fue un beso húmedo, el último sabor a mar que se enredó en mi pelo.


sábado, 8 de junio de 2013

Casa de muñecas



Por William E. Fleming.
(basado en «Ojos rojos»)

1
Pasaba todos los domingos de descanso fuera de mi casa todo el día. Iba de un lado al otro viendo la gente pasar, jugando en el parque… La verdad es que estar todo el tiempo en mi casa, por el trabajo de diseño, me había convertido en una persona que disfrutaba los domingos con la apenas interactuación de la gente. Me sentía con mi ojo analítico como un científico mirando un laberinto lleno de ratones o un aburrido Dios en su día de descanso.
En uno de aquellos paseos, llegué hasta aquellos mercadillos que la gente saca fuera de las casas, para poder vender todo lo que tienen. La casa colonial en cuyo jardín reposaban todos los trastos y cosas para vender era una excelente vivienda de principios de siglo. Pocas de esas casas debían seguir en pie desde hace tantos años. Magníficamente cuidada y en perfecto estado de conservación. Viendo todo lo que ponían a la vente auguré que sería una mudanza o un intento de pagar la hipoteca.
Empezando a curiosear di con una preciosa casa de muñecas de estilo colonial. Era increíble como los detalles tan perfectos en sí, hacían que el valor de aquella pieza fuera incalculable. «Disculpe, por cuánto vende este casita» le dije a la joven que vigilaba y cobraba a la gente. Su rostro risueño se tornó triste y asustadizo cuando señalé el objeto. «No está en venta» dijo una mujer mayor supongo la madre. «¿Qué van a hacer con ella?  —pregunté curioso—. «Vamos a quemarla después de vender todo —dijo sin inmutarse acariciando el hombro de su hija. Ante la negativa a su venta rebusqué entre los trastos de la familia sin apartar los ojos de aquella obra maestra. Siempre me habían fascinado las obras hechas en madera, para mí eran como los antiguos diseñadores. Mientras estuvieron ocupadas las dos mujeres con otras personas, sin poder esperar más, cargué sobre el hombro la casa y dejé algunos billetes, mucho más de su supuesto valor en la misma zona donde esta reposaba.