Por José Luis “Pepe” Martinez Vargas.
—Ven —invitó a su acompañante—, la vista desde aquí es preciosa.
—Sin duda lo es, pero no quiero salir, está a punto de llover y no quiero mojarme el traje.
—Si no estás a mi lado, ¿cómo podrás tener todo esto? —dijo Luna mostrándole el nacimiento del busto.
Se habían conocido en la recepción y él ya fantaseaba con los pechos de Luna.
—Pequeños y firmes por toda la eternidad —murmuró saboreándolos.
—¿Dijiste algo? —preguntó Luna.
—Que mi abuelo siempre decía, todo lo que no cabe en la mano es un desperdicio —dijo con una sonrisa lasciva.
La chica soltó una melodiosa carcajada. Lo sentó sobre la cornisa decorada que rodeaba la azotea.
—¿Qué haces?
—No temas —dijo Luna acariciando la nuca del joven—, te haré algo que nunca te han hecho antes.
Al decirlo deslizó sus manos por el cuello del chico hasta llegar a su pecho, no había músculos definidos pero su piel morena la volvía loca. Con delicadeza tomó los pliegues de la camisa oxford y tiró de ella hasta arrancar los botones. Él trató de tocarla, pero Luna evitó sus caricias con una mirada coqueta. Continuó recorriendo delicadamente el abdomen, sintió la respiración agitada del hombre que deseoso de que llegara a la zona movió su pelvis con un ritmo marcado. Por fin Luna liberó a la bestia de su prisión de tela y tomándolo con su mano izquierda dijo:
—¡Tu abuelo tenía razón, todo lo que no cabe en mi mano es desperdicio!
Sin dejar de sonreír cortó de tajo el miembro, apoyó la palma de la mano en el pecho del hombre arrojándolo al vacío. Él sorprendido y horrorizado al unísono, solo distinguió la silueta de Luna en la azotea mientras caía víctima de su lujuria.
FIN