(fotografía de José Luis Bethancourt) |
Por Bibi Pacilio.
No se puede
huir del amor aunque hayan pasado más de veinte años. Tampoco del destino.
No sabría explicarles por qué la Chacha se enamoró de Jacinto Romero,
pero se cuenta que el día que se vieron por primera vez aparecieron en el cielo
fuegos artificiales. La fiesta más importante del pueblo acababa de iniciarse
cuando se cruzaron en el medio de la plaza. No fue un encuentro común porque
ella acababa de enviudar y las ropas negras empañaban su rostro. Seguramente
fue una lágrima perdida la que hizo que
él se agachara a recoger semejante tesoro, alejándolo definitivamente del lugar
de privilegio que el arrugado traje gris le había impuesto a sus días.
Apenas se rozaron las plazas se multiplicaron y durante los días
subsiguientes nadie los vio acariciando una piel inexistente que los llevó
hacia esos sueños inacabados siempre pero tan reales como el reloj que esperaba
el día después.
Jacinto Romero nunca tuvo agallas para dejar a su esposa. Por eso
después de pagar la última cuota, desapareció para siempre de la vida de la
Chacha.
El camión había quedado huérfano de padre pero la Chacha imaginó por
largo tiempo que volvería a convertirse en un pasaje hacia paisajes paridos en
palabras, adormecidos entre los ojos, dibujados entre el infinito de los
paraísos y el celeste de algunos cielos.
El tiempo derrotó lo efímero y en el pueblo dejaron de anticipar
finales para el secreto a voces que alguien guardó entre las hojas de un libro
que hasta hoy, nadie abrió.
Como dos desterrados, durante algunos meses viajaron entre brisas, por
corrientes marinas, sobre el césped, a lomo de algún viejo banco de la plaza
más lejana, en silencio. Viajaron melodías, atardeceres y despedidas furiosas.
Se movieron sin apenas dar un paso, hasta que la Chacha lo vio y lo llamó “El
vaporetto”. Al principio, Jacinto solo rió durante tanto tiempo, que en su
vieja farmacia pensaron que por error había ingerido una de esas pócimas que
acostumbraba preparar para calmar los dolores del cuerpo y del alma, pero
cuando la madera perfumó el espacio, se dirigió a la casa del inglés cada día,
hasta convencerlo de que se lo vendiera.
El camión los llevaría hacia el mar, se convertiría en refugio de
noches estrelladas, por extraño que pareciera “el vaporetto” soltaría amarras y
ya nadie podría detenerlos. Soñaron hasta desfallecer. Partieron antes de
partir.
Por eso la Chacha lloró mares enteros cuando Jacinto se echó atrás, la
esperó como cada tarde en el banco de la plaza y después de entregarle la llave
de su destino, le confesó entre lágrimas celestes que no podría seguirla.
El día que
cumplí veinte años salí en busca de la imagen que había caído de entre las
páginas del libro que estaba leyendo, no recuerdo si era de un autor inglés
tampoco estaba seguro si había pertenecido a algún miembro de mi familia, lo
cierto es que como una brújula el papel me llevó hacia las afueras del pueblo,
donde lo encontré.
Los árboles parecían resguardar aquel tesoro de madera lustrada que se
aparecía iluminado por los últimos rayos del sol. Abrí la puerta y cuando
respiré el asombro de mis pocos años, supe que “el vaporetto” había llegado por
fin al puerto deseado.
La risa de Jacinto invadió el
espacio y una voz parecida a la de mi madre, a la que nunca conocí, me
invitó a iniciar el viaje.
Cuando tomo una fotografía veo más allá de la estética de la imagen, porque cada objeto transporta historias, olores, sabores. Y esta bella historia de encuentros y desencuentros, de idas y vueltas, no podía tener mejor compañero que el viejo "Vaporetto" porque "no se puede escapar del amor". Gracias Bibi por regalarnos, una vez mas, tu talento.
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