miércoles, 26 de noviembre de 2014

El vaporetto


(fotografía de José Luis Bethancourt)


Por Bibi Pacilio.

No se puede huir del amor aunque hayan pasado más de veinte años. Tampoco del destino.
No sabría explicarles por qué la Chacha se enamoró de Jacinto Romero, pero se cuenta que el día que se vieron por primera vez aparecieron en el cielo fuegos artificiales. La fiesta más importante del pueblo acababa de iniciarse cuando se cruzaron en el medio de la plaza. No fue un encuentro común porque ella acababa de enviudar y las ropas negras empañaban su rostro. Seguramente fue una  lágrima perdida la que hizo que él se agachara a recoger semejante tesoro, alejándolo definitivamente del lugar de privilegio que el arrugado traje gris le había impuesto a sus días.
Apenas se rozaron las plazas se multiplicaron y durante los días subsiguientes nadie los vio acariciando una piel inexistente que los llevó hacia esos sueños inacabados siempre pero tan reales como el reloj que esperaba el día después.
Jacinto Romero nunca tuvo agallas para dejar a su esposa. Por eso después de pagar la última cuota, desapareció para siempre de la vida de la Chacha.
El camión había quedado huérfano de padre pero la Chacha imaginó por largo tiempo que volvería a convertirse en un pasaje hacia paisajes paridos en palabras, adormecidos entre los ojos, dibujados entre el infinito de los paraísos y el celeste de algunos cielos.
El tiempo derrotó lo efímero y en el pueblo dejaron de anticipar finales para el secreto a voces que alguien guardó entre las hojas de un libro que hasta hoy, nadie abrió.
Como dos desterrados, durante algunos meses viajaron entre brisas, por corrientes marinas, sobre el césped, a lomo de algún viejo banco de la plaza más lejana, en silencio. Viajaron melodías, atardeceres y despedidas furiosas. Se movieron sin apenas dar un paso, hasta que la Chacha lo vio y lo llamó “El vaporetto”. Al principio, Jacinto solo rió durante tanto tiempo, que en su vieja farmacia pensaron que por error había ingerido una de esas pócimas que acostumbraba preparar para calmar los dolores del cuerpo y del alma, pero cuando la madera perfumó el espacio, se dirigió a la casa del inglés cada día, hasta convencerlo de que se lo vendiera.
El camión los llevaría hacia el mar, se convertiría en refugio de noches estrelladas, por extraño que pareciera “el vaporetto” soltaría amarras y ya nadie podría detenerlos. Soñaron hasta desfallecer. Partieron antes de partir.
Por eso la Chacha lloró mares enteros cuando Jacinto se echó atrás, la esperó como cada tarde en el banco de la plaza y después de entregarle la llave de su destino, le confesó entre lágrimas celestes que no podría seguirla.

El día que cumplí veinte años salí en busca de la imagen que había caído de entre las páginas del libro que estaba leyendo, no recuerdo si era de un autor inglés tampoco estaba seguro si había pertenecido a algún miembro de mi familia, lo cierto es que como una brújula el papel me llevó hacia las afueras del pueblo, donde lo encontré.
Los árboles parecían resguardar aquel tesoro de madera lustrada que se aparecía iluminado por los últimos rayos del sol. Abrí la puerta y cuando respiré el asombro de mis pocos años, supe que “el vaporetto” había llegado por fin al puerto deseado.
La risa de Jacinto invadió el  espacio y una voz parecida a la de mi madre, a la que nunca conocí, me invitó a iniciar el viaje.