miércoles, 29 de enero de 2014

El cumpleaños de Carmelo Pipa



Por Bibi Pacilio.

Carmelo Pipa era mi abuelo, un hombre jovial, excesivamente gordo, aunque los rollos de carne que engrosaban su cuello siempre habían sido mi debilidad y sus dedos cortos y húmedos sostuvieron mis idas y venidas al colegio, al quiosco de la esquina y a la casa de mi amiga Matilde, que vivía justo a la vuelta de nuestra casa.
Nunca supe cómo era tener una familia pequeña, tampoco silenciosa, porque con toda la sangre italiana que alborotaba nuestras venas y la situación del país, éramos muchos los que vivíamos bajo el mismo techo. Felices a pesar de los gritos, felices a pesar de las pérdidas que llegaban y se iban obligándonos a volver a empezar.
“Luchía, Luchía” me gritaba Carmelo desde el cuartito del fondo donde se había exiliado aún antes de la muerte de Doña Nicolina, mi abuela paterna. “Luchía, Luchía vení a ver lo que encontré” y sus ojos redondos cobraban vida cuando los míos se agrandaban hasta llegar al cielo. Era su preferida, la única que comía los “suspiros de monja” que bajo cuerda y bien envueltos en papel madera aparecían sobre su mesa de luz todas las mañana. Lo amaba.
Pero aquel enero me preocupaba que ninguno de los miembros de mi familia hubiera dicho nada sobre el festejo, tendría que hablar con papá sobre el asunto antes que se desatara una catástrofe. El cumpleaños del abuelo siempre nos había servido de excusa para reunirnos y guau si alguno se dignaba a faltar o llegar tarde. Todos, hasta los vecinos, esperábamos ansiosos el aniversario que terminaba siempre al amanecer y nunca nos dejaba prever un transcurrir sin sobresaltos.
Faltaba una semana para el 22 de enero y ni siquiera Luciano había dado señales de vida. Supongo que el calor, la falta de luz y las nuevas medidas del gobierno nos tenían a todos preocupados, supongo que ni el abuelo se había dado cuenta que sus ochenta y cuatro años se aproximaban entre esas gotas de sudor que caían desde su calva cabeza cada vez que se agachaba.
Aquel lunes me levanté temprano dispuesta a resolver esta situación. “No estamos para fiesta” me dijo mamá mientras cargaba el fuentón hacia la pileta del patio. “¿Otra vez tenemos que bancar el cumpleaños del viejo?” se quejó Yolanda ojeando  una revista de modas. La tía Carola me insinuó con su voz ronca que podía contar con ella, siempre y cuando hubiera algo fresquito para tomar porque “con esta calor nena…“. Pepe ni siquiera me contestó. No quedó nadie con quien hablar. Me bañé como cuatro veces, aquel día el calor había ganado la batalla.
El martes me levanté temprano, despegándome de las sábanas ardientes que me habían hecho soñar con una fiesta en la playa, aunque no había brisa, ni arena y la voz chillona de mi madre me llevó directo hacia la terraza. Fue justamente ahí, pegada al cemento fogoso, donde una idea reveladora, un “satori”, me nubló la visión y vi el futuro. Era el lugar perfecto. Seguramente correría alguna brisa veraniega, tal vez hasta festejáramos una lluvia de madrugada y hasta podríamos bailar y mirar las estrellas y quedarnos a dormir y festejar y volver a festejar.
Confieso que mi imaginación a veces no condice con la realidad, pero mi deseo era tan intenso que no hubo nada ni nadie que pudiera impedirme organizar el festejo.
Luciano llegó justo a tiempo para ayudar a papá a transportar al abuelo hacia la terraza, donde todo el mundo se abanicaba alrededor de los tablones cubiertos con un fino papel blanco, que ya mostraba alguna que otra mancha y que se adhería como la mejor piel a la ocasión.
Carmelo alzaba los brazos, besaba a los que le habían llevado un regalo y desde la punta de la mesa (lugar que nunca abandonaría) gesticulaba como el mejor anfitrión mientras Don Filomeno de la otra cuadra y sus hijos preparaban los instrumentos para ofrecerle un concierto de acordeón y guitarra que nunca olvidaría.
Sin embargo el calor aumentaba y ninguna de las coloridas banderas que cruzaban la azotea daba signos de vida. Ni siquiera los mosquitos aparecían guardados bajo el tanque de agua que cada vez más hinchado aparecía como única esperanza para nuestros doloridos cuerpos. Porque el calor duele, arrasa con todas nuestras fuerzas, arremete despacio para punzarnos el alma.
La llegada de Manuel, apodado “el cana”, ex policía, ex usurero, ex amigo del abuelo nos sumió a todos en uno de esos instantes de silencio que ninguno reconoce pero todos temen. La música cesó. Los ojos de todos se movían desde uno a otro con la rapidez del rayo. Por un segundo el cielo se oscureció, momento que Luciano aprovechó para desaparecer de la escena. “Mi hermano siempre fue un cobarde” pensé mientras acercaba una bandeja de empanaditas de carne al nuevo invitado.
El abuelo rompió el silencio con un “Bienvenido” que tranquilizó a todos aunque detrás de sus ojos redondos el lince no lograba dormir. Se sentaron cerca preparados para ese duelo silencioso que no acaba con los años y como el calor, se aquieta para volver a explotar. La fiesta continuaba para todos, el vino corría, la renga intentaba bailar con el sobrino del peluquero y papá discutía acaloradamente de política con Jacinto. Nadie parecía darse cuenta que aquel invitado venía a despedir a su adversario.
El único tiro que se escuchó a la madrugada les regaló el oasis milagroso de algún trueno perdido, hasta que el “Luchía, Luchía” resonó en mis oídos y todos corrieron hacia el gordo que tirado de espaldas al piso regaba el cemento caliente con su sangre.
Llovía torrencialmente la mañana que enterramos al abuelo, no quise escuchar las noticias porque todos mentían. “Cayó a los 84 años el jefe narco más peligroso del país” decían porque seguramente ellos no sabían que el gordo en el cuartito del fondo coleccionaba estampillas.


4 comentarios:

  1. Me dejó helada, No esperaba semejante final. Muy buena historia!!!

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  2. Las estampillas guardan el secreto de la riqueza.
    Muy interesante historia.
    Felicitaciones.

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  3. Excelente, Bibi.
    Ideal semblanza de una familia tipo de nuestro país, descendiente de inmigrantes italianos: uno se ve reflejado (y sus padres y abuelos) en las letras de «El cumpleaños...».
    Inesperado final, donde la comedia se vuelve tragedia, y todo se mezcla para disfrute de tus lectores.
    Me gustó mucho, che.
    ¡Saludos!

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  4. cada vez escribís mejor, bibi.... excelente, sorprendente y compacto.
    una pinturita!!!
    aplausos!!!

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