Por Bibi Pacilio.
Carmelo Pipa era mi abuelo, un hombre jovial, excesivamente gordo,
aunque los rollos de carne que engrosaban su cuello siempre habían sido mi
debilidad y sus dedos cortos y húmedos sostuvieron mis idas y venidas al
colegio, al quiosco de la esquina y a la casa de mi amiga Matilde, que vivía
justo a la vuelta de nuestra casa.
Nunca supe cómo era tener una familia pequeña,
tampoco silenciosa, porque con toda la sangre italiana que alborotaba nuestras
venas y la situación del país, éramos muchos los que vivíamos bajo el mismo
techo. Felices a pesar de los gritos, felices a pesar de las pérdidas que
llegaban y se iban obligándonos a volver a empezar.
“Luchía, Luchía” me gritaba Carmelo desde el
cuartito del fondo donde se había exiliado aún antes de la muerte de Doña
Nicolina, mi abuela paterna. “Luchía, Luchía vení a ver lo que encontré” y sus
ojos redondos cobraban vida cuando los míos se agrandaban hasta llegar al
cielo. Era su preferida, la única que comía los “suspiros de monja” que bajo cuerda
y bien envueltos en papel madera aparecían sobre su mesa de luz todas las
mañana. Lo amaba.
Pero aquel enero me preocupaba que ninguno de los
miembros de mi familia hubiera dicho nada sobre el festejo, tendría que hablar
con papá sobre el asunto antes que se desatara una catástrofe. El cumpleaños
del abuelo siempre nos había servido de excusa para reunirnos y guau si alguno se dignaba a faltar
o llegar tarde. Todos, hasta los
vecinos, esperábamos ansiosos el aniversario que terminaba siempre al amanecer
y nunca nos dejaba prever un transcurrir sin sobresaltos.
Faltaba una semana para el 22 de enero y ni siquiera
Luciano había dado señales de vida. Supongo que el calor, la falta de luz y las
nuevas medidas del gobierno nos tenían a todos preocupados, supongo que ni el
abuelo se había dado cuenta que sus ochenta y cuatro años se aproximaban entre
esas gotas de sudor que caían desde su calva cabeza cada vez que se agachaba.
Aquel lunes me levanté temprano dispuesta a resolver
esta situación. “No estamos para fiesta” me dijo mamá mientras cargaba el
fuentón hacia la pileta del patio. “¿Otra vez tenemos que bancar el cumpleaños
del viejo?” se quejó Yolanda ojeando una
revista de modas. La tía Carola me insinuó con su voz ronca que podía contar con
ella, siempre y cuando hubiera algo fresquito para tomar porque “con esta calor
nena…“. Pepe ni siquiera me contestó. No quedó nadie con quien hablar. Me bañé
como cuatro veces, aquel día el calor había ganado la batalla.
El martes me levanté temprano, despegándome de las
sábanas ardientes que me habían hecho soñar con una fiesta en la playa, aunque
no había brisa, ni arena y la voz chillona de mi madre me llevó directo hacia
la terraza. Fue justamente ahí, pegada al cemento fogoso, donde una idea
reveladora, un “satori”, me nubló la visión y vi el futuro. Era el lugar
perfecto. Seguramente correría alguna brisa veraniega, tal vez hasta
festejáramos una lluvia de madrugada y hasta podríamos bailar y mirar las
estrellas y quedarnos a dormir y festejar y volver a festejar.
Confieso que mi imaginación a veces no condice con
la realidad, pero mi deseo era tan intenso que no hubo nada ni nadie que
pudiera impedirme organizar el festejo.
Luciano llegó justo a tiempo para ayudar a papá a
transportar al abuelo hacia la terraza, donde todo el mundo se abanicaba
alrededor de los tablones cubiertos con un fino papel blanco, que ya mostraba
alguna que otra mancha y que se adhería como la mejor piel a la ocasión.
Carmelo alzaba los brazos, besaba a los que le
habían llevado un regalo y desde la punta de la mesa (lugar que nunca
abandonaría) gesticulaba como el mejor anfitrión mientras Don Filomeno de la
otra cuadra y sus hijos preparaban los instrumentos para ofrecerle un concierto
de acordeón y guitarra que nunca olvidaría.
Sin embargo el calor aumentaba y ninguna de las
coloridas banderas que cruzaban la azotea daba signos de vida. Ni siquiera los
mosquitos aparecían guardados bajo el tanque de agua que cada vez más hinchado
aparecía como única esperanza para nuestros doloridos cuerpos. Porque el calor
duele, arrasa con todas nuestras fuerzas, arremete despacio para punzarnos el
alma.
La llegada de Manuel, apodado “el cana”, ex policía,
ex usurero, ex amigo del abuelo nos sumió a todos en uno de esos instantes de
silencio que ninguno reconoce pero todos temen. La música cesó. Los ojos de
todos se movían desde uno a otro con la rapidez del rayo. Por un segundo el
cielo se oscureció, momento que Luciano aprovechó para desaparecer de la
escena. “Mi hermano siempre fue un cobarde” pensé mientras acercaba una bandeja
de empanaditas de carne al nuevo invitado.
El abuelo rompió el silencio con un “Bienvenido” que
tranquilizó a todos aunque detrás de sus ojos redondos el lince no lograba
dormir. Se sentaron cerca preparados para ese duelo silencioso que no acaba con
los años y como el calor, se aquieta para volver a explotar. La fiesta
continuaba para todos, el vino corría, la renga intentaba bailar con el sobrino
del peluquero y papá discutía acaloradamente de política con Jacinto. Nadie parecía
darse cuenta que aquel invitado venía a despedir a su adversario.
El único tiro que se escuchó a la madrugada les
regaló el oasis milagroso de algún trueno perdido, hasta que el “Luchía, Luchía”
resonó en mis oídos y todos corrieron hacia el gordo que tirado de espaldas al
piso regaba el cemento caliente con su sangre.
Llovía torrencialmente la mañana que enterramos al
abuelo, no quise escuchar las noticias porque todos mentían. “Cayó a los 84
años el jefe narco más peligroso del país” decían porque seguramente ellos no
sabían que el gordo en el cuartito del fondo coleccionaba estampillas.
Me dejó helada, No esperaba semejante final. Muy buena historia!!!
ResponderEliminarLas estampillas guardan el secreto de la riqueza.
ResponderEliminarMuy interesante historia.
Felicitaciones.
Excelente, Bibi.
ResponderEliminarIdeal semblanza de una familia tipo de nuestro país, descendiente de inmigrantes italianos: uno se ve reflejado (y sus padres y abuelos) en las letras de «El cumpleaños...».
Inesperado final, donde la comedia se vuelve tragedia, y todo se mezcla para disfrute de tus lectores.
Me gustó mucho, che.
¡Saludos!
cada vez escribís mejor, bibi.... excelente, sorprendente y compacto.
ResponderEliminaruna pinturita!!!
aplausos!!!