Por William E.
Fleming y Cleopatra Smith.
(basado en la
canción «El arte del buen comer»)
I
El olor del café se filtraba por la rejilla de la habitación, el
sonido del día daba paso al olvido del sueño. Se sentía en paz, al menos eso
podía creer en aquellos minutos antes de despertar.
Ese
olor que le traía tantos recuerdos empezó a envolverla, remolona en la cama, se
empezó a desperezar como una felina, dulce, sensual, con movimientos
gráciles... Casi sonámbula se levantó, estaba preciosa con su pelo revuelto, su
camiseta que insinuaba, sus pies descalzos que la condujeron hasta la cocina.
Levitaba casi como un mero fantasma en busca de la bola que lo apresaba a las
paredes del castillo donde había muerto.
Ya
pasó un año. De nuevo, el día sería el más perfecto desde que hace cinco años
conociera aquel apuesto joven en la librería. Recordaba aquel momento de ocio,
de espera entre clases y matar el tiempo. Ella estaba enfrascada en la sinopsis
de una nueva novela de su escritor favorito y no se percató de la presencia a
su lado buscando algún otro tipo de libro.
—Vaya,
qué casualidad —dijo aquella voz melodiosa—. Justo era el libro que venía a
comprar.
Ella
movió la mirada entre una sensación de vergüenza e inoportunidad.
—¿Lo
quieres comprar? —dijo—. No te recomiendo que lo hagas, me ha parecido insulsa
la sinopsis —sentenció.
—Vaya,
debería decir a mis editores que la cambien. —Acercó la mano y se presentó.
Ella se puso tan roja como un mismo tomate y se quiso disculpar, pero la
sonrisa del autor del libro apareció en su rostro y se asombró de que le gustara.
Unas horas después, tomando café en su sitio preferido, ella no dejaba de
disculparse por aquel tremendo error; la metida de pata más monumental de la
historia. Él lo dejó a un lado y se interesó en qué le desagradaba de la obra.
Las horas pasaron, descubrieron mucho en común y dos años después se estaban
casando.
II
Pero eso no era más que pasado. En la soledad de la
casa, los quehaceres diarios le atoraban con su aburrimiento a la cama y
siempre le costó despertar, a excepción de hoy. Aquel rico olor la transportó a
donde se encontraba y en la cocina pudo ver todo lo que en su imaginación con
aquel olor había creado.
Se
encontró su desayuno preferido, y en su plato, una rosa amarilla, su color
favorito; zumo de naranja recién exprimido, beicon medio crudo, dos huevos
fritos que parecían pintados, dos tostadas de pan de molde y mantequilla
salada, encima de la servilleta una nota y en esta, dos palabras «te quiero».
Dibujó una bella sonrisa en sus fríos labios, cogió la rosa y hundió su nariz
en ella inhalando olores que le traían a la memoria imágenes... Se sirvió en el
plato, sorbió del zumo, se untó la tostada con la mantequilla que estaba
perfecta, ni dura, ni blanda, y empezó a comer en ese silencio que le decía
tanto...
III
«Vamos, sabes que ese tipo de mantequilla con
aquellas tostadas tan blandurrias no
funcionarán», rió ella. Más todavía, cuando la mantequilla que había extendido
casi con la precisión de un albañil extendiendo la masa de cemento, hizo romper
con un crack seco, para suicidar el
contenido y la galleta fuera de su mano sobre la mesa. Él se vengó tocando la
punta de la nariz de ella, que acalló la gran risotada, con un poco de
mantequilla. Los dos rieron al unísono al bizquear la joven en busca de la
punta de su nariz nácar e intentar lamerse la mantequilla.
IV
El jaleo y la avaricia de las bocas en la barra café,
convertían la sonata de la comida en un juego para el paladar. Dos jóvenes, ya
no tanto, que hace años se conocieron en una simple librería y fueron a un
simple café después, repetían un año más el aniversario de aquella kármica
situación que los unió.
Una
preciosa camarera de pelo rojo se les acercó y sonrió.
—¿Qué
tal parejita? Felicidades —les dijo—. ¿Queréis el especial de costumbre?
—Un
año más —dijo sonriendo ella mientras le enseñaba el anillo levantando la mano.
Él le acarició la otra mano que tenían unidas encima de la mesa.
Ella
cogió el cucurucho delicadamente y le quitó el envoltorio con destreza, él
dibujó una pícara sonrisa en su rostro, adoraba verla comer de su helado de
fresa, pues era un espectáculo digno de admirar, y cual le producía un inmenso
deseo, hacerla suya en cuanto cruzaran el umbral de la puerta, y sentir en su
cuerpo el placer de sentirse ese postre... Ella, sabedora del poder que sobre
su amado producían sus labios, empezó a darle pequeños mordisquitos al
crujiente chocolate, besos en la punta, mientras coqueta le miraba de reojo.
Siguió una exótica danza de su lengua por aquella crema helada recogiendo los
trocitos de almendra, besos en la punta ya libre de su encierro..., él no
paraba de mirarla embobado, era una maravillosa visión, aquella boca, sus ojos
de placer cada vez que degustaba, y ese deseo que a los dos provoca... En
cuanto terminara el pecaminoso placer, se darían un casto beso en donde él
probaría vagamente el sabor de este, para agarrarse de la mano y caminar hacia
el apartamento, donde dejarían salir sus instintos y anhelos, y se poseerían,
primero con dulzura, para seguido hacerlo como solo pueden dos almas que se
aman con locura...
V
No levantó la mirada, de hacerlo advertiría una
ausencia, y no quería, estaban desayunando juntos, de esta o alguna manera...
Se lo comió todo, imaginando que él la observaba, pues sabía lo que él disfrutaba
mirando aquellos sensuales labios comer, el brillo de sus ojos, el color de sus
mejillas...
VI
—No
puedes pensar que todo eso que pasó, no fue algo más que un golpe de suerte.
—Ella asió la puerta y con gesto caballeroso le cedió el espacio para que su
esposo saliera del local. En la expresión de este estaba la burla por cada año,
tenerse que comportar de tal manera.
—No
lo sé. Si hubiera llegado tres segundos tarde a aquella librería por alguna
otra cosa... ¿Nos hubiéramos conocido?
»Quizás,
cuando yo entrara tú estuvieras pagando el libro o lo hubieras dejado en la
estantería, al parecer por lo que recuerdo —rió sarcásticamente.
Se cogieron de la mano y siguieron caminando al compás de su charla, les gustaba celebrar y recordar el cómo se conocieron, haciendo el mismo ritual, en el mismo café, el mismo menú, la misma camarera, año tras año, como si el reloj se hubiese parado en el tiempo en la misma fecha.
«Te quiero». Fue lo último que le escuchó decir al dar un paso hacia atrás para mirarla a la distancia justa de admirar aquella mujer que él adoraba, pero justo al pronunciar aquellas dos palabras, tropezó con algo que había en la acera, resbalando por el bordillo cayendo al asfalto justo en el momento que aquel fortuito taxi apareció de la nada, que nunca lo hacen cuando hacen falta, pero aquel día salió del mismo infierno como un viejo Hades, para llevarse a ese alma hacia un viaje sin retorno, dejándola a ella en la misera de esa nada, cuando ya nada queda...
Destino, mala suerte, que todo tiene un comienzo, un final, que las cosas no son eternas... Un simple resbalón y el grito ocupó la noche.
El ruido ensordecedor de la tetera la sacó de ese
estado de melancolía, y no entendía cómo era posible, pero no quiso pensar,
solo disfrutar del momento, estaban desayunando y compartiendo, ¿acaso había
que estropear tan maravilloso recuerdo?
No, todo estaba perfecto, y por nada del mundo
querría ella romper el embrujo. Se preparó el té, su taza preparada a la
izquierda, con su bolsita, sabor naranja, sus tres cucharadas de azúcar...
estaba preciosa con su pelo alborotado, su camiseta y sus pies descalzos...
«Despierta», escuchó. «Despierta y recuérdame…». La brisa entró perlando la
habitación del olor de las flores del jardín, sus rosas amarillas predilectas.
VII
Despertó, esta vez para su creencia era real. La luz
anquilosaba las cortinas y dejaba entrar espadas de rayos sobre su cama. Su
boca pastosa se convertía en una alpargata y el alcohol vacío reposaba en la
moqueta. Un pequeño lago seco le recordaba la noche de olvidos. Miró a diestra,
luego a siniestra y se asombró de un regalo: sobre la mesilla, al lado de la
foto de su esposo, una gran rosa amarilla… Ella no había dejado nada por la
noche, no que recordara…
En
la cama, una ausencia, un vacío, oscuridad a pleno día, entonces entendió que
lo que estaba viviendo no era un sueño, y sí una pesadilla... Entre su mirada
velada por la cortina de lágrimas sonrió por entender el mensaje.
Muy, muy bueno, William.
ResponderEliminarMuchísima ternura y romanticismo en tu historia, que se vuelve dramática en un tris, y nos deja acongojados ante la incertidumbre del devenir, y ante la notable certeza de que hoy estamos y mañana no.
Me encantó, Maestro.
¡Saludos!
me gustó william. cambiaste el ángulo de la letra y la embelleciste.
ResponderEliminarbravo!
salutes!!