miércoles, 31 de diciembre de 2014

Mujeres como cucarachas


Por Laura de la Rosa.

Introducción
A kilómetros de distancia quedaron mis ilusiones y escondida en la maleta que quedó en el ático, la burocracia de nuestro amor. La libreta de matrimonio, la escritura de la casa, y el papel que dice que soy la dueña del auto.
Ese día no quise discutir nada, en realidad fue la manera más fácil de evitar recibir explicaciones que no importaban ya. Ese día me di cuenta que pese a habérmelo negado, yo también me convertí en una cucaracha para esa familia, que también me arrastro en la basura que esconden, que soy uno más de ellos.
Lo cierto es que la vida me presentó un hombre muy distinto del que creí conocer, antes de la boda, y yo también era una mujer diferente de la que creía.
El accidente de su padre, cambió las cosas para siempre.

I
Recuerdo su familia, su padre pasaba largas semanas en el campo, y cuando venía al pueblo se quedaba solo unos días. Y nadie cuestionaba nada.
Cuando yo solía preguntar si no le parecía extraño, él se ofuscaba y decía que era totalmente normal que los hombres actuaran así. Que la estancia era grande y que los hombres debían ocuparse. Que el día que su padre no estuviera era su turno para tomar las riendas del negocio familiar.
Tenían algunas hectáreas en una comarca agrícola ganadera, criaban animales, los vendían. Cuestiones que yo no entendía y no quería entender.
Claramente sabía que era un hombre tradicional. Y sabía también que era cierto, el día que el patriarca familiar muriera, mi marido ocuparía su lugar.

Cuando el “viejo” llegaba, mi suegra preparaba un festín. Muchas veces traía pequeños animales de granja, pollos, conejos, patos y hacía de ellos manjares deliciosos. Otras veces y generalmente en días importantes traía chivitos o corderos recién carneados. Como el que trajo para el último año viejo que pasó con nosotros.
La mañana del 31 llegó temprano con un hermoso cordero listo para cocinar en el asador. La jornada comenzó con vino y música. Mi suegra, estaba radiante. Hacía mucho que no se veía un día tan agradable en el pueblo.
Los preparativos se sucedían como las horas, desde la limpieza del hogar, la preparación del jardín, la sazón de algunas carnes que también se comerían esa noche.
Todo era perfecto, aunque el vino se bebía en demasía, cosa que a mí ya comenzaba a disgustarme.
—¿Podrías dejar de tomar? —le pedí casi suplicando cuando vi que decidió hacerse cargo del fuego.
—Pero no me rompas las pelotas, querés —me gritó—, es fin de año.
No sé si fue la vergüenza por sus gritos o la mirada penetrante que me profirió su padre, que inmediatamente me fui caminado.
Mi suegra, que venía atrás mío y había visto la situación, le restó importancia. Sin embargo mi suegro, aprovechó el momento para lanzar el arsenal más pesado contra mí.
—Nunca permitas que una mujer te trate así delante de otros, qué se piensan estas cucarachas, que pueden venir a gritarnos en nuestras propias casas. Tu madre jamás me faltó el respeto así. Y aquí nos ves, cuarenta años juntos.
Mi marido lo miró en silencio, yo escuchaba todo mientras me dirigía a la cocina, esperaba en el fondo que me defendiera, pero sabía también que la denigración de la mujer era un mandato familiar.
Nos solían decir cucarachas, y se reían, decían que nos arrastrábamos por amor, por bienes materiales, por hijos. Que éramos insoportables, pero que estábamos desde siempre e íbamos a perdurar cuando ellos no estuvieran.
La verdad que les parecía una humorada, sin embargo, debajo de la risa, había una historia de sumisión de las mujeres de esa familia. Ninguna se rebelaba nunca. Ni mi suegra, ni sus hermanas, ni las cuñadas. Nadie cuestionaba esos comentarios. La palabra del hombre era la última y sus acciones eran intachables.
Yo estaba segura que cada uno de ellos guardaba algún secreto oscuro, pero eran temas que no podía hablar con nadie.

II
La noche de año nuevo, ya estaba llegando a su fin, y esperábamos un rato para brindar cuando mi suegro salió apurado de la casa. Nadie entendía qué pasaba; solo nos dijo que había problemas en el campo y que necesitaba solucionarlos.
Mi suegra le imploró que no se fuera, que faltaba poco para el brindis y que además estaba demasiado alcoholizado. Pero él no la escuchó, y salió para la estancia.
El brindis de esa noche fue frío, creo que todos intuíamos lo peor. Alrededor de las cuatro de la mañana, mi marido se levantó, hacía dos horas que nos habíamos acostado, pero ninguno de los dos decía palabra.
—¿Vas a la estancia?
—Sí.
—Te acompaño.
Creí que se iba a negar, pero no fue así. Condujo en silencio, y yo miraba a los costados de la ruta para ver si se había producido algún accidente. Llegamos casi cuando ya había amanecido y vimos la camioneta estacionada en la puerta de la chacra. Respiré hondo, supuse en ese instante que todo estaba bien. Sin embargo la cara de mi marido mostraba otra cosa.
— Acompañame —dijo y cuando entramos a la casa la escena fue desgarradora: sobre la escalera yacía el cuerpo de una mujer joven, bella, se la observaba golpeada y en la espalda tenía un disparo de escopeta.
En el sofá, semidesnudo, había un hombre con la cara destruida por el disparo y sentado a la mesa, el cadáver de mi suegro.
Una botella de vino, casi terminada y bañada en sangre y una carta, encontramos junto a él.
La policía creyó que fue un crimen pasional: aparentemente, ella era la mujer de mi suegro en el campo, y por lo que pude observar todos lo sabían, por eso alguien le avisó que estaba con otro hombre en la casa. Lo que decía la carta es un tema del cual no se habla.
Mi suegra lo lloró como si fuera un marido intachable; aún mantiene el luto. Mi marido se hizo cargo de la estancia a partir de ese momento y yo lo acompañé en silencio.
Evidentemente me convertí también en una cucaracha de las que decía el viejo. Aún no sé cómo llegué a este punto. ¿Será que las tradiciones familiares se mantienen?
Me pregunto esto cada vez que llego a la estancia y veo en la puerta el recordatorio de esta condición que dejó para siempre mi suegro.
  
(fotografía de José Luis Bethancourt)

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