miércoles, 3 de septiembre de 2014

Día de cambios




Por Sebastián Elesgaray.

Día de sol sin nubes. Poco viento. La temperatura debe estar a veintidós, veintitrés grados. Es uno de esos días en los que agradecés el haberte levantado temprano para poder disfrutarlo, donde sentís que las cosas pueden cambiar, salir como uno quiere. Me pasa por al lado una chica con una pollera justo arriba de las rodillas y sonríe. Le devuelvo el gesto y sigo caminando. Un señor hamaca un maletín en su mano y silba una melodía que conozco pero a la que no le puedo poner nombre. Antes de darme cuenta la estoy silbando. Sigo sin descifrar el título de la canción, pero me gusta. El reflejo de un parabrisas me obliga a entrecerrar los ojos. Voy a tener que acordarme más seguido de salir con los anteojos de sol. Estoy llegando a la esquina y noto más adelante a una anciana con un bastón. Camina como si para ella, el tiempo fuera una metáfora de algún poeta fantasioso.
Entonces dobla una moto.
Por la vereda.
Por la misma vereda en la que camino yo.
La anciana se hace a un lado por más que no hay riesgo de que la choquen. Balbucea un grito al conductor, que lleva un casco azul oscuro y una campera gris. Este no le presta atención y sigue. Cuando se me acerca le digo:
Flaco, ¿es necesario por la vereda?
Me muestra el dedo medio.
Asiento.
La anciana todavía mira la moto como si fuera algún vehículo de ciencia ficción. Le sonrío y doy media vuelta. Veo que el motociclista frena en la entrada de un local de computación y se baja. Sin sacarse el casco, acomoda un candado en la llanta.
Hola digo acercándome, se la podrías haber puesto a la señora. ¿Qué necesidad tenés de venir por la vereda?
A través del visor polarizado no puedo ver sus ojos, pero sé que me mira con fastidio. No me contesta y sigue ajustando el candado.
Flaco, te estoy hablando.
Se para. Mide, fácil, quince centímetros más que yo. Tendría que haberlo deducido por la relación entre semejante moto y su físico. Tomo aire y me digo que no me importa. Trato de sonreír.
Mirá, todo bien, pero podrías haber chocado a la señora ahí en la esquina.
Se saca el casco con un gesto rápido y me grita:
¿Quién sos, salame? ¿A vos qué te importa? Si quiero venir por la vereda, vengo por la vereda.
Tiene los ojos marrón oscuro, la boca ancha y la mandíbula de un titán. Me digo que si a él le chupa un huevo andar en moto por la vereda y doblar una esquina sin mirar, a mí me chupa un huevo que sea alto y grandote, así que armo un puño con la derecha y se lo emboco en la nariz. Largo una especie de grito al ver que lo sorprendo, que no se esperaba la trompada y se tambalea para atrás. Creo que de fondo, una mujer grita algo, tal vez la anciana del bastón.
¿Así que qué me importa? ¿Qué me importa?
Pego un salto y me le tiro encima. Se cae de espaldas y yo quedo a horcajadas encima de su estómago.
¿Sabías que el treinta cuatro por ciento de muertos en accidentes de tránsito son de motociclistas, boludo?
Le doy otra vez en la nariz.
¿Que en la provincia de Buenos Aires es donde más accidentes hay?
Le parto el labio inferior y empieza a salir sangre.
¿Que hay un promedio diario de veintidós muertos por día en accidentes de tránsito?
Trato de darle otra, pero se levanta y me tira contra una pared.
Pedazo de boludo dice irguiéndose.
Empieza a correr hacia mí.
Entonces noto que me ponen algo en la mano. Es la anciana que me da su bastón. Parece divertida, aunque en los ojos se le pinta una amargura peor que la mía.
—Gracias —le digo, y le tiro el bastón a la piernas del motociclista. Cae despatarrado, y se da la frente contra la vereda, esa que había circulado momentos antes.
—Te hubieras dejado el casco puesto, salame —le digo, y le doy un par de bastonazos en las costillas y la espalda. El tipo me grita que pare con una voz cascada y ahogada, se está quedando sin aire. Capaz que le quebré alguna costilla y le está perforando un pulmón. Me freno para respirar un poco, y me contengo en mi deseo de agarrarlo de la cabeza y dársela contra las baldosas. Si lo mato no va a aprender nada.
—¿Sabías que no podés circular por la vereda? ¿Entendés un mínimo de las leyes de tránsito?
El tipo trata de hablar, pero en lugar de eso escupe un diente.
—¿Y si chocabas a la señora?
Nene, nene, pará.
Es la anciana, que me pone una mano en el hombro.
Ya está le digo.
En algún lugar suena una radio. Es la melodía que estaba silbando antes.
¡Es Babasónicos, la concha de la lora! —Le doy una patada en el estómago al motociclista y me giro. ¡Puta madre! grito al cielo, ¿qué mierda hago silbando Babasónicos?
La señora me mira como si estuviera loco.
Y seguramente lo esté.
Empiezo a caminar.
Voy a llegar tarde al trabajo.


Día de sol sin nubes. Poco viento. La temperatura debe estar a veintidós, veintitrés grados. Es uno de esos días en los que agradecés el haberte levantado temprano para poder disfrutarlo. Y es imposible que alguna vez no lo haga. Acá en el hospital nos despiertan siempre a las ocho y media, ni un minuto más ni uno menos.
Es lindo el hospital.
Y lo mejor de todo, es que no hay calles.


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