Por Sebastián Elesgaray.
Día de sol sin nubes. Poco viento. La temperatura
debe estar a veintidós, veintitrés grados. Es uno de esos días en los que
agradecés el haberte levantado temprano para poder disfrutarlo, donde sentís
que las cosas pueden cambiar, salir como uno quiere. Me pasa por al lado una
chica con una pollera justo arriba de las rodillas y sonríe. Le devuelvo el
gesto y sigo caminando. Un señor hamaca un maletín en su mano y silba una
melodía que conozco pero a la que no le puedo poner nombre. Antes de darme
cuenta la estoy silbando. Sigo sin descifrar el título de la canción, pero me
gusta. El reflejo de un parabrisas me obliga a entrecerrar los ojos. Voy a
tener que acordarme más seguido de salir con los anteojos de sol. Estoy
llegando a la esquina y noto más adelante a una anciana con un bastón. Camina
como si para ella, el tiempo fuera una metáfora de algún poeta fantasioso.
Entonces dobla una moto.
Por la vereda.
Por la misma vereda en la que camino yo.
La anciana se hace a un lado por más que no hay
riesgo de que la
choquen. Balbucea un grito al conductor, que lleva un casco
azul oscuro y una campera gris. Este no le presta atención y sigue. Cuando se
me acerca le digo:
—Flaco,
¿es necesario por la vereda?
Me muestra el dedo medio.
Asiento.
La anciana todavía mira la moto como si fuera algún
vehículo de ciencia ficción. Le sonrío y doy media vuelta. Veo que el
motociclista frena en la entrada de un local de computación y se baja. Sin
sacarse el casco, acomoda un candado en la llanta.
—Hola —digo acercándome—, se la podrías haber puesto a la señora. ¿Qué necesidad
tenés de venir por la vereda?
A través del visor polarizado no puedo ver sus ojos,
pero sé que me mira con fastidio. No me contesta y sigue ajustando el candado.
—Flaco,
te estoy hablando.
Se para. Mide, fácil, quince centímetros más que yo.
Tendría que haberlo deducido por la relación entre semejante moto y su físico.
Tomo aire y me digo que no me importa. Trato de sonreír.
—Mirá,
todo bien, pero podrías haber chocado a la señora ahí en la esquina.
Se saca el casco con un gesto rápido y me grita:
—¿Quién
sos, salame? ¿A vos qué te importa? Si quiero venir por la vereda, vengo por la
vereda.
Tiene los ojos marrón oscuro, la boca ancha y la
mandíbula de un titán. Me digo que si a él le chupa un huevo andar en moto por
la vereda y doblar una esquina sin mirar, a mí me chupa un huevo que sea alto y
grandote, así que armo un puño con la derecha y se lo emboco en la nariz. Largo una
especie de grito al ver que lo sorprendo, que no se esperaba la trompada y se
tambalea para atrás. Creo que de fondo, una mujer grita algo, tal vez la
anciana del bastón.
—¿Así
que qué me importa? ¿Qué me importa?
Pego un salto y me le tiro encima. Se cae de espaldas
y yo quedo a horcajadas encima de su estómago.
—¿Sabías
que el treinta cuatro por ciento de muertos en accidentes de tránsito son de
motociclistas, boludo?
Le doy otra vez en la nariz.
—¿Que
en la provincia de Buenos Aires es donde más accidentes hay?
Le parto el labio inferior y empieza a salir sangre.
—¿Que
hay un promedio diario de veintidós muertos por día en accidentes de tránsito?
Trato de darle otra, pero se levanta y me tira contra
una pared.
—Pedazo
de boludo —dice irguiéndose.
Empieza a correr hacia
mí.
Entonces noto que me
ponen algo en la mano. Es
la anciana que me da su bastón. Parece divertida, aunque en los ojos se le
pinta una amargura peor que la mía.
—Gracias —le digo, y le
tiro el bastón a la piernas del motociclista. Cae despatarrado, y se da la
frente contra la vereda, esa que había circulado momentos antes.
—Te hubieras dejado el
casco puesto, salame —le digo, y le doy un par de bastonazos en las costillas y
la espalda. El
tipo me grita que pare con una voz cascada y ahogada, se está quedando sin
aire. Capaz que le quebré alguna costilla y le está perforando un pulmón. Me
freno para respirar un poco, y me contengo en mi deseo de agarrarlo de la
cabeza y dársela contra las baldosas. Si lo mato no va a aprender nada.
—¿Sabías que no podés
circular por la vereda? ¿Entendés un mínimo de las leyes de tránsito?
El tipo trata de hablar,
pero en lugar de eso escupe un diente.
—¿Y si chocabas a la
señora?
—Nene,
nene, pará.
Es la anciana, que me pone una mano en el hombro.
—Ya
está —le digo.
En algún lugar suena una radio. Es la melodía que estaba
silbando antes.
—¡Es
Babasónicos, la concha de la lora! —Le doy
una patada en el estómago al motociclista y me giro—. ¡Puta madre! —grito
al cielo—, ¿qué mierda
hago silbando Babasónicos?
La señora me mira como si estuviera loco.
Y seguramente lo esté.
Empiezo a caminar.
Voy a llegar tarde al trabajo.
Día de sol sin nubes. Poco viento. La temperatura
debe estar a veintidós, veintitrés grados. Es uno de esos días en los que
agradecés el haberte levantado temprano para poder disfrutarlo. Y es imposible
que alguna vez no lo haga. Acá en el hospital nos despiertan siempre a las ocho
y media, ni un minuto más ni uno menos.
Es lindo el hospital.
Y lo mejor de todo, es que no hay calles.
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