miércoles, 27 de agosto de 2014

Liberación




Por Mauricio Vargas Herrera.

Inspirado en sucesos reales

     Mi madre me dijo siempre que no debía romper las cosas porque eso era malo y que porque así no se comportaban los niños buenos, pero eso siempre me pareció una tontería porque las cosas están hechas para romperlas y lo seguí haciendo a pesar de sus gritos que ya me estallaban los oídos, los odiaba, los detestaba, siempre con alaridos, siempre, siempre, y no solo conmigo, sino con mi padre, que también me decía que se mataban ambos para conseguir qué comer y asegurar las pocas comodidades que teníamos como para que yo estuviera rompiendo las cosas que ellos compraban, pero era inevitable y jamás se lo pude hacer entender a mis padres porque ellos siempre andaban gritándome y entre ellos se gritaban también y oía los golpes y las cachetadas que mi padre le daba a mi madre y las cosas caían con cada pelea y se azotaban las puertas y mi madre caía por las escaleras y cuando le vi su cara amoratada y su brazo roto me pregunté siempre por qué él sí tenía el derecho a romper las cosas y yo no, como si fuera Dios, como si fuera alguien superior a mí, como si yo debiera respetarlo, como si yo fuera de su propiedad, si ni siquiera me había parido, ni siquiera me había amamantado, ni siquiera era mi padre original sino un hijo de puta que había encontrado un techo en mi casa y había decidido quedarse allí y apoderarse de mi madre y de mí, como si fuera un objeto que pudiera romper, así como rompía las cosas y el cuerpo y el alma de mi madre en mil pedazos y ella lo ignoraba y decidía venir a mí a gritarme y pretender romperme de la misma manera como a ella la destrozaban con cada discusión, y yo siempre permaneciendo sentado, en el patio, sobre la tierra, callado, escuchando, tragándome todo eso a la fuerza y sintiendo esas enormes ganas de romperlo todo para gritar en silencio y no pudiendo, con la cabeza a punto de estallar, pensando en cómo destruir el problema, en cómo erradicarlo, en cómo incinerarlo y verlo arder en llamas, que era otra manera de destruir los problemas con mejores resultados, pues el fuego todo lo consume, la madera, el hierro y la carne dormida en la noche, sepultada y ennegrecida bajo los escombros mientras yo miraba cómo todo se lo llevaba el fuego, el bello fuego, y luego me llevaban a mí, me encerraban, me enclaustraban y volvía a mi silencio y a la paz, sin ruidos, sin gritos, sin querellas, como siempre lo deseé, bastándome yo mismo sin más presencia que yo, en la tranquilidad, pensando una y otra vez en esa noche frente a la llamarada y en mis padres bajo ella consumiéndose, durmiendo, soñando ¿en qué?, ¿en qué soñarían?, en que se levantarían al otro día para seguir con su maldita y desgraciada vida hasta morir mientras veían crecer a su hijo convertirse en un desgraciado más, no como lo que es ahora, como lo que será ahora, oh sí, estarían de verdad orgullosos, o no, no orgullosos sino muertos de la ira al ver que su hijo no se volvía un paria sino un cantante, sí señor, un cantante de iglesia, un hombre que cantaría en la casa de Dios, porque para eso lo habían llamado los sujetos de las camisetas negras, para que cantara en la iglesia, para que entonara sus gritos y sus llantos, porque eso le dijeron, que lo llevarían para que dejara salir todo lo que le agobiaba allí mismo en la sagrada casa de Dios, y dijeron que lo grabarían y harían música con eso y sus cantos se escucharían en todo el mundo, lo que lo llenó de mucho entusiasmo y así lo hice ese día cuando me dejaron salir y me llevaron junto con otros más a la fábrica en ruinas, porque esa era la condición que nos habían dicho los hombres de camisetas negras, que irían a una fábrica a punto de ser demolida para que destruyeran todo a su paso y me sentí feliz como un niño porque era como retroceder en el tiempo y gritar en silencio destruyendo las cosas sin que nadie me gritara al oído ni me golpeara en las manos y en la cara y me dejaran romper porque para eso eran las cosas, para ser destruidas como las que estaban en aquella fábrica en la que con un palo demolí todo lo que vi y me liberé y me sentí niño de nuevo gritando en silencio con cada golpe y luego nos llevaron a cantar a la iglesia y lo hice muy bien, a los cuatro vientos para que Dios desde las alturas lo oyera y mis padres en las profundidades de la tierra también lo hicieran y se dieran cuenta de todos los demonios que había guardado desde pequeño y ahora liberaba en ecos que iban y venían por toda la iglesia hasta que mi voz no dio más y me regresaron a mi refugio, mi pequeño blando y cuadrado refugio en donde vivía feliz conmigo mismo, allí en donde me buscaron después para que cogiera un lápiz y dibujara, dibujara lo que pasaba por mi mente y lo único que tenía en mi mente era a mi madre gritándome y a mi padre gritándole a ella y ambos gritando bajo el fuego de esa noche y la de mí mismo gritando en la iglesia y de cómo mis padres estarían escuchando y gritando en lo más profundo del infierno en donde no se habían podido liberar de las llamas y me sentí feliz trazando aquellos recuerdos y liberándome de todo en el papel, lo que a los hombres de las camisetas negras pareció gustarles y me abrazaron y me felicitaron con sonrisas en sus rostros, lo que fue un gran momento, lo que es un gran recuerdo que atesoro y siempre revivo porque ha sepultado los recuerdos anteriores y me he liberado y puedo terminar de vivir en paz.


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