miércoles, 20 de agosto de 2014

Locos




Por José Luis Bethancourt.

"Los niños y los locos siempre dicen la verdad.
Por eso, a los primeros los educan y a los segundos los encierran".

De niño nunca tuve problema para decir la verdad y me causaba gracia la cara de asombro de las viejas que pretendían darme besos pinchándome con sus bigotitos y llenándome de esas lociones apestosas que impregnaban sus ropas y su cabello. O cuando les contaba a todos que estaba a punto de descubrir cómo volar libremente sin depender de máquinas como esas que había visto en fotos de revistas y que me contaron que llevaban gente en su interior para ir de un lugar a otro.
Es cierto que los emplastes de floripondios que me aplicaron para aliviar el dolor de mis huesos resultaron efectivos aquella primera vez que intenté volar desde el alfeizar con mis alas hechas de papel sanitario.
Digo “primera vez” porque volví a intentarlo en la siguiente nevada con unas alas de alambre y pañuelos de seda del cajón de la cómoda de mamá. La nieve amortiguó el golpe pero no mis ansias de alzar vuelo como esas palomas que se iban aleteando desde los azulejos cada vez que llenaba el baño con vapor de la ducha.
Nadie me creía hasta que llegó ella. Yo estaba sentado en lo alto del tejado, sobre una alfombra, observando el vapor que salía del respiradero del baño para acompañar a las mariposas. Asomó su blanco rostro por el borde del tejado. Sus ojos como escarabajos negros hacían resaltar la cruz roja bordada en su cofia blanca. Me habló suavemente, con un susurro que sonó como un aleteo de gorrión.
—Hola Demian, ¿me invitas a sentarme en tu alfombra? Pero solo si me prometes que no volará, porque tengo miedo.
—No, solo es el tapete que estaba frente a la chimenea. Sube.
Cuando terminó de trepar la escalera quedé maravillado. Sus cabellos largos me parecieron plumas, sobre su vestido azul oscuro con pechera blanca traía una capa que cubría sus brazos por completo y yo estaba seguro que también escondía un par de majestuosas alas.
Hablamos un buen rato. Mientras tanto veía a mi madre caminando nerviosa de un lado otro por el jardín mientras levantaba su vista hacia nosotros. Yo era completamente feliz. Era la primera vez que un adulto no me reprendía por contar que estaba a punto de volar.
Cuando me invitó a que la acompañara abajo me sentí un poco desilusionado. ¡Se estaba tan bien arriba del techo!
—¿No podemos quedarnos para siempre acá arriba?
—Mira, no podemos quedarnos en un lugar tan desprotegido como este tejado viejo y sucio. Puedes acompañarme a un lugar donde todo es blanco, limpio y brillante para personas especiales como tú.
—¿Y  podemos ir volando? Mira, ¡como esas mariposas! —dije señalando el vapor.
—¡Eso es maravilloso! Pero prefiero que vayamos caminando —dijo mientras extendía su mano y me guiaba a la escalera.
Nunca comprendí por qué las lágrimas en el rostro de mamá si yo estaba tan contento con mi nueva amiga y su carroza negra y brillante como sus ojos, y esa enorme cruz roja al costado igual a la que llevaba en su cabeza.
Era muy excitante contar mis proyectos y planes para poder volar. Aunque los señores de blanco apenas me miraron Camila no me soltó la mano y escuchaba atentamente mientras sonreía. No recuerdo cuánto duró el viaje. Solo sé que era de noche cuando llegamos y me cargaron en brazos porque estaba con mucho sueño.
Con los primeros rayos del sol desperté. En la habitación todo era blanco, limpio y brillante como me prometió. Pero no había palomas. Quise salir a buscarlas y la puerta estaba cerrada.  Empecé a girar golpeándome como un ave herida contra las paredes y los muebles.
Pronto vino Camila acompañada por los señores de blanco. Me inyectaron algo en el brazo y perdí el conocimiento. Cuando volví a abrir los ojos estaba en otra habitación. Más estrecha y con paredes blandas. Pocas veces he salido de ese cuarto. He visto por la pequeña ventana el jardín cubierto de nieve y los naranjos florecidos muchas veces. Ya no soy un niño.
Ayer intenté llegar a las escaleras y les expliqué que era para volar desde el techo y me lo impidieron tomándome con  fuerza los brazos las piernas mientras gritaban que estaba loco. No quise lastimarlos, pero ellos me atacaron. Volvieron a inyectarme.
Camila prometió que iba a cuidar bien de mí. Ahí viene. Trae colgando de una percha una camisa extraña que se prende por la espalda con mangas muy largas. ¿Estarán escondidas ahí las alas?


2 comentarios:

  1. Buenísimo, José.
    Locura en estado puro, y contada en primera persona, lo que nos hace querer todavía más el personajes, logrando una gran empatía con él. Quién pudiera volar, para siempre, sin ningún tipo de frenos ni restricciones...
    ¡Saludos!

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  2. Gracias Juan! Todos tenemos algo de locos... y de poetas

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