Por Claudia Medina Castro.
Stella Dart contaba los hoyos de su
media sin pie con bastante atención. Llegaba al número cinco y todo se volvía
amarillo. No podía seguir. Las paredes de su cuarto, su mesita de luz, su luz.
Amarillo. El espanto hecho color. Indicaba que debía parar. La indeseada
quietud hacía que los músculos internos de Stella se agarrotaran con raros
efectos. Algunos no tan raros, como el hipo. Otros, hacían que se tirara de
costado con la necesidad de aflojar la cabeza contra el suelo. El suelo frío.
Su cráneo latía perdido entre falanges, dormido entre las vértebras. Stella
soñaba con su base inexistente. Su base. Su pisar en este mundo. Sentía las
uñas de sus pies crecer. Al despertar, se paró con dificultad y empezó a buscar
el alicate. En la búsqueda frenética se encontró con una tijera que no resolvió
lo de sus uñas pero le encontró buen uso para el pelo. Un corte agradable para
el mundo azul. Azul. Tonalidades de azules y verdes con toques de rojo claro.
Ese rojo que no alude a la
sangre. Solo intima con atardeceres intensos y frutas
salvajes. Con bebidas maduras. Con labiales. Abandonó la tijera y se empezó a
maquillar. Tono sobre tono. Llegando a las sombras, sintió las uñas chocar
contra el porcelanato. Largó todo y se abocó al asunto del alicate. No podía
ser. Tenía que estar por allí. Daba vuelta cajas, cajones, baúles y sobres. Su
cuello giraba al revés que sus pies. Trastabilló y mientras caía volvió el
amarillo. Paró. Contó hasta diez, quince y más. Esta vez todo estaba muy
nublado, con algunas esferas liláceas que flotaban, siniestras, a su alrededor.
Algunas explotaban desparramando su hedor. Cortando el respirar. Se adueñaban
de sus pertenencias y de sus desechos desparramados. No podía frenarlas. Era imposible
seguirles el ritmo que no tenían. En ese estado recordó el alicate. Se levantó
y lo tomó de la repisa del baño. Siempre estuvo allí. Empezó a cortarse las
uñas con las esferas rebotándole en la nuca. Descubrió el
agujero número seis de sus medias y el latido en el diafragma volvió. Tratando
de sacarse las medias cayó de costado. Era adecuado. Tenía que parar otra vez.
Las esferas lilas seguían ahí. Rebotaban en las ideas, en los miedos y en las
caderas. Y las hacían girar y girar. Y todo terminaba en un sueño sucio.
Despertaba al rato buscando cigarros. Tabaco aliviador. Después de todo, ¿qué
estaba haciendo sino vivir el presente como siempre le recomendaban? Se asomó
al único espejo del pasillo y notó varias cuestiones inconclusas. Maquillaje,
pelo, medias, uñas. Tenía que poner manos a la obra. Algo agotador. El
recuerdo de sus manos ágiles la sumergía en un océano de angustia. Estado que
duraba el tiempo que una rata vive su esplendor. Luego fluctuaba entre mundos
ajenos hasta que tomaba velocidad para continuar. Entre temblores se cambió las
medias, recortó sus uñas ya impecables y se aplicó con cuidado el labial. Ese
rojo claro que la serenaba tanto. Acomodó su vestido, se calzó sus stilettos
altísimos y se sintió mejor. Gracias a ellos y a sus botas perfectas, encontró
su manera de caminar en este mundo, lejos de la superficie. Ya casi
estaba lista. Aunque no recordaba bien para qué. Sentada en el inodoro trató de
recordar. Sus manos frías se veían verdosas y rodeadas de las esferas. Se las
sacudió con dolor. Tocó sus pechos buscando calor. No tuvo paz hasta que los
sintió latir. Hasta que los reconoció enteros y suyos, capaces de alimentar
miles de almas perdidas que se arrastraban por su vientre plano, cómodo. Óptima
energía para succionar que brindó sin cuestionarse, como pago a cuenta de
exclusivos cursos de milagros. Un día su corazón explotó. Y junto con él su
cara contra la puerta de hierro. A los enfermeros les costó bastante poder
ingresar, ya que el peso muerto del cuerpo destrozado de Stella trababa la
única entrada al habitáculo. Cuando lo lograron, ya no quedaba nada entero de
ella. Sus órganos estaban desangrándose sobre el cemento negro y viscoso. Y los
pocos sectores de piel que le quedaban tenían tajos con pelo y dientes
incrustados. El bello pelo de Stella. Sus labios hinchados, con capas y capas
de rouge apenas cubrían sus encías rotas. Se llamaba Stella Dart. Y ahora sabe
que su paso por este mundo le dio vuelo a unas cuantas vidas complejas, que
anhelaban los azules. Aunque en su mente seguía buscando el alicate.
Fascinante. Tus escritos siempre provocan algo en mi. Gracias!
ResponderEliminarUfff... Extraordinario, Claudia, como siempre.
ResponderEliminarLas mil y una sensaciones de la protagonista, descriptas a las mil maravillas.
Me encantó.
¡Saludos!