miércoles, 6 de agosto de 2014

Stella


Por Claudia Medina Castro.

Stella Dart contaba los hoyos de su media sin pie con bastante atención. Llegaba al número cinco y todo se volvía amarillo. No podía seguir. Las paredes de su cuarto, su mesita de luz, su luz. Amarillo. El espanto hecho color. Indicaba que debía parar. La indeseada quietud hacía que los músculos internos de Stella se agarrotaran con raros efectos. Algunos no tan raros, como el hipo. Otros, hacían que se tirara de costado con la necesidad de aflojar la cabeza contra el suelo. El suelo frío. Su cráneo latía perdido entre falanges, dormido entre las vértebras. Stella soñaba con su base inexistente. Su base. Su pisar en este mundo. Sentía las uñas de sus pies crecer. Al despertar, se paró con dificultad y empezó a buscar el alicate. En la búsqueda frenética se encontró con una tijera que no resolvió lo de sus uñas pero le encontró buen uso para el pelo. Un corte agradable para el mundo azul. Azul. Tonalidades de azules y verdes con toques de rojo claro. Ese rojo que no alude a la sangre. Solo intima con atardeceres intensos y frutas salvajes. Con bebidas maduras. Con labiales. Abandonó la tijera y se empezó a maquillar. Tono sobre tono. Llegando a las sombras, sintió las uñas chocar contra el porcelanato. Largó todo y se abocó al asunto del alicate. No podía ser. Tenía que estar por allí. Daba vuelta cajas, cajones, baúles y sobres. Su cuello giraba al revés que sus pies. Trastabilló y mientras caía volvió el amarillo. Paró. Contó hasta diez, quince y más. Esta vez todo estaba muy nublado, con algunas esferas liláceas que flotaban, siniestras, a su alrededor. Algunas explotaban desparramando su hedor. Cortando el respirar. Se adueñaban de sus pertenencias y de sus desechos desparramados. No podía frenarlas. Era imposible seguirles el ritmo que no tenían. En ese estado recordó el alicate. Se levantó y lo tomó de la repisa del baño. Siempre estuvo allí. Empezó a cortarse las uñas con las esferas rebotándole en la nuca. Descubrió el agujero número seis de sus medias y el latido en el diafragma volvió. Tratando de sacarse las medias cayó de costado. Era adecuado. Tenía que parar otra vez. Las esferas lilas seguían ahí. Rebotaban en las ideas, en los miedos y en las caderas. Y las hacían girar y girar. Y todo terminaba en un sueño sucio. Despertaba al rato buscando cigarros. Tabaco aliviador. Después de todo, ¿qué estaba haciendo sino vivir el presente como siempre le recomendaban? Se asomó al único espejo del pasillo y notó varias cuestiones inconclusas. Maquillaje, pelo, medias, uñas. Tenía que poner manos a la obra. Algo agotador. El recuerdo de sus manos ágiles la sumergía en un océano de angustia. Estado que duraba el tiempo que una rata vive su esplendor. Luego fluctuaba entre mundos ajenos hasta que tomaba velocidad para continuar. Entre temblores se cambió las medias, recortó sus uñas ya impecables y se aplicó con cuidado el labial. Ese rojo claro que la serenaba tanto. Acomodó su vestido, se calzó sus stilettos altísimos y se sintió mejor. Gracias a ellos y a sus botas perfectas, encontró su manera de caminar en este mundo, lejos de la superficie. Ya casi estaba lista. Aunque no recordaba bien para qué. Sentada en el inodoro trató de recordar. Sus manos frías se veían verdosas y rodeadas de las esferas. Se las sacudió con dolor. Tocó sus pechos buscando calor. No tuvo paz hasta que los sintió latir. Hasta que los reconoció enteros y suyos, capaces de alimentar miles de almas perdidas que se arrastraban por su vientre plano, cómodo. Óptima energía para succionar que brindó sin cuestionarse, como pago a cuenta de exclusivos cursos de milagros. Un día su corazón explotó. Y junto con él su cara contra la puerta de hierro. A los enfermeros les costó bastante poder ingresar, ya que el peso muerto del cuerpo destrozado de Stella trababa la única entrada al habitáculo. Cuando lo lograron, ya no quedaba nada entero de ella. Sus órganos estaban desangrándose sobre el cemento negro y viscoso. Y los pocos sectores de piel que le quedaban tenían tajos con pelo y dientes incrustados. El bello pelo de Stella. Sus labios hinchados, con capas y capas de rouge apenas cubrían sus encías rotas. Se llamaba Stella Dart. Y ahora sabe que su paso por este mundo le dio vuelo a unas cuantas vidas complejas, que anhelaban los azules. Aunque en su mente seguía buscando el alicate.



2 comentarios:

  1. Fascinante. Tus escritos siempre provocan algo en mi. Gracias!

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  2. Ufff... Extraordinario, Claudia, como siempre.
    Las mil y una sensaciones de la protagonista, descriptas a las mil maravillas.
    Me encantó.
    ¡Saludos!

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