Por José Luis Bethancourt.
"Los niños y los
locos siempre dicen la verdad.
Por eso, a los primeros los educan y a
los segundos los encierran".
De niño nunca tuve problema para decir la verdad y me causaba gracia
la cara de asombro de las viejas que pretendían darme besos pinchándome con sus
bigotitos y llenándome de esas lociones apestosas que impregnaban sus ropas y
su cabello. O cuando les contaba a todos que estaba a punto de descubrir cómo
volar libremente sin depender de máquinas como esas que había visto en fotos de
revistas y que me contaron que llevaban gente en su interior para ir de un
lugar a otro.
Es cierto que los emplastes de floripondios que me
aplicaron para aliviar el dolor de mis huesos resultaron efectivos aquella
primera vez que intenté volar desde el alfeizar con mis alas hechas de papel
sanitario.
Digo “primera vez” porque volví a intentarlo en la
siguiente nevada con unas alas de alambre y pañuelos de seda del cajón de la
cómoda de mamá. La nieve amortiguó el golpe pero no mis ansias de alzar vuelo
como esas palomas que se iban aleteando desde los azulejos cada vez que llenaba
el baño con vapor de la ducha.
Nadie me creía hasta que llegó ella. Yo estaba
sentado en lo alto del tejado, sobre una alfombra, observando el vapor que
salía del respiradero del baño para acompañar a las mariposas. Asomó su blanco
rostro por el borde del tejado. Sus ojos como escarabajos negros hacían
resaltar la cruz roja bordada en su cofia blanca. Me habló suavemente, con un
susurro que sonó como un aleteo de gorrión.
—Hola Demian, ¿me invitas a sentarme en tu alfombra?
Pero solo si me prometes que no volará, porque tengo miedo.
—No, solo es el tapete que estaba frente a la chimenea. Sube.
Cuando terminó de trepar la escalera quedé
maravillado. Sus cabellos largos me parecieron plumas, sobre su vestido azul
oscuro con pechera blanca traía una capa que cubría sus brazos por completo y
yo estaba seguro que también escondía un par de majestuosas alas.
Hablamos un buen rato. Mientras tanto veía a mi madre
caminando nerviosa de un lado otro por el jardín mientras levantaba su vista
hacia nosotros. Yo era completamente feliz. Era la primera vez que un adulto no
me reprendía por contar que estaba a punto de volar.
Cuando me invitó a que la acompañara abajo me
sentí un poco desilusionado. ¡Se estaba
tan bien arriba del techo!
—¿No podemos quedarnos para siempre acá arriba?
—Mira, no podemos quedarnos en un lugar tan
desprotegido como este tejado viejo y sucio. Puedes acompañarme a un lugar
donde todo es blanco, limpio y brillante para personas especiales como tú.
—¿Y podemos ir
volando? Mira, ¡como esas mariposas! —dije señalando el vapor.
—¡Eso es maravilloso! Pero prefiero que vayamos
caminando —dijo mientras extendía su mano y me guiaba a la escalera.
Nunca comprendí por qué las lágrimas en el rostro de
mamá si yo estaba tan contento con mi nueva amiga y su carroza negra y
brillante como sus ojos, y esa enorme cruz roja al costado igual a la que
llevaba en su cabeza.
Era muy excitante contar mis proyectos y planes para
poder volar. Aunque los señores de blanco apenas me miraron Camila no me soltó
la mano y escuchaba atentamente mientras sonreía. No recuerdo cuánto duró el
viaje. Solo sé que era de noche cuando llegamos y me cargaron en brazos porque
estaba con mucho sueño.
Con los primeros rayos del sol desperté. En la
habitación todo era blanco, limpio y brillante como me prometió. Pero no había
palomas. Quise salir a buscarlas y la puerta estaba cerrada. Empecé a girar golpeándome como un ave herida
contra las paredes y los muebles.
Pronto vino Camila acompañada por los señores de
blanco. Me inyectaron algo en el brazo y perdí el conocimiento. Cuando volví a
abrir los ojos estaba en otra habitación. Más estrecha y con paredes blandas.
Pocas veces he salido de ese cuarto. He visto por la pequeña ventana el jardín
cubierto de nieve y los naranjos florecidos muchas veces. Ya no soy un niño.
Ayer intenté llegar a las escaleras y les expliqué
que era para volar desde el techo y me lo impidieron tomándome con fuerza los brazos las piernas mientras
gritaban que estaba loco. No quise lastimarlos, pero ellos me atacaron.
Volvieron a inyectarme.
Camila prometió que iba a cuidar bien de mí. Ahí
viene. Trae colgando de una percha una camisa extraña que se prende por la
espalda con mangas muy largas. ¿Estarán escondidas ahí las alas?
Buenísimo, José.
ResponderEliminarLocura en estado puro, y contada en primera persona, lo que nos hace querer todavía más el personajes, logrando una gran empatía con él. Quién pudiera volar, para siempre, sin ningún tipo de frenos ni restricciones...
¡Saludos!
Gracias Juan! Todos tenemos algo de locos... y de poetas
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