miércoles, 26 de febrero de 2014

Operación «Noche perpetua»




Por Mauricio Vargas Herrera.

Una pequeña gota se desliza buscando la comisura de su boca. En un acto reflejo, saca su lengua y la absorbe. Siente la sal. Le parece curioso no recordar el sabor de su propio sudor, teniendo en cuenta que ha estado empapado de él las veinticuatro horas durante meses.
Se pasa la mano por la cara y se la seca en el pantalón. Repite la operación, esta vez en su cabeza calva. Bueno, no tan calva. Más bien con el pelo muy corto. Se lo había quitado todo hacía un año y medio más o menos. Aquello le provocó sentimientos encontrados, pues aunque lamentó perderlo, sintió el alivio de quitarse ese peso muerto de encima. Ahora sentía el esporádico frescor del aire tibio en su cuero cabelludo. Es que nadie en el mundo —estaba seguro de eso— se atrevía a tener pelo sobre su cabeza. Aquello, en esos calores, era como vivir con un trapo húmedo y chorreante encima. Cuando se levantaba algún vientecillo, disfrutaba sentir el frescor, tanto como beber una gota de agua en pleno desierto. El aire ya no era frío como antes. Dejó de serlo hace algunos años. Sin embargo, aunque tibio, era un breve alivio.
Él los había convocado. Le pareció divertido reunirse y disfrutar una última asoleada. La ocasión lo merecía. Subir y exponerse al sol de manera voluntaria solo acentuaría el alivio cuando la ola de calor fuera erradicada. Es como aguantar hambre y luego devorarse un buen almuerzo, les había dicho. O aguantar las ganas de orinar y luego dejar salir el chorro potente y ver la espuma en el agua del inodoro y sentir ese escalofrío que a uno le recorre la espalda y sentir los ojos llorosos. Es como ese tipo de placer, les explicó a varios vecinos. Primero se sufre, luego se goza. Además, esperar el momento anunciado al aire libre, a pesar de ese maldito sol que ya parecía el escupitajo del mismo Diablo, era mejor que estar encerrados en sus apartamentos, cocinándose vivos. Todos accedieron. Horas antes los vio subir poco a poco. Los residentes de cada apartamento, con sus enormes botellones de agua, sus sillas para presenciar la función, y sus sombrillas para hacerse sombra. Los hombres con sus torsos desnudos. Algunos, con los pelos del pecho húmedos y apelmazados. Otros más osados con camisetas de esqueleto pegadas a la espalda por una enorme mancha de sudor. Las mujeres, con el pelo corto también, vestían sus trajes de baño, que habían dejado de ser prendas vacacionales para convertirse en trajes de vestir habituales. El último en llegar a la reunión fue el sujeto que vivía en el séptimo piso. Se había quedado sin vecinos porque las familias del último piso se habían mudado. Todas afirmaron que seguir viviendo allí era una locura. Vivir en el último piso es como vivir dentro de un horno, decían. El único valiente era él, quien había llegado a la azotea diciendo «¡Hora del asado! ¿Alguien trajo la carne?» Todos estallaron en risas. Hacía mucho que nadie comía nada caliente. Una cucharada de sopa recién hecha parecía como beber lava. «Es en serio», replicó. Solo provocó más risas. Varios coincidían en que era su buen humor el que lo había ayudado a soportar el infierno que debía de ser su apartamento allá arriba.
Todos están felices. Al menos han ignorado el sofocante calor por un momento. En otro tiempo, cualquiera que los hubiera visto a todos allí, en esa azotea sin piscina, hubiera pensado que eran un montón de locos, piensa.
La radio murmura en el centro de la azotea. Todos congregados alrededor de ella. La transmisión había comenzado hacía una hora y media. Ya se acerca el momento anhelado. Se acercan al aparato. Suben el volumen. No dejan de ventearse con los abanicos. El lanzamiento está a punto. Inicia el conteo. Todos lo corean como si celebraran Año Nuevo. Van sacando las gafas antireflejo. Todos las compraron. Las vendían hasta en los semáforos. Nadie iba a perderse detalle. Llega el cinco. Cuatro. Tres. Dos. Uno. Cero. Miran al cielo.
Un pequeño punto en la distancia aparece tras varios minutos. Asciende lentamente, una mancha diminuta ante la omnipotente luz solar. Luego es engullido por el fulgor incendiario del sol. Todo queda en silencio. Nadie se mueve, solo el sudor que resbala lentamente por la piel. Extraño silencio. Inolvidable silencio. Una vibración en los pies que crece, luego una vaharada caliente, exhalada por el firmamento, que los empuja, los azota mientras el cielo se va oscureciendo. Entonces la luz se apaga. Para siempre.

1 comentario:

  1. Buenísimo, Mauricio.
    Lo leí apocalíptico y dramático a pesar de los toques de comedia. Las descripciones del entorno y los protagonistas, realizadas de ideal forma, nos permiten «estar» allí, junto a ellos, viviendo ese último instante de sol.
    Me gustó mucho, che,
    ¡Saludos!

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