Por Mauricio Vargas Herrera.
—¡Tenemos
que salir de aquí! —dijo
la chica, desesperada. Estaba apoyada contra la ventana, mirando la carretera
desierta. Sus manos estaban pegajosas y cuando se separó dejó una huella húmeda
sobre el vidrio.
—Ya
le dije, señorita, que debemos esperar a que se oscurezca —dijo uno de los
pasajeros —Es la
única manera de salir sin problemas.
—¡Pero
apenas son las doce del día, señor Stevens, y las llantas ya están hundiéndose!
—No
hay otra opción… a menos que quiera terminar como el conductor. —El hombre miró a través
de la ventana y los otros doce pasajeros siguieron su mirada. Afuera, sobre el
asfalto ardiente de la carretera recién pavimentada, el cuerpo rechoncho del
conductor del trolebús estaba boca arriba, inerte,
con su piel rostizada por el sol y embadurnada con restos de alquitrán
derretido.
Habían advertido que con la llegada del solsticio demoraría mucho más en oscurecer, pero nadie
supuso que el calor se convertiría en aquel inefable fenómeno. Los animales
habían enloquecido, ya se reportaban algunas emergencias en los hospitales por
gente que se desmayaba y moría del calor y en algunas zonas del país se había
declarado una repentina sequía de lagos y abastecimientos de agua. Todo estaba
a punto de colapsar bajo aquel solsticio infernal. Y la inauguración de la
primera línea de trolebuses interestatal no había escapado a aquella pesadilla.
No hacía más de tres horas, el trolebús
número siete quedó varado en la mitad de la nada. El carril exclusivo estaba recién
terminado y aún brillaba el reluciente color negro del alquitrán, pero algo
había sucedido la catenaria y había dejado de suministrar electricidad a los
vehículos. El aire acondicionado falló y con todos los vidrios sellados, el
calor no demoró en apoderarse del interior del trolebús. El conductor llamó a
la línea de emergencia, tomaron su caso, pero le dijeron que tendría que
esperar, pues en la ciudad se estaban presentando emergencias mayores que
tenían prioridad. Entonces sugirió salir y esperar en la carretera si no
querían morir ahogados en el interior del vehículo.
Las puertas del trolebús se abrieron y la corriente de aire
caliente fue recibida con alivio por los pasajeros. Hubo espacio para un poco
de humor.
—Con
este calor, podemos asar alguna mazorca mientras tanto —dijo señalando el cultivo que se extendía frente a
ellos.
La gente rió y esperó a que el conductor descendiera del
trolebús, pero solo pudo avanzar unos cuentos pasos antes de quedar pegado. El
hombre trató de liberar su pie torpemente, pero el zapato estaba totalmente
adherido al alquitrán. «¡Quíteselo» le gritaron desde el
interior del bus, pero el conductor era un tipo grande, pesado, y resultó
verdaderamente difícil agacharse para aflojarse el calzado. Entre respiro y
respiro, el conductor liberó un pie y lo apoyó sobre el zapato pegado mientras
se ocupaba de su otro pie; luego, descalzo, quiso caminar hacia el borde de la
carretera y cuando puso sus pies sobre el alquitrán ardiente lanzó un alarido.
Sus pies se hundieron en aquella superficie derretida y el hombre, sin dejar de
gritar, perdió el equilibrio y cayó para no levantarse jamás. Luchó por
recuperarse, pero solo logró revolcarse en ese fango viscoso y caliente,
quemándose la piel y rostizándose hasta fallecer bajo el imponente sol. Ahora
estaba tendido en la carretera, a pocos metros del trolebús, como una
advertencia que el mismo calor hubiese sentenciado. Y del cultivo, que ya había
sufrido la inclemencia del clima y ahora presentaba un notable color marrón,
salían algunos cuervos a merodear el cadáver y arrancar unos buenos trozos de
piel rostizada.
Desde el incidente ya habían transcurrido siete horas. Eran
las nueve de la noche y nadie se había reportado. El aire que entraba por la
puerta era escaso y tibio y el sol parecía no querer marcharse. Las llantas de
caucho del trolebús de habían derretido y ahora se hundían completamente en la
carretera.
—Debe
de haber alguna manera —dijo
un joven sentado al fondo del trolebús sin camisa—. Sería ridículo que nos hundiéramos con trolebús y
todo.
—No la
hay —intervino de nuevo Stevens. Había decidido tomar el liderazgo de la
situación—. Si conoce alguna, dígamela, joven, y todos le estaremos muy
agradecidos.
—No me
hable así, Stevens. —Se levantó rápidamente apuntándole con el dedo—. No sé
quién le dio la autoridad para que dispusiera las cosas aquí, pero ese maldito
pesimismo suyo no nos está llevando a nada. Si quiere ser el líder, será mejor
que sirva para algo si no quiere ser comida para cuervos junto al conductor.
Stevens
le dio una bofetada.
—Es mejor
que se quede sentado allá al fondo, Keneth, y ojalá con la boca cerrada.
El joven
se lanzó contra Stevens y empezó a golpearlo. Luego lo apartaron y ayudaron a Stevens
a ponerse de pie ydijo en voz alta:
—Escuchen.
La parte inferior del trolebús ha desaparecido bajo el alquitrán derretido y se
seguirá hundiendo. Solo tendremos que esperar a que se haga de noche y listo.
El aire se enfriará y podremos esperar tranquilos a que el alquitrán se
endurezca para salir sin problemas. Hay que tener paciencia.
La gente
parecía aprobar la idea de Steven, pero Keneth levantó la voz desde el fondo
del trolebús. Intentaron retenerlo para evitar una pelea, pero solo se subió a
uno de los asientos y todos voltearon a mirarlo, incluso Stevens, irritado.
—¿Cómo
pueden creer todo lo que dice este imbécil? Hey, Stevens, ¿tú qué sabes de lo
que está pasando? Ya son las nueve de la noche y todavía tenemos sol. Esto no
es normal. No sabemos cuánto va a durar.
—Se
llama solsticio. No hay nada de raro en ello —afirmó Stevens desde el otro lado
del trolebús.
—Sé lo que
es, lo dijeron en las noticias. Pero estoy seguro de que cuando dijeron que
anochecería un poco más tarde, no se referían precisamente a que a las nueve de
la noche el sol estuviera aún sobre nuestras cabezas. Miren el cielo: son las
nueve de la noche y parece que fuera mediodía. El calor no ha amainado, estamos
deshidratándonos aquí adentro, como unos idiotas, sudando y desesperándonos.
Nadie se ha asomado por estos lados desde que el conductor reportó el accidente
y ni piensen que va a suceder ahora. Ni siquiera sabemos lo que está pasando en
la ciudad. Los celulares ya no tienen señal, el maldito trolebús no tiene radio
y no podemos ni siquiera cruzar la carretera. No sé qué están pensando, pero no
me pienso quedar aquí a esperar a que anochezca. Ni siquiera sé si va a suceder,
y antes de que esta carretera nos devore enteros, pienso salir de aquí por mi
propia cuenta.
Keneth
esperó un poco de apoyo, pero la gente no dijo nada. Stevens dejó ver una
sonrisa triunfal en su rostro.
—Perfecto
—dijo Keneth. Bajó de la silla y cruzó el autobús. Adelante, al pie de la
puerta, recibiendo el poco aire caliente que circulaba, estaba la señora Farmwood
con su bebé—. Disculpe, señora Farmwood, ¿me puede prestar eso que tiene allí? —dijo
señalando bajo del asiento—. Eso que parece un edredón.
Si no la necesita, claro.
La
señora Farmwood agarró la manta que tenía arrumada bajo ela siento.
—No es
un edredón, es una manta. Está sucia. Nicholas tuvo un pequeño accidente cuando
lo estaba cambiando, usted sabe. ¿Le sirve así?
Keneth
la recibió amablemente.
—No
importa, está perfecta. Gracias.
—¿Piensa
irse?
—Lo
intentaré. ¿Se me une?
La
señora Farmwood lo pensó por un momento. El pequeño Nicholas los miraba a ambos
con inocencia infantil y les sonrió. El pobre tenía la cabeza mojada del sudor.
—Creo
que esperaré.
Keneth
asintió y regresó al fondo del trolebús, se puso la camisa, guardó el celular
en el bolsillo y se dirigió de nuevo a la puerta. La gente siguió todos sus
movimientos y Stevens parecía divertirse con la situación.
Se
detuvo en el primer escalón.
—Muchas
gracias por la manta, señora Farmwood. —Acarició la cabeza sudorosa del bebé—.
Hasta pronto, Nicholas.
Keneth
bajó hasta el tercer escalón y examinó la situación. La gente se pegó a las
ventanas para observar la osadía del joven. Estaba a unos diez metros del borde
de la carretera. El conductor no había podido avanzar nada y allí estaba,
muerto, mientras dos cuervos sobre su pecho le pellizcaban la cara. Tendría que
hacerlo muy rápido. Extendió la manta y calculó el tamaño, luego la puso sobre
su hombro, se aflojó bien los zapatos, tomó impulso y saltó. Sintió cómo el
cemento cedía bajo sus pies, se apresuró a extender su pie izquierdo para
apoyarse con las piernas abiertas hasta donde más podía, luego extendió la
manta frente a él, sacó el pie derecho, lo puso sobre ésta y sintió el
abrasante calor en la planta y cómo el alquitrán comenzaba a tragárselo. Sacó
rápidamente el pie izquierdo de su zapato para apoyarse sobre la manta
completamente, pero cuando su cuerpo reposó sobre un solo pie, perdió el
equilibrio. Cuando iba a caer se impulsó hacia el lado y se apoyó con sus manos
sobre el cadáver del conductor, pero su mano se hundió en la carne en
descomposición del vientre, los dos cuervos alzaron vuelo y golpearon a Keneth
en la cara, perdió toda estabilidad y cayó. Sintió que su piel se quemaba al
contacto del alquitrán derretido. Gritó. Intentó levantarse, pero su ropa que
había adherido y se dio cuenta que no había forma de salir de allí, a tan pocos
pasos de estar a salvo.
Dentro
del bus, Stevens se dirigió a los pasajeros.
—Esperaremos
al anochecer.
Y los
pasajeros decidieron esperar, y vieron los dos cuerpos en la carretera
descomponerse por completo sin dejar de ver la luz del sol.
- FIN -
Genial!!! Felicitaciones Mauro por este relato que me hizo transpirar!!! Besossssss
ResponderEliminarExcelente Mauro, no puedo evitar esbozar una sonrisa, aquí donde vivo es natural el sol a las 9 de la noche, claro está que no hace una temperatura tan grande, pero hay días que a las diez hemos dicho ya es hora que anochezca no?
ResponderEliminarExcelente.
Un beso
Muy bueno Mauro! La impaciencia no es buena consejera aunque el calor desespere!.
ResponderEliminarTuve la oportunidad de leer este relato en un día como hoy, cuando la sensación térmica es de 30°C aproximadamente, y la verdad que hubo una clara identificación... ¡Me muero de calor!
ResponderEliminarMuy bueno Mauro, saludos.
uf. mauro .. es muy fuerte este relato para estos días de ciudad y trenes....
ResponderEliminarme quedo con la intriga del final .ayy .
salutes !
Atrapante relato, Mauricio.
ResponderEliminarSabés mantener la intriga y el suspenso durante toda la trama, y uno se queda pegado a la pantalla de la PC intentando dilucidar cómo se resolverá (¿se resolverá...?) el dilema, y qué será de los infortunados protagonistas.
Excelente, me encantó.
¡Saludos!