Por Sebastián Elesgaray.
Estábamos en el cielo. Todos.
Bueno, en realidad llegamos hasta la azotea.
—En Argentina le
decimos terraza —comentó
Juan con una sonrisa.
El editor asintió y devolvió el gesto. Era gordo, bajito,
con una pelada que le estaba ganando terreno sin discriminar ninguna parte de
la cabeza. Un anillo de oro decoraba su anular derecho. Un prendedor de oro
sobresalía de la solapa de su saco. Prendió un habano con un encendedor de oro.
Y cuando sonrió, un diente de oro brilló al sol. No supe bien qué pensar, pero
sentí un poco de asco. ¿Era necesaria tanta parafernalia? ¿Sería así todos los
días o nada más cuando se juntaba por reuniones de trabajo?
—Lo que queremos
de ustedes —dijo en un
español atravesado—, es
que publiquen con nosotros todos sus próximos cuentos. Los que están en el blog
ya no sirven, no son inéditos. Pero a partir de ahora nos gustaría que trabajen
para nosotros.
Nos miramos entre todos. William se pasó la mano por la
barba y levantó las cejas. Sus ojos francos estaban fijos en el editor.
—¿Y eso por qué?
Siempre me causó gracia el acento de los españoles y
cuando William habló no pude evitar sonreír. Vi que a Laura también le causaba
y asentimos en silencio.
—Buscamos nuevos
talentos. Escritores que rompan un poco el esquema. Estamos un poco cansados de
los multimillonarios pedantes que rebalsan el mercado con los palabreríos
típicos de quien busca ganar dinero.
Mauro levantó la mano despacio. Temblaba un poco,
expresando que no disfrutaba el frío de Nueva York.
—Eh… ¿Cómo nos
encontró?
—Yo no los
encontré. Tenemos gente que se dedica a navegar por la web en busca de ustedes.
Pasaje de avión. Alojamiento. Movilidad. Todos los gastos
pagos. Era demasiado bueno para ser verdad.
Al lado mío, Juan fruncía el ceño. Parecía concentrado,
incluso ido. No lo conocía mucho. En realidad no conocía mucho a nadie, salvo
por Facebook. Bibi, Claudia, Laura, Juan, José y yo, todos los argentinos, nos
habíamos conocido un poco en el avión. Había compartido asiento con Juan, pero
el muy jodido había dormido todo el viaje como si estuviera muy pancho,
mientras que yo no podía dejar de morderme las uñas como una colegiala nerviosa
por una primera cita.
—Che, ¿y por qué
una reunión acá arriba? —dije.
—Esa fue una
decisión mía. Me gusta admirar el paisaje. ¿A ustedes no?
La verdad era que no. Básicamente veía luces y edificios.
Quería estar abajo, recorrer las calles de la supuesta “ciudad que nunca
duerme”. Aunque ni en pedo lo hacía solo. Por ahí alguna de las chicas quería
acompañarme, pensé sonriendo.
—Hay una cuestión —dijo el editor, cortando mi pensamiento
cuando me había fijado en Laura.
—Que sea rápido,
capo. Me estoy helando las bolas —dijo
José. Nos reímos todos, incluso el editor, aunque para mí no entendió.
—Deben pasar la
noche en esta azotea. Nada más. Si mañana al amanecer todavía están aquí,
firmaremos contrato y comenzarán a escribir con nosotros.
—Siempre hay un
pero… —murmuró Bibi.
—¿Te parece, con
el frío que hace? —dijo
Claudia.
El editor se encogió de hombros y mostró las palmas de las
manos.
—En realidad es
algo muy simple. Tal vez pasen un poco de frío, a lo sumo tendrán hambre. Pero
tan solo deben estar aquí al amanecer. Si alguno de ustedes decide abrir esa
puerta —dijo señalando la
salida de la terraza— y
volver a sus habitaciones, quedarán fuera de nuestra editorial. Los ocho por
igual.
—O sea que el
error de uno lo pagamos todos —terminó
Claudia.
—Exacto.
El editor sonrió hinchado. Entrelazó los dedos sobre su
voluminoso pecho. Se puso en puntas de pie y después bajó, hamacándose al
compás del viento. No borraba esa sonrisita reservada de su cara, y me dieron
un poco de ganas de estar en Argentina, donde era verano. Por ahí con una
cerveza y una pizza.
O de partirle la cara de una piña.
Cualquiera de las dos cosas mejoraría cómo me sentía.
Nos pusimos en círculo.
—¿Qué piensan,
che? —preguntó Juan. Se sacó los anteojos y se refregó los ojos con
evidente fastidio. Todos estábamos cansados por el viaje pero a la vez cargados
de excitación por lo que nos proponían.
—Pues que es una
ganga. Y ese tipo está más loco que una cabra —dijo William.
—Coincido —agregó Bibi.
—A mí me parece
que es un excéntrico y nada más. El tipo nos quiere hinchar los huevos, por
hobby nomás.
Asentí a José. Yo pensaba más o menos igual, aunque
también tiraba para el lado de William: el tipo estaba loco.
—A propósito —dije—, ¿cómo se llama el editor?
—Lendarian. No me
acuerdo el nombre —me
contestó Claudia. Tenía los labios un poco morados y el reflejo de la ciudad
era suficiente para que se notara que estaba pálida.
—¿Estás bien? —le preguntó Mauro.
Claudia asintió, pero se acomodó mejor su abrigo y se
prendió el último botón. Yo le pasé mi bufanda. Me sonrió y creo que me sentí
Sir Lancelot.
—A mí dejame con
el calor y la playa. Y el mar —comentó
Bibi.
Todos asentimos.
La verdad, nos estábamos cagando de frío.
Miré mi celular. En esa parte del mundo para lo único que
me servía mi viejo Nokia 1100 era
como reloj. Pero nunca me había fallado, y me dio la hora.
Recién las doce y
media. La concha de la lora, pensé.
Estaban todos dispersos por la azotea.
Terraza, mierda, me
corregí.
Pero lo cierto era que el léxico neutro se me pegaba sin
darme cuenta. Entre las películas dobladas y los libros traducidos, era muy
fácil que se me mezclara todo.
A lo lejos pude ver a José, haciendo reír a Laura y a
Claudia con alguna ocurrencia. Era bueno que estuviera: parecía que el frío no
lo inmutaba y tenía una incontable cantidad de anécdotas y bromas. En ese momento,
Laura le pegaba en un hombro, pero no podía disimular que le había causado
gracia y se reía mientras lo hacía.
Juan, William y Mauro charlaban de fútbol. Juan los
deliraba haciéndoles notar que Argentina contaba con los dos mejores jugadores
de todos los tiempos: Maradona y Messi. Y encima nuestro país había ganado dos
copas del mundo, mientras que España solamente una y Colombia ninguna. Pero no
discutían, sino que se divertían. Y Mauro no dejó pasar el 5-0 de Colombia a Argentina por las eliminatorias
del mundial 94.
Busqué a Bibi con la mirada. Y la vi en la puerta.
Me erguí, me puse tenso.
Apoyó una mano en el picaporte y lo bajó. Entreabrió, pero
volvió a cerrar despacio. Se dio cuenta de que la miraba y me sonrió levantando
los hombros con indiferencia.
—Quería probar que
abriera.
La miré fijo sin decirle que nos podría haber cagado a
todos, y me giré hacia la ciudad.
Era lo mismo que hasta hacia unas horas: luces, ruidos de
bocinas y autos pasando, más luces, edificios enormes, carteles de publicidades
(la mayoría conocidas, porque las marcas viajaban rápido).
Suspiré. Iba a ser
una noche larga y no me había traído ni un libro. No se me había cruzado por la
cabeza la excentricidad de ese tipo. Podía charlar con los demás, pero en
realidad necesitaba ordenar un poco lo que pensaba. Me repetí que era demasiado
bueno para ser verdad. Una editorial, casi a nuestra disposición. Con dos
publicaciones anuales, con un buen porcentaje de las ventas del libro, como
caída del cielo.
Decidí ejercitar un poco la
cabeza y enumerar todas las películas que me acordara que tuvieran como
escenario la ciudad de Nueva York.
“1997 Escape de Nueva York”, “Duro de Matar 3” , “Wall Street”, “A Bronx
Tale”, “Un Vampiro en Brooklyn” (innecesaria hasta el culo), “Taxi Driver”, “Calles
Salvajes”, “El día después de mañana”, “Godzilla” (típico), “Día de la Independencia ”,
“Depredador 2” ,
¿La Ventana
Indiscreta pasaba en Nueva York?, “El Pacificador”, “Estado
de Sitio”, “Pandillas de…”
El ejercicio resultaba y me
estaba quedando dormido, apoyado con los brazos sobre la baranda de la azotea.
Pero algo me llamó la
atención. Primero fueron los ruidos. Si bien Nueva York era ruidosa, a la
letanía de bocinas y sirenas aisladas, se sumaron explosiones. Nunca escuché
nada más fuerte que los petardos de Navidad y Año Nuevo, pero me sobresaltó
escuchar semejantes estallidos.
El primero vino de unas
quince cuadras de donde estábamos, pero pareció de al lado. Nos tapamos las
orejas y empezamos a mirar para todos lados, tratando de deducir algo.
—¡Qué carajo es eso! —escuché
que gritaba enojado José.
Se me cruzó por la cabeza el
11-S y toda la paranoia que rondaba a los yanquis desde ese atentado.
Me levanté y miré por sobre
la baranda de la terraza. A lo lejos, a un par de kilómetros, podía verse un
resplandor anaranjado que resaltaba entre dos edificios un poco más altos que
el nuestro. No había dudas de que era una explosión, por ahí otro avión que
había decidido que faltaba petróleo en el país.
—¡Miren allá! —gritó Laura.
Señalaba un poco al costado del fuego.
—¿Y eso? —dijo Juan.
Era gas. Verdoso, espeso, se
elevaba en la noche sin importarle el viento o las moles de cemento que lo
rodeaban. Reflejaba las luces, que daban formas raras a su movimiento entre las
calles.
Dije en voz alta lo que más o
menos todos pensaban:
—¿Será un ataque terrorista?
En ese momento se oyó la
segunda explosión. Fue cerca, a tan solo dos cuadras (aunque de esa distancia
nos íbamos a enterar después). Reventó la parte baja de un edificio, pero no lo
derrumbó. El fin de la explosión era soltar el gas, no destruir cosas.
Después de eso nos miramos
todos y no había ni la más mínima comprensión en nuestras caras. Estábamos
lejos de casa, en un país casi desconocido, sin ningún guía más que nuestro
excéntrico editor (quien convenientemente había desaparecido, pensé más tarde).
—¡¿Qué pasa, qué pasa?!
—gritaba Laura.
Juan dio un paso al frente.
—Bajemos —dijo.
Pero no parecía muy seguro. Y
cuando William le puso una mano en el hombro, su poca resolución se desbarató.
—Ahí abajo hay gas. Esa cosa
verde no parece buena.
Asentimos sin mover las
cabezas, tan solo mudos y estáticos con el miedo como energizante.
Entonces, como había visto en
innumerables películas, un haz de luz iluminó casi toda la azotea. Casi como si
estuviéramos coreografiados, levantamos las cabezas al mismo tiempo.
Era un helicóptero.
Un helicóptero enorme y
negro.
Y yo que pensé que el cuco
que les metía miedo a los yanquis eran los morenos de barba y turbante. Ahora
resulta que somos nosotros. Somos las excusas para matar.
Acusados de actos
terroristas, sin documentación y sospechosos por decantación. Así estamos. Al
parecer, estos hijos de puta necesitan un chivo expiatorio otra vez, necesitan
otro Bin Laden y nos agarraron a nosotros en una azotea. Cabe aclarar que sin
ningún arma, sin nada que nos conecte con semejante atentado. Para el caso,
tampoco tenemos antecedentes previos o cualquier cosa que se le parezca.
No podemos ver un abogado, no
podemos llamar por teléfono, no tenemos contacto entre nosotros. Y pretenden
que firme estas hojas como parte de mi confesión.
Están en pedo.
Lo que escribo capaz que no
llegue a leerlo nadie a quien le importe, pero prefiero pensar que queda algún
rastro de sensatez.
Por lo menos en las películas
yanquis siempre aparece el héroe que salva a todos a última hora.
Sebastian.
ResponderEliminarQue historia diferente, realmente no esperaba este final.
me sorprendió, pero es tan posible.
Muy bueno!
Excusas para matar da a título de una de esas pelis que nombras en el relato.
Eliminar¡Gracias Lau! Que bueno que te gustó. La verdad que el texto tuvo un arranque medio truncado, pero al final salió ¿esto? Jajajaja. El cine es una gran fuente de inspiración, y no podía dejar pasar la oportunidad de nombrarlo en relación a esa gran ciudad como es Nueva York.
Eliminar¡Un beso!
Como dijo Lau nos sorprendiste con una historia distinta que no solo me cautivó desde el principio hasta el final, también me hizo revivirla como si formara parte de una película. Muy buenos diálogos, me encantó ese narrador en primera persona que además de contar nos trasmite sus pensamientos. Genial amigo!!
ResponderEliminar¡¡Gracias Bibi!! El narrador no soy otro que yo, creo que es un relato que me muestra mucho. Me alegro que te haya gustado y que hayas disfrutado los diálogos entre tan particulares personajes ;)
Eliminar¡Beso!
¡Espectacular!
ResponderEliminarLa calidad de siempre en tus letras, Sebastián, qué bueno...
Uno lee "Excusas..." y se mete en la piel de los protagonistas, no solo del narrador (genial su desempeño como tal), sino también del resto: la descripción de la personalidad de cada uno de ellos es un punto fuerte.
El otro es la estructura de los diálogos, muy, muy bien construida: logra que nos deslicemos por el texto en la forma más fluida que puede existir.
Y el final, repleto de incertidumbre y donde el protagonista no pierde, a pesar de lo difícil de la situación, su buen humor, le da un broche de oro a la historia.
¡Felicitaciones, Sabastián! Siempre es un placer leerte.
¡¡Gracias Mostro!! La idea era que se viviera desde la perspectiva del narrador, pero sin perder de vista a los demás. Fue difícil teniendo en cuenta que a veces no da para extenderse mucho (más que nada por lo que implica leer de una pantalla).
EliminarCreo que los diálogos es lo mejor del texto, más allá de la historia o los hechos en sí. Es lo que mejor delinea a los personajes.
Con respecto al buen humor del narrador, creo que es un tipo muy cínico (ejem...), así que sus notas finales van cargadas de veneno, jajaja.
¡¡Saludos Juanito!!
me gusta tu forma de escribir. sin vueltas y con cierto humor que impregna todo el texto.
ResponderEliminary claro. son maestros tanto en el arte del salvataje final como en encontrar chivos expiatorios... y todo envuelto en un halo de grandeza, llámese banderas, globos, artificios, etc.
es un mundo muy raro.
te dije que me encantó??? :) bravo y salud!!!
No, Claudia, no me dijiste que te encantó. Y ahora que lo leo me pone muy contento :D
EliminarCuando escribo trato de ser conciso, "cortita y al pie" me gusta decir.
¡Te mando un beso!