miércoles, 5 de septiembre de 2012

Algunos prefieren matar de noche





Por Mauricio Vargas Herrera.

Se recomienda leer primero el cuento de Juan Esteban: "Un muerto en el ropero".

Los feroces ladridos retumbaban en el bosque y, mientras huía, William recordó la vez que los oyó en la casa de al lado y que fue el inicio del atroz descubrimiento.
Estaba leyendo el último libro de King, que había comprado de inmediato cuando el autor anunció su retirada del mundo literario. El pobre ya estaba viejo y muchos habían considerado la idea como sensata. Su hijo sería el encargado, ahora, de llevar la batuta.
Como prefería la noche para escribir, William Fleming dedicaba la tarde a la lectura. No tenía problemas con el ruido ni nada, pues aquella casa le ofrecía la paz que necesitaba para enfrascarse en sus lecturas. Ni siquiera ahora, fecha en la que algunos salían en los bosquecillos cercanos a cazar, habían molestias. La noche era más tranquila aún, y casi que podía oir a las fantasmales musas susurrándole al oído los microrelatos que escribía como poseído por extrañas fuerzas.
Llevaba un par de años, aproximadamente, viviendo en el barrio de Buenavista, distrito Centro, en el Norte de Toledo y, lo que más provocaba fascinación, era que había adquirido la casa contigua a la de Emilio Ramón, uno de los escritores de terror más enigmáticos desde Howard Philips Lovecraft. Fue un golpe de suerte saber de la casa cuando se puso en venta y con las ganancias que le había dejado su más reciente publicación, William había decidido irse para allá de inmediato.
Si bien su vecino resultaba ser un misterio, su obra literaria no le había llamado lo suficiente la atención. Sí, leía algunas cosas que decían sobre él en la web y conocía su extensa bibliografía, y siempre se decía que ya leería alguna novela de él, pero hasta ahora no lo había hecho. Había visto en la vitrina de una pequeña librería de la zona la más reciente novela del tipo, El tren, que se anunciaba con escándalo por el hecho de que el autor vivía en la zona, y casi entró a comprarla, pero primero estaba el viejo Stevie.
Ahora ya iba por la mitad del tocho de novecientas y pico páginas y estaba completamente absorbido en la lectura, cuando oyó el auto que estacionaba cerca de su casa. Quiso pararse a ver, pero su cuerpo no quiso levantarse y lo agradeció sin despegar los ojos de las páginas. Pero sus oídos seguían atentos. Escuchó una breve conversación y luego al auto arrancar. Después vinieron los ladridos de los dos perros que su vecino tenía sueltos en la casa. Ladraban con fuerza, como si alguien quisiera meterse a robar, y no cesaban ni un segundo. Intrigado, William dejó el libro a un lado de mal humor y se acercó a la ventana de su estudio, que estaba en el segundo piso.
—¿Visitas? —dijo observando por un resquicio de la persiana.
En los dos años que llevaba viviendo allí, jamás había visto a nadie visitar a Emilio Ramón. Bueno, muchas veces llegaban algunos para tomarse la dichosa foto en la verja de metal, como él había logrado hacerlo en Bangor, Maine, pero eso no era una visita propiamente. Ahora sí que lo era.
Los árboles que rodeaban la propiedad de al lado apenas si le dejaron ver al hombre parado en la puerta, viendo atónito a los dos enormes perros que le ladraban. Era un sujeto alto y delgado, y miraba ansiosamente a su alrededor. Cuando dirigió su mirada hacia la ventana de su estudio, William retrocedió, esperó, y volvió a atisbar entre la persiana. Emilio Ramón estaba descendiendo por el sendero empedrado, calmó al par de rottweilers y le dio la bienvenida al otro hombre. Cruzaron unas cuantas palabras y desaparecieron en el interior de la casa.

***

William no pudo dejar de pensar en la insólita visita en todo el día. ¿Era un reportero acaso? Hasta ahora no había visto algún reportaje serio sobre Emilio Ramón. Solo reseñas, comentarios críticos en los diarios del país y la misma información sobre su vida, aderezada por una buena cantidad de mitos alrededor de él. ¿Algún familiar quizá? Las pocas veces que se había encontrado con él, estaba solo y, por lo que sabía, nadie lo acompañaba en su casa. Se había venido de Argentina escapando de la crisis económica y había construido su vida y carrera de escritor en solitario. Creyó recordar alguna vez que alguien lo visitó, pero no estaba seguro con la cantidad de fanáticos que llegaban a tomarse fotos en la entrada de la enorme casa.
No tenía afán en resolver esas dudas, pero no pudo evitar extraer de éstas algún buen argumento para uno o más microcuentos. Esbozó dos historias en un cuaderno y regresó a la lectura. En la noche revisaría los textos y tal vez se le ocurriera algo mejor, cuando los fantasmas lo visitaran nuevamente.

 ***

Había escrito tres historias, pero decidió desechar dos y trabajar en la restante. Trataba de un escritor que buscaba en la web autores nóveles, los citaba en algún lugar y, aprovechando el entusiasmo de éstos, los secuestraba, los mataba y robaba sus historias. Era una suerte de Misery al revés. Le había gustado la idea y estuvo trabajando en ella en la noche. Debía pulirla más.
Estaba enfrascado en la historia que empezaba a encontrar nuevas longitudes. Lo que había nacido como un cuento de una página de cuaderno, terminó por extenderse a cinco, y en su cabeza no dejaban de aparecer más ideas. Cuando se alargaba, se alargaba, y William Fleming decidió seguir el juego. Las imágenes y situaciones surgían una tras otra, enredándose, proponiendo nuevos giros de tuerca, y no podía permitirse despegar el bolígrafo del papel para organizarlas si no quería dejar escapar nada. Pero los perros volvieron a ladrar.
Dejó caer el bolígrafo y se acercó a la ventana, irritado. Los rottweilers parecían poseídos: brincaban y ladraban agitados dentro de la perrera. En la oscuridad, William pudo reconocer la figura de un hombre que salía por el porche trasero cargando algo en una gran bolsa negra que vació en el suelo de la perrera. Las bestias se abalanzaron sobre el contenido y lo devoraron. Emilio Ramón regresó a la casa, no sin antes mirar hacia el estudio de William. ¡Maldita sea!, pensó retrocediendo. La luz estaba encendida. Lo había visto espiándolo. William apagó la luz y se acercó a la ventana, pero su vecino ya estaba dentro de la casa.
Fue inevitable empezar a crear hipótesis de aquello tan extraño y, morbosamente, pensó en hacer otra historia, pero debía terminar con la que estaba trabajando, así que, sin dejar de cavilar sobre lo que había visto, que le despertaba extrañas sospechas, regresó al cuaderno.

 ***

Pasó un año y las cosas siguieron normales. William Fleming acabó son un libro de microcuentos de ciencia ficción, en Estados Unidos esperaban ansiosos la otra novela descubierta de Richard Bachman —una desesperada estrategia publicitaria de Scribner—, y su vecino inundó las estanterías con tres nuevas novelas que parecían recuperar la vitalidad de su narrativa. Después de un título algo flojo como El tren, que William compró para salir del asunto de una vez por todas, y otro mucho mejor, pero anterior como Tendidos en la oscuridad, Emilio Ramón volvió a la carga con Frío en el altillo, La cripta (homenaje a Lovecraft), y Veneno mortal. Obviamente él no era un fanático de este autor, pero no pudo dejar de notar en Veneno mortal, novela innecesariamente larga, una prosa muy diferente. Mientras en las novelas anteriores los textos eran más atmosféricos y con poco diálogo, como si quisieran recuperar el viejo estilo del horror cósmico, en esta nueva tripleta habían más diálogos y la prosa resultaba más ágil.
Nunca había visto un cambio tan drástico en la prosa de un autor.

 ***

Claro, los medios se negaban a hablar bien de sus novelas, pero no era una negativa fortuita. Descubrió que simplemente esperaban en silencio a que él metiera la pata para lapidarlo con críticas. 
 Veneno mortal no era mala, no, pero sí una biblia a la que se le podían recortar varias páginas y usarlas para fumar yerba. O tal vez para trancar la puerta. 
Cosas como esas se decían disimuladamente en la prensa, pero más directamente en los blogs literarios. La más reciente novela fue atacada por su extensión y no demoraron las comparaciones: ¿acaso quiere Ramón imitar a King? ¿No es suficiente con que vayan a tomarse fotos en su casa?
Vaya basura.
Lo sentenciaron y lo desafiaron. Querían ver si para la próxima novela iba a ser capaz de evitarse tanta verborrea. Y, sin duda alguna, les iba a dar gusto. Escribiría una historia aterradora y tan sustanciosa que no pasaría de las ciento cincuenta páginas. El libro sería como una pesadilla vertiginosa de la que no puedes despertar.
Pero el problema era que necesitaba la habilidad de la concisión. Desgraciadamente, ese colombiano hijo de puta le había llenado las venas de palabrería inútil y ahora estaban cayendo encima de él, sin piedad.   Debía buscar una solución.
Se dedicó todo el día a buscar quién podría sacarlo de ese lío y se topó con un autor, un famoso microcuentista que había llevado la literatura de terror a su mínima y más sobrecogedora expresión. Leyó algunos de sus trabajos y descubrió que allí estaba la salvación para su próxima novela. Luego cayó en cuenta que ese sujeto que se hacía llamar William E. Fleming vivía en la casa de al lado.

***

—¿Aló?
—¿William?
—¿Quién habla?
—Emilio Ramón, su vecino. ¿Aceptaría una invitación para charlar un rato?

***

A través del amplio ventanal del estudio, William podía ver a los dos enormes perros negros rondando la propiedad y, al fondo, la perrera. El cielo estaba oscureciendo. A su mente volvió la extraña escena de la bolsa y los animales devorando lo que salió de ella.
—… y me han gustado bastante.
—¿Cómo? —preguntó William volviendo a la realidad.
—Que he leído varios de sus microcuentos y me han gustado bastante. Disculpará usted que, siendo su vecino, no lo haya hecho antes.
—No se preocupe. Yo debo confesar que hasta hace poco decidí leer algo suyo. Empecé con El tren. Bueno.
—No me mienta, William. ¿Puedo decirle William? No es de mis mejores obras. Es una buena idea, pero no una buena historia. Eso es lo peor que le pueden decir a un escritor, ¿sabía? Que es un hombre de buenas ideas, solo eso.
Se hizo un silencio que, más que incómodo, fue necesario. William supo que los motivos por los que lo había invitado Emilio Ramón no eran precisamente hablar amistosamente y alabar sus publicaciones. El novelista no era un sujeto de visitas y relaciones interpersonales tan estrechas, lo sabía, pero había decidido aceptar la invitación porque nunca le había dejado de fascinar aquel personaje tan misterioso. ¿Qué pretendía averiguar?, no lo sabía, pero echar una mirada al interior de la morada de Emilio Ramón podía ofrecerle una información que no estaba en los periódicos, revistas y sitios web.
—Se está haciendo de noche —dijo Emilio Ramón.
William asintió y agarró el vaso para beber el último trago de café.
—Me gusta trabajar por la noche. A usted también, por lo que sé. Lo vi una vez espiando desde su estudio.
William se atragantó con la bebida y su corazón dio un vuelco.
—¿Está bien? —preguntó Emilio Ramón, levantándose de su asiento—. ¿Le traigo una servilleta?
—No no, estoy bien —dijo William tosiendo—. Se fue por mal camino.
De nuevo un silencio. Emilio Ramón se sentó y observó a su invitado fijamente, como analizándolo.
—Se requiere mucha habilidad para escribir historias tan cortas, ¿cierto? Digo, yo no podría hacerlo. Lo he intentado varias veces, pero no ha resultado nada bueno. En cambio he escrito un libro que parece un directorio telefónico y ahora tengo a los críticos sobre mí.
—Bueno, en mi caso las historias llegan y ya. Simplemente dejo que las musas me digan ideas y las plasmo lo mejor posible.
—¿No es algo muy romántico eso?
—No sé. No uso una técnica en especial, solo dejo que la historia fluya. Eso sí, debo tener siempre algo a mano para apuntar.
—Pero has escrito otras cosas ¿no?
—Sí, soy muy prolijo en ideas, afortunadamente. Puedo crear de todo.
Emilio Ramón guardó silencio de nuevo y siguió escrutando a su invitado. Luego dijo:
—Venga William. Quiero mostrarle algo. Es un secreto que pocos han visto. Creo que podría interesarle.
Se acercaron a la biblioteca empotrada en la pared y Emilio Ramón abrió una puerta en ella que daba aún cuarto oscuro.
—Mire dentro —dijo el novelista.
William se agachó para ver mejor, con una extraña ansiedad que le oprimía el pecho, pero solo vio oscuridad. Una oscuridad que se prolongó tras el golpe.

 ***
  
—¡Hey, esa es la casa del tio que escribe terror! —dijo uno de los muchachos que pasaban por la casa del famoso novelista. Iban borrachos—. Dicen que nunca ha salido de su casa.
—A que no eres capaz de timbrar —lo retó uno de ellos.

***

Lo ataron a una silla con una soga que le oprimía el torso desnudo y ambas piernas. Empezó a gritar pero Emilio Ramón no soportaba que lo pusieran nervioso, así que se apresuró a ponerle una cinta sobre los labios. Le amarró una de sus manos a una argolla de metal adosada a la pared, y cuando iba a completar la tarea con la otra, llamaron a la puerta. Los perros empezaron a ladrar y el timbre se volvió insistente. Ding dong, ding dong, ding dong, ding dong ding dong, y Emilio Ramón cometió el error de su vida. No podía lidiar con la presión porque no estaba habituado a ella. William estaba recobrando el sentido, pero Emilio Ramón pensó tener tiempo para ir a la puerta, deshacerse de quien fuera estuviera molestando y regresar para completar el ritual con toda la calma del mundo.
Ramón salió de prisa, gritando qué era lo que querían mientras el timbre no dejaba de sonar. Mientras tanto William, volviendo a sentir el dolor en su cabeza, logró reaccionar. Lo primero que vio fue un pisapapeles en forma de sapo que estaba tirado en el umbral de la pequeña abertura. Por un momento creyó que le habían dado un martillazo y comprendió que si hubiese sido así, probablemente estuviera aún inconsciente. A lo lejos se oían una voces que gritaban y los ladridos enfurecidos de los perros. Entonces la escena que vio aquella noche regresó a su mente y supo que iba a morir.
Se sacudió y trató de zafarse, pero no pudo. Con su mano libre, agarró la anilla de metal y trató de sacar su mano derecha, pero solo se deslizó un poco. El borde presionó en la falange se su pulgar y le envió un corrientazo por todo el brazo. Si quería salir de allí, tendría que soportar más dolor; no tenía tiempo para lamentarse por estupideces, así que hizo un nuevo esfuerzo y casi sintió que si pulgar se desprendía del resto de la mano. El sudor de los nervios le ayudó a liberar su mano derecha. Luego siguió con las sogas del torso y las piernas. Se dirigió a la salida tambaleándose y vio acercarse una sombra. Los ladridos habían cesado y ya nadie gritaba lejos. William agarró el enorme pisapapeles en forma se sapo y esperó a que Emilio Ramón apareciera en la puerta para asestarle un golpe en todo el cráneo. El sujeto se fue de espaldas y cayó dolorido en la alfombra del estudio.
William soltó la improvisada arma y se dirigió a la entrada principal. La carretera estaba sola y la verja cerrada. Desesperado, viendo su casa tan cerca pero a la vez tan lejos, rodeó la construcción y se encaminó por la parte de atrás para saltar la barda. No ofrecía tanta dificultad como los enormes muros frontales porque casi nadie caminaba por los bosques que se extendían en esa zona. Sin embargo, allí estaba la perrera. Los animales empezaron a ladrar y salieron en pos de él. William sorteó el obstáculo y empezó a correr a trompicones hacia el interior del bosque mientras los perros lo seguían de cerca, jadeando, hambrientos.
Giró a la derecha, intentando perderlos y lograr llegar a la parte posterior de su casa, pero parecía haber avanzado en dirección equivocada. Ahora se guiaba por su instinto, al igual que los perros que lo seguían.  Ladraron enfurecidos y recordó aquella tarde cuando los oyó desde su casa.
Entonces sonó un disparo y William cayó al suelo. Uno de los perros había caído muerto y el otro lo estaba olfateando. Y más allá, entre los árboles, estaba de pie un ángel de cabellos blancos, chaleco, gorra y escopeta humeante. Algunos prefieren matar de noche.




14 comentarios:

  1. Un enorme aplauso!
    Mauro me dejaste muda, inmersa en esta historia sin poder dejar de leerla hasta el final.
    Me EN-CAN-TO !
    Sentí curiosidad, pena y un enorme deseo de que llegara el desenlace.
    Felicitaciones.
    Espero ansiosa ver que pasa con quien deba basarse en tu relato.
    Un saludo!

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    1. De nuevo, gracias :D Como te dije en el comentario, fue inevitable no continuar con la historia que propuso Juan Esteban.
      Me divertí bastante poniendo a William en esas situaciones y quedo altamente satisfecho als aber que el suspenso haya funcionado.

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  2. mauro: ME ENCANTÓ. lo leí de un tirón. bien hilado y bien relatado. me gusta ese estilo.
    bien hecho!!!!!

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    1. Gracias Claudia. Como te dije en el comentario en face, me alegra que el suspenso y la manera de hilarlo haya funcionado. Así como le dice William a Emilio Ramón , la historia fue fluyendo solita, pero debo agradecer a Juan Esteban que estableció las bases sobre las que se construye este relato.

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  3. El enlace con el relato de Juan es perfecto. No parece otro relato, sino una continuación precisa y bien hilvanada.
    Ese final es muy sorpresivo, y casi me animo a decir que fue hecho a propósito para dejarle una base a Fleming para su relato.
    Te felicito.
    Saludos.

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    1. Gracias Raúl. La historia anterror tenía muchos elementos para seguir explotando y no dudé en hacerlo, y como dices, dejé algunos otros para que haya más continuidad. William va a cerrar esta "saga" con broche de oro.

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  4. ¡Wow! Impresionante...
    El final abierto nos deja con ganas de más, mucho más.
    El maléfico personaje novelista no ha muerto, su vecino tampoco, y el protagonista de cabellos blancos del final, me parece, tiene ganas de más, je.
    Mucho suspenso del mejor, mezclado con excelentes dosis de acción y violencia, hacen que la lectura de "Algunos..." sea muy fluida, y que lleguemos al final con los ojos cada vez más abiertos, deseando ver triunfar (de acuerdo a nuestras expectativas -yo preferiría que gane el microcuentista por sobre el maligno escritor argentino, je-) a uno de los dos protagonistas principales.
    Felicitaciones, Mauricio. Excelente relato.
    ¡Fuerte el aplauso!
    Un abrazo.
    P.D.: no tenés nada que agradecer, che, tu propia fantasía volcada en letras es lo que hace excelente a "Algunos prefieren matar de noche".

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    1. Yo también tengo mucha curiosidad por saber qué va a pasar con William ahora. Como dije antes, me fue imposible crear un cuento independiente. Esa historia tenía que ser explorada mucho más y ahora se viene un final explosivo de mano de William, y creo que va a ser extraño porque el autor se verá obligado a narrar su propio destino.
      Gracias por tus palabras, Juan.

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  5. ME ENCANTÓ !!!! y muy por el contrario no me resultó pesado llegar a ese final ( como suele ocurrirme con algunos cuentoslargos)Una historia que da ganas de más, como dice Juan. Bien narrada !!! y Pero ya te lo dijeron todo Mauro, solo me queda felicitarte por tanto suspenso y mandarte un beso!!!

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    1. Afortunadamente, la historia se fue desarrollando solita, tanto que yo mismo me sorprendía al escribirla. Ya quiero ver cómo William cierra esta historia.
      Gracias por tus comentarios, Bibi :D

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  6. PD Y me olvidé e decirte que me fascinó el título!!!! ( Amo los títulos )

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  7. ¡¡Muy bueno Mauro!!
    Me encantó la conexión con el relato de Juan, y mucho más el final abierto para dar un nuevo hilo conductor para el próximo relato (me carcome pensar que hará William con eso...).
    Tomaste el personaje de Emilio Ramón y lograste trasvasarlo a tu texto, sin que perdiera la esencia que Juan le había dado y potenciándolo como un villano muy intenso.
    Te felicito.
    Un abrazo.

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    1. Ese Emilio Ramón ya empezó a obsesionarme. Es un personaje que, sé, tiene mucho más para darnos. Hay que ver qué otras cosas se pueden hacer en el futuro con dicho escritor.
      Ya quiero saber yo también el final de esta historia.
      Gracias por tus comentario :D

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