Por William E. Fleming.
I
Sus manos no olían a cadáver y muerte sino a una fragancia de rosas
frescas. Cuando ella las apartó de sus ojos, con una sonrisa y un «Feliz
Retiro» seguido por un coro de sus amigos de la oficina, sintió que podría
volver a vivir. Pero siempre se equivocaba con todas las cosas que suponía
fuera de las horas de trabajo.
Las risas inundaban toda la sala, los compañeros le vitoreaban, le
daban aplausos, sonrisas, silbidos, convirtiéndole en el centro de atención.
Nunca le gustó eso.
—Muchas felicidades compañero —los labios de Gladis se le marcaron en la mejilla. De aspecto
risueño, labios siempre pintados y uñas perfectas, Gladis, era la secretaria
que todo jefe quisiera tener. Eficiente, rápida, y siempre alegre. Casi como la
madre de todos. Llevaba unas gafas de estilo cat eye, un poco viejas
para la moda actual pero ella era así muy sesentera.
—Hey. —Alberto le puso un gorro de aquellos picudos de cumpleaños en
la cabeza—. Dejadle, que tiene que cortar el trozo de pastel. —Todos se
apartaron haciendo un pasillo hasta dejar ver una enorme tarta con forma de
persona asesinada y el contorno de tiza hecho con fresas—. Vamos compañero,
dale un buen aguijonazo. —Y este le tendió un cuchillo para el primer corte.
Cuando atravesó, casi con saña, el dibujo de la figura del moribundo, todos
gritaron y aplaudieron. Él, únicamente pudo cortar su sonrisa y petrificar una
tristeza al recordar a Bibi.
—Yo quiero quedarme con la pierna derecha —dijo una voz desde el
fondo. Los demás volvieron a reír.
La música subió. La gente cogía un trozo de cada parte del cuerpo.
Gladis le sonrió con un poco de tarta en los dientes tiznándolos ligeramente de
negro.
—Es una pena que te jubiles, Sebastian —lanzó un ataque al trozo de
tarta que tenía en el plato de plástico desechable. Casi se le cae al suelo,
como un bailarín en la cuerda floja, consiguió salir vivo—. Todos te vamos a
echar de menos aquí.
—Hey —desde la
lejanía Alberto le lanzó una figurita: era un viejo soldado
de juguete, emblema de la
división. Viejo , quemado y con una sola pierna como en aquel
cuento—, Hombre de Hojalata. Parece que ya no vas a necesitar eso —dijo
señalando a la
identificación. Una reluciente placa dorada y verde. En las
partes verdes rezaba: POLICÍA DE COLOMBIA. POLICÍA NACIONAL. DIOS Y PATRIA.
Coronando la insignia un cóndor de los Andes con las alas extendidas.
—Ohh, sí —sentenció con una sonrisa despistada—. Los hábitos son
difíciles de eliminar. —Hizo el ademán de devolver la identificación pero
Alberto le sonrió: «No te preocupes ahora tenemos que celebrar que has
terminado sin una bala en tu cráneo» dijo riendo mientras le tocaba la frente
con el dedo índice. Las personas alrededor rieron la gracia. Sebastian
sintió sus mejillas sonrojarse.
II
La noche se hizo presa de la comisaría y apenas quedaba gente. Los
turnos nocturnos habían pasado a otros distritos donde se necesitaban más
patrullas.
Sebastian recogía en su despacho todas las pertenencias que podría
llevarse. Era pequeño, sencillo y simple. Una mesa de escritorio con varias
figuras reglamentarias, una torre de ficheros y dos sillas mullidas frente a la
mesa dando la espalda a la
puerta. Sentado , se quedó estático en una pose de pensamiento
que conseguía cuando debía cavilar en sus procesos mentales. Una especie de
misticismo policial para conseguir averiguar los entresijos de cada caso.
Frente a sí tenía una caja donde debería guardar todo lo que pudiera en sus
años de servicio. Sopesaba la tristeza, y el deseo de terminar. Habían sido
años duros en aquel destino y aunque le venían deseos de continuar, también
sentía un enorme alivio el poder dar por finalizada su ayuda a la patria. Se masajeó los
párpados y abrió los ojos quitando los codos de la mesa para dejar ver una
pequeña carpeta de documentos de color beige claro. No tenía ningún tipo de
distintivo que se supiera qué era. Suspirando miró a su derecha para ver una
fotografía en un marco: una mujer sonreía mientras estaba de rodillas en la
playa; al fondo, las olas parecían moverse mientras el cielo se tornaba rosado.
Recordaba ese día, hacía frío y la chaqueta azul y los pantalones blancos se
movían junto con la melena negra en un baile con el viento. «Bibiana, ¿dónde
estás?» pensó.
Se levantó para buscar más documentación que dejara en los archivos.
Deslizaba en la caja algunos objetos desganado hasta que se paró al recoger la
placa con su nombre Sebastian Pilgrim, acariciándola. Su reflejo pensativo le
miraba con un dorado tono.
Un toc toc en la puerta le sacó de sus pensamientos. Alberto
sonreía desde el quicio con medio cuerpo dentro del despacho.
—Perdona —dijo excusándose— los demás que terminamos ahora vamos a ir
a tomar una copa. ¿Deseas venir? Seguro que podemos terminar la noche con un
colofón —sonrió.
Pilgrim miró a la puerta con su nombre entre las manos.
—No gracias, ya he tenido suficiente por hoy. —Cuando parecía irse
Alberto, se mesó la perilla completamente negra en su piel café y formó un
rostro preocupado; dijo: —Gracias por la fiesta de esta mañana ha sido
totalmente inesperada.
—Hey, compañero —Alberto entró en la habitación y mirando fuera cerró
la puerta—. Han sido unos años magníficos a tu lado. Eres el mejor policía que
ha habido en esta comisaría.
—Sí, pero… —Se dio la vuelta e introdujo la placa con su nombre en la
caja y recogió de la mesa la foto de la mujer en la playa—. No pude salvarla.
Alberto se acercó junto a su compañero para contemplar la fotografía.
«¿Quién es?» preguntó. Mientras seguía curioseando las cosas que había ido
metiendo en la caja su amigo.
—Era mi esposa, Bibiana. Murió en medio de una reyerta del cártel y la policía. Por eso
elegí este destino.
—Sí recuerdo eso. Estaba en la academia cuando vi en las noticias los
intentos que hiciste por terminar con aquel cártel —rió Alberto ante el
recuerdo, mientras sujetaba una pequeña bola sacada de la caja—, fue uno de los
momentos en los cuales decidí que haría todo lo posible para que pudiera estar
aquí.
—Y al final lo conseguiste —intentó alegrarse pero los recuerdos le
estaban entristeciendo.
—¿Es duro dejar todo esto?
—Creí que no, pero es demasiado. Ahora todo esto será tuyo.
Alberto se sentó en el sillón de Pilgrim mientras este seguía buscando
alguna cosa en la pila de fichas. Se recostó y levantó los brazos por encima de
la cabeza, sonrió ante esa idea. Era un despacho minúsculo, pero podría
adecentarlo mucho mejor de lo que lo tenía (tuvo) su compañero. Pensó en cómo
sus títulos podrían quedar bien sobre la pared o la figura del club de juego
ganado dos años seguidos encima de la mesa…
—¿Qué es esto? —dijo viendo la carpeta. La abrió y descubrió unas fotos
recortadas de periódicos así como un informe policial—. EL CRÍTICO LITERARIO Y
PROFESOR MAURICIO VARGAS HERRERA DESAPARECIDO. SE DESCONOCE SU PARADERO. VIAJÓ
A ESPAÑA. U otros títulos de noticias más pequeñas: HERRERA DADO OFICIALMENTE
POR MUERTO. PERDIDA LA
PISTA DEL CRÍTICO DE UAC.
—Eh —dudó en decir—, uno de mis casos pendientes. Bueno en realidad,
el ÚNICO caso pendiente.
Entre los demás papeles del caso Alberto pudo dar con varias críticas:
“[…] El tren desde la oscuridad se sitúa en la etapa, que
considero la más ingeniosa, interesante y sobrecogedora, aquella en la que, si
se quería estremecer al lector, se hacía sin contemplaciones. Eran los ochenta
y la cultura popular norteamericana respiraba terror por todos lados. De ahí
fue que salieron libros que ahora ya son clásicos dentro de la literatura como El
resplandor de la hierba, Encarrieta assassin, Dos horas para el
fin del mundo, Cementerio bendito o Ellos. […]
[…] El título original de la obra iba a ser «La edición de Annie
Wilkes». La idea se le ocurrió a King en un avión mientras dormía. El sueño
trataba de un escritor famoso que caía en las garras de una mujer paranoica que
vivía en una granja con algunos animales, entre ellos una cerda llamada Misery,
nombre de la protagonista de los Best-Sellers de aquel escritor;
historias subidas de tono. Al despertar, tuvo que anotar la idea en una
servilleta que luego se le perdió.”
—¿Qué le pasó a Vargas?
—Nadie lo sabe. Averiguamos que había conseguido un billete de avión a
España. Pero no sabemos por qué. Incluso he estado hablando con Camilo Lombard
—un detective amigo mío en Barcelona—, pero poco ha podido investigar sobre el
paradero del crítico.
—Entonces, ¿qué tienes pensando?
—Tengo que terminar esto. Sea como sea tengo que poder saber qué le
pasó —dijo Sebastian arrancando de las manos la carpeta con el caso Vargas y
metiéndola en la caja.
Tenía aquella mirada. La misma de cuando su esposa fue
asesinada. Determinación—. Creo que me iré a casa, Alberto. Tú puedes pasártelo
bien con los chicos, recuerda no ser tan malo con mi sustituto, tú ahora eres
el jefe de todo esto.
Pilgrim se cargó la caja llena con los recuerdos y salió por la puerta
dejando a un asombrado y pensativo Alberto sentado en la silla; este rotó para
ver cómo se marchaba tras la ventana.
III
El vaso se coloreó de un marrón cristalino. La luz incidía en su
interior; como un faro un destello disparado cual haz bailaba sobre los
papeles.
Sintió la quemazón del alcohol por su garganta. Apretó los dientes y
llenó su vaso otra vez, para obtener el dolor (como un golpe de boxeo) del
recuerdo de su esposa. Miró hacia el calendario, una sonrisa triste dibujada de
rotulador. Rectificada miles de veces con un intento alegre, señalaba el día
aciago.
Sobre la mesa, tirados y desordenados, las informaciones que tenía del
caso “Vargas”. Las letras, números, cavilaciones, se iban difuminando en una
proporción equitativa al nivel cada vez más bajo de la botella.
—Quizás si puedo averiguar qué pasó con Mauricio pueda conseguir
salvarte a ti. Hacer que tu recuerdo no sea doloroso —se sinceró ante el
retrato. Pero ahogó esa imagen con un trago más de whisky.
El sueño le iba venciendo. Sus ojos no podían seguir estando abiertos.
Con un estruendo de cristales rotos, la botella cayó al suelo mientras creyó
escuchar la risa de Bibiana…
Mucho antes de abrir los ojos escuchó el sonido de las olas
atravesando su sueño. Cuando su cuerpo empezó a despertar, la arena mojada le
trajo el recuerdo de la
felicidad. Abrió los ojos despacio a una imagen lejana y
extraña. Tirado en una mojada playa, las olas agarraban la arena como las
caricias de un dios enorme. Un pequeño cangrejo se deslizaba en un rebobinado
lento. El sonido de las gaviotas le hizo mirar al cielo cubierto de una manta
gris con calvas de cielo azul por donde se colaban rayos dorados de sol.
La risa de nuevo.
Se movió pesado. Conservaba la ropa mojada y llena de tierra. Su pelo
enmarañado ocultaba la mirada desconcertada. De pie, las olas atravesaron sus
pies desnudos sobre la
tierra. Miró hacia abajo para encontrar unas huellas que no
eran suyas, más pequeñas.
Otra vez el eco de las olas fue cortado por una carcajada tímida. A lo
lejos, pudo ver algo más que la roca de los acantilados o las olas
estrellándose con furia. Un reflejo, un movimiento extraño, un efecto óptico se
dijo, como cuando en un día caluroso el horizonte hace que parezca derretirse.
La figura de algo malvado. Un sombra agitada por el viento, un efecto extraño
que le provocaba pánico. Era mirar una silueta bajo el agua. Era intentar
comprender lo que no era posible. Era ver en la oscuridad a un monstruo con
forma humana.
La risa de nuevo. Pero esta vez más cercana. Tanto que notó en su
cuello un beso cercano. Pilgrim se movió rápido, miró en todas direcciones.
Nada.
Las huellas habían desaparecido. Al volver a mirar hacia el lado más
alejado de la playa en un parpadeo se enfrentó con la imagen entre risas de
ella. Ahora ya podría certificar que estaba soñando. No decía nada, permanecía
frente a sí con un vestido blanco (igual que aquel día) volando con el mismo
baile de una bandera sobre lo alto del asta.
—¿Bibiana? —le costó articular esa misma pregunta. No le importaba
dónde estuviera o que fuera aquello. El único deseo fue quedarse en ese punto para
siempre. Dar al botón de pausa para olvidarse de todo.
Ella seguía sonriendo, apenas parpadeaba. Se acercó a la mejilla de
Sebastian y le besó tiernamente para deslizar en su oído unas palabras: «Busca
bajo el coche siempre enfadado». Se apartó despacio, como una nube de humo
acariciando el rostro de su amado, para retornar a la misma posición pero esta
vez cambió. Su pecho se coloreó de sangre y la expresión trajo miedo y terror.
La sonrisa se apagó, un hilo de sangre recorrió la comisura de su boca. Aquella
cosa, esa sombra, le sonrió desde detrás del cuerpo moribundo. Sebastian quiso
atraparle pero como el mismo humo se disipó.
Pilgrim agarró a su esposa para no caer. De rodillas en la playa, el
recuerdo se precipitó goteando despacio cual grifo mal cerrado. Lloró, se
enfadó por segunda vez, mientras el cuerpo moría de nuevo en la misma playa.
—Ræduræ Proclamæ Noctuna Mortis —sus palabras salieron con un sonido
cadavérico— Var… gas. Coche enfa… dado…
El teléfono le despertó. Tenía lágrimas secas por la mejilla. Algunos
de los papeles se le pegaron en la cara. Descentrado , miró a su alrededor, estaba en
casa. El vaso estaba volcado. Cuando se levantó para buscar el aparato entre
las sombras de la habitación pisó cristales y líquido, casi se cortó si no
hubiera levantado el pie justo a tiempo. Sentado en un sillón se apartaba
pequeños trozos mientras atendía al teléfono.
—Sebastian, soy yo Alberto. Necesitamos hablar.
—¿Por qué? ¿Sobre qué? —dijo este todavía dormido y con la cabeza
dolorida. Cada palabra que escuchaba era como una púa introduciéndose en su
cerebro.
—Necesito enseñarte una cosa.
—Vale, de acuerdo. Te espero en el aparcamiento de la comisaría dentro
de unas dos horas. —Con la afirmación y el sonido del pitido del cuelgue del
interlocutor, Sebastian se despidió con la mirada sobre el charco mojado de la alfombra. La luz de
la lámpara caída le daba un tono extraño, una mezcla entre líquido vivo de
mercurio y un lago muy calmado. Tapó el viejo teléfono sin apartar la vista. Y se levantó con el
recuerdo doloroso de aquel maldito sueño. Con gesto dolorido en un pie se
deslizó por la oscuridad hacia el baño.
IV
La noche dejaba las calles solitarias. El ser humano se escondía en
sus cuevas modernas a la luz de los fuegos sin llama. La zona de los negocios o
la comisaría eran desiertos sin las formas definidas del día. La oscuridad de
adueñaba de todo. Los jardines eran enormes monstruos negros (el alcalde para
minimizar la crisis cortaba las zonas de luz innecesaria) y el silencio se
podía romper con el simple maullido de una gata en celo, o la pelea de dos
machos por el territorio.
En el aparcamiento, permanecía el coche de Alberto, en la oscuridad se
cobijaba como un minino esperando a sus padres. Dentro, este fumaba un
cigarrillo tras otro; una estela de humo salía por la ventanilla abierta. Un
punto rojo se avivaba con cada calada.
El sonido de la puerta abriéndose le hizo gritar una maldición.
Sebastian se deslizó dentro el coche con aspecto enfermizo. El olor a alcohol
era evidente. Bajo su gabardina, un ser temblaba por el frío del exterior.
—¿Qué es lo que querías? —preguntó Sebastian sin miramientos ante la
sorpresa ni preguntas de Alberto. Este tiró la colilla por la ventana y soltó
en un largo soplido una enorme nube de humo.
—Cuando me hablaste y leí todo aquello esta mañana, me sentí cuando te
fuiste en la obligación de hacer algo. Por eso investigué un poco por mi
cuenta. —Desde los asientos traseros, alargó la mano y sacó unas carpetas con
varios documentos fotocopiados—. Estuve buscando cosas, información algo que te
pudiera servir. Me siento —señaló su pecho con la mano izquierda mientras en la
derecha sostenía sobre el volante los documentos— en la obligación de ayudarte…
—Pero, ¿y tu carrera?
—Esto lo tengo que hacer por amistad, y por salvar una deuda.
Sebastian deslizó la mirada sobre el volante. Reconocía todas esas
cosas, fotos de la casa de Mauricio Vargas, fotografiada al detalle en busca de
alguna pista.
—La información que he encontrado sobre el caso “Vargas” ha sido mucha
pero fragmentada. Aunque han pasado años, parece como si alguien deseara tapar
el asunto.
Entre todo ello la esquina de una fotografía demasiado conocida. Una
melena negra tapando la cara de una figura desnuda sobre la arena de la playa. Una arena gris y
tostada como la misma piel de ella. Bibiana.
—También el caso me ha llevado, no sé cómo, hacía lo que le pasó a
Bibi. —Alberto tragó saliva. Por el aspecto de su compañero –ex compañero se
corrigió– podría volverse iracundo por hurgar sin permiso en un caso que por el
tiempo, cogió polvo y se olvidaron todos de él.
—Dime lo que has averiguado.
—Muchas de las pruebas del caso han desaparecido o se han silenciado
sin saber qué o quiénes han sido. He podido averiguar poco más de lo que tú me
dijiste. Mauricio se fue el día veintidós de agosto, en un vuelo desde Eldorado
a Madrid en el número IB7666 de Iberia. A su llegada a España, nadie sabe
adónde pudo ir, pero… —Mientras decía todos estos datos empezaba a enseñar
papeles y fotografías—. Cuando se buscó en su casa alguna posible pista nadie
encontró nada hasta que nuestro departamento de informática pudo localizar
archivos ocultos en uno de los discos duros.
»La información que me llevó a algo relacionado con tu esposa fue
curioso. Los dos informes han sido eliminados de nuestros archivos
informáticos. Han quedado restos en los discos duros del sistema de la comisaría,
estos no han podido o sabido destruir. El punto de unión está en unas
informaciones que nadie ha sabido interpretar.
»Días después de que tu mujer fuera asesinada, en la arena de la playa
se encontraron a un par de vagabundos destripados. Los forenses dijeron que
eran como si algo hubiera salido de sus cuerpos. Algunos de nuestros hombres
certificaron que conocían a esas personas de sus rondas por el centro de la ciudad. Eran
vagabundos que a veces pedían dinero cerca de los bancos o en los centros
comerciales. —Alberto enseñó varias fotos de lugares empobrecidos con algunas
personas durmiendo bajo cartones o con ropa andrajosa. Otras instantáneas enseñaban
a algunos de estos con carteles o subidos a cajones de fruta, arengando a
personas que los veían como personas invisibles. Pilgrim le asombró una de las
fotografías que agarró con premura. En ella un anciano estaba tirado en el
suelo leyendo un volumen muy viejo de un libro del autor Stephen King; eso no
había capturado su visión sino tirado en el suelo, un trozo de cartón tenía
escrito: «LA
RAEDURA TE CONSUME SIN TÚ TENER CONOCIMIENTO ¿NO LA
SIENTES?».
—¿Qué es esto? —preguntó Pilgrim.
—No tenía ni idea, hasta que… —Alberto enseñó más documentos—. En el
disco duro de Vargas encontré información. Parece que estaba recopilando
información sobre sectas o algo por el estilo. Todo estaba encriptado y cuando
intentamos acceder los datos se quedaron, muchos, corruptos.
—Debemos volver a revisar la casa de Mauricio.
Antes de marcharse Pilgrim puso una mano sobre el pecho de Alberto.
—Eh, ¿por qué haces esto? Te arriesgas a un montón de cosas ahora que
eres el jefe de todo.
—Tú hiciste que esta ciudad fuera un poco más perfecta. Me hiciste,
con tu ejemplo, el poli que soy ahora. La ciudad no ha podido darte un
agradecimiento que yo si espero poder conseguir.
V
Junto con Alberto, añadido a la causa, se internaron en las
dependencias de la casa de Vargas. Nada había sido vendido ni tocado desde que
la policía entró allí. Todo seguía igual. Por eso su tarea fue mucho más
sencilla. Buscaron por todo el piso cualquier tipo de información que les
pusiera en la pista de dónde o por qué se había ido a España. La infructuosidad
empezaba a mellar después de horas. Nada en los armarios, cajones, entre su
colección de libros en la
biblioteca. El portátil tampoco tenía documentos más allá de
los que usaba en el trabajo.
Cuando Pilgrim se fue a dar por vencido se topó con algo. Sobre uno de
los baldes de la librería reposaba la figura de un coche. «Busca bajo el coche
siempre enfadado» Nunca había sido de lecturas tan pesadas, pero reconoció que
aquel modelo era sobre un coche que tenía vida propia. «Plymouth fury “Christine”
1958» leyó. Cuando intentó cogerlo, la maqueta estaba pegada sobre la madera. Con un ligero
movimiento sonó un mecanismo de engranajes. Buscó alguna abertura o algún
compartimento que se hubiera deslizado, pero no encontró nada.
—Aquí —dijo Alberto señalando el hueco entre la pared y la parte
posterior de la librería.
El haz de luz alumbró una pequeña repisa que se abrió.
Sebastian alargó la mano para coger una pequeña carpeta. De su interior. Unos
documentos impresos…
“[…] Mi investigación sigue su curso. Me es difícil seguir trabajando
sabiendo lo que sé ahora; tengo que poder terminar con todo esto.
Me gusta mi trabajo, pero deseo poder ser alguien más y si todo esto me
hace poder ser un mejor escritor adelante con ello. Apenas entiendo toda esta
jerga pero cada vez se me hace más fácil comprenderla. Tengo que seguir
estudiando esta mitología. Es perfecta para una tesis doctoral.
Las notas se me hacen cada vez más difíciles, solo puedo pensar en las
cosas que he leído. Creo que hasta empiezo a sentir una dentro de mí. Necesito
poderme olvidar un poco de esto; descansar la mente para que pueda retomar mi
investigación de forma objetiva.
El libro sigue su curso. Creo que es el quien me sigue a mí. Mis
pesadillas han aumentado. Siento como mi vida mortal no sirve de mucho. Me
siento apesadumbrado, alicaído, creo que todo lo que hago por la revista no
sirve de nada. Si la gente supiera.
Hoy ha llegado otra carta de rechazo. Ya no me enfado como antes lo
hacía creo que ni siquiera me importa. Desde que he conocido todo esto…
Hace unos días me llamó Emilio Ramón. Me dijo que no escribiera ni
dijera nada. Pero necesito tener esto a buen recaudo, puede que lo que hice
haya hecho que el escritor se haya fijado en mí. ¿Y si le llevo algunas de mis
investigaciones? Si le ha gustado mi obra puede que esta le interesa más.
Hay pasado días desde que me llamó Ramón y parece que oír sus palabras
ha conseguido que pueda escribir mucho más. Tengo que tener todos los cabos
bien resueltos, aprender dónde voy, no puede pillarme desprevenido, es una cita
muy importante. Queda apenas una semana. Tengo todo preparado. Mi próximo
destino Toledo, España.”
—¿Qué es todo esto? Es como una especie de diario o cuaderno de
pensamientos.
La carpeta contenía mucha documentación manuscrita, la mayoría eran
diagramas y dibujos de aspecto mitológico, ascético oscuro, sectario y no se
sabía cuántas cosas más.
—Parece que estaba trabajando sobre algo importante para su doctorado.
Pero qué relación tiene esto con mi mujer. Tendremos que llevarnos todo esto.
Puedo más tarde con Lombard, mi amigo detective, para que averigüe más cosas.
—Pilgrim miró el reloj para comprobar la hora.
VI
—¿Camilo, me oyes? ¿Te encuentras bien?
Al otro lado de la línea una tos carrasposa contestó.
—Sí, no te preocupes, estoy fenomenal. Es el maldito tiempo barcelonés
que hace que mi ancianidad se vea repercutida con cada cambio de temperatura.
¿Qué quieres compadre?
—Necesito información sobre Emilio Ramón y si pudo reunirse con una
persona, Mauricio Vargas en Toledo.
—De acuerdo, te mantendré al tanto por la tarde.
Las horas de espera fueron demoledoras. Se pasó todo el tiempo, casi
la mitad de la noche de un lado para otro de la casa; con un nerviosismo
latente, ni siquiera deseaba terminar otra de las botellas de whisky. Le haría
olvidar el tiempo y puede que ni escuchara el teléfono. O peor… Volviera a
soñar a aquella cosa. Sus pensamientos se rompieron cuando cayó dormido sobre
el sofá con el teléfono de baquelita negro sobre las rodillas. No soñó.
Por la mañana, el ring insistente le sacó del mundo del dios del
sueño. Recogió el auricular y con voz ronca preguntó el nombre de Camilo. Este
se disculpó por despertarlo y le informó de lo descubierto.
—Emilio Ramón nació en la ciudad de Rauch en el 72 no sé sabe la fecha
exacta en la que llegó a España pero la casa en la que vive fue comprada en torno
al 82, pagada al contado. Se situó en Toledo –una ciudad al sur de Madrid– por
la cercanía con la capital y la tranquilidad de la ciudad. Hay diversas
rutas desde la capital.
Las únicas vías posibles desde Madrid son una empresa de
transportes de autobuses interurbanos y el tren AVE. He hablado con las
personas que trabajan en sendas empresas, pero no tienen la posibilidad de
averiguar quién pudo coger el tren o el autobús en esas fechas; por lo tanto no
tendremos constancia de cuándo, si llegó Vargas allí, o si tuvo contacto de
verdad con el personaje. Es muy reservado.
»Ha publicado un montón de novelas de carácter de horror y terror.
Basadas siempre en –según cuenta en alguna pequeña entrevista– una perfecta
conjugación de trabajo e inspiración. A mediados de los noventa tuvo algunos
pequeños pleitos con alguna de las familias de escritores, por creencia de
plagio. Pero se sobreseyeron al no encontrarse pruebas. Curiosamente los
escritores habían desaparecido.
»He hablado con libreros amigos y cuentan que su obra es extensísima;
de varios pares de libros al año. Nadie sabe cómo lo puede hacer. Muchos
primerizos desean aprender su técnica pero al llegar a las puertas de su
mansión en la zona de Buenavista, uno de los barrios más pudientes de la ciudad
imperial, se encuentran con un fortín.
—¿Sabes algo sobre por qué mi esposa está relacionado con todo esto?
—preguntó arrastrando las palabras medio dormido, paladeando el sueño en su
boca, para sacar saliva y no sentir el deseo de buscar aquel líquido dorado
recorriendo su gaznate.
—Cuando investigamos la trama que hubo sobre tu mujer no conseguí dar
con nada que me hiciera sospechar de algún tipo de complot; pero con los nuevos
datos que me diste, he conocido a algún personaje que podría ayudarte. Su
nombre es William Fleming, es un tipo muy extraño, curiosamente vive al lado de
Ramón. Dice ser escritor, pero aún no ha sacado nada al mercado. Mis fuentes me
comentan que se exaspera con respecto a teorías conspiratorias y mitologías
ascéticas. Vende desde su casa un libro autopublicado llamado… —tras la línea
se escuchó papeles y tintineos de metal contra cristal. La voz ronca se
exasperó y maldijo un par de veces. Unos segundos después desde el hilo
telefónico se retomó la conversación—. «Mitos y no tan mitos sobre la Raedura. Dios y
dimensión primigenias» Es algún tipo de enrevesada teoría sobre diablos, el
mal, sectas adoradoras…
—Gracias amigo —Sebastian se acarició los ojos cerrados con la mano
libre del auricular—, espero poder devolverte el favor dentro de poco.
Colgó para llamar inmediatamente a su compañero Alberto.
—¿Alberto? Soy yo, Pilgrim. Creo que vamos a tener que irnos a España.
VII
El viaje en avión había sido duro. Las horas de vuelo se le clavaban
en cada hueso de su cuerpo. Para Alberto el poder visitar España, era un deseo
desde hacía tiempo. Seguro que podría hacer algo de turismo cuando todo esto
terminara. No había informado de estos asuntos a sus superiores. Iban,
Sebastian y él, como unos turistas más. Aunque aprovecharían toda su estancia
para conseguir información.
Alberto no tendría que hacerse responsable de la comisaría hasta
dentro de algunas semanas, viendo la oportunidad de volver a ayudar a su ex compañero,
decidió hacerlo sin pensárselo dos veces. Siempre eran mejor dos mentes y
cuatro ojos que una sola.
Cuando el avión aterrizó no les fue difícil encontrar los diversos
enganches para poder llegar a Toledo. Pensaron en alquilar un coche, pero el
trayecto se podría complicar y no deseaban dejar pistas de su destino. Así que
cogieron el metro hasta Atocha la estación desde donde saldría un AVE destino
Toledo y llegarían a la capital provincial en menos de media hora.
Los asientos eran mullidos y cálidos. El sonido imperceptible y la
velocidad endiablada, asombraron a la pareja. «Seguro que este trayecto le
hubiera gustado a Bibiana» pensó Sebastian. Cansado, sin afeitar, alicaído y
destrozado por el viaje y los hechos que estaba averiguando, se durmió mecido
por el convoy.
«No me dejes». Estaba en la playa. El cuerpo de su esposa reposaba en la arena. Su torso seguía
sangrando. «¿Por qué no estuviste conmigo?» Las olas empezaban a cubrir el
cuerpo. «Lo siento, fue el trabajo» Pilgrim escuchó su voz lastimosa, sintió
correr por sus mejillas un líquido; cuando fue a limpiarse las lágrimas
descubrió la rojez de la sangre más pura. «Debías haber estado» el agua se
apartó para dejar al descubierto el esqueleto mohoso con las ropas blancas y
azules manchadas de salitre, sangre y algas. «NO DEBISTE DEJARME MORIR»
Sebastian se despertó asustado. No recordaba dónde se encontraba. El
convoy estaba solitario. Los campos de olivos danzaban a rápida velocidad por
la ventanilla. «Se…bas…tian…» escuchó la voz cadavérica del sueño. Su esposa se
acercó por las filas de asientos, desnuda, sangrando por el estómago. Sus
cuencas vacías le miraban recriminándole. «Ven a mí» Abrió la boca y una nube
de tábanos convertidos en una silueta de forma humana se abalanzó sobre el
hombre asustado. Un grito monstruoso entre el silbido de las alas de aquellas
cosas. «A…li…men…ta…meee»
—¡¡Sebastian!! ¡¡Sebastian!! —Alberto despertó a su compañero—. ¿Te
encuentras bien?
El vagón estaba solitario. Solo ellos dos eran reyes de la soledad. Pilgrim
parpadeó sin comprender. Se miró el pecho y a cada lado del convoy, pero no
había nadie.
—He tenido un sueño. Llevo teniéndolos demasiado tiempo. —Suspiró
mientras se acomodaba en el asiento—. Pero esta vez ha sido demasiado real.
Podía oler y sentir como aquella cosa se metía en mi interior.
—¿Qué cosa? —preguntó Alberto con unos papeles en la mano. Los mismos que
habían encontrado en la casa de Mauricio Vargas.
—No lo sé. Es muy difícil explicarlo. Era como una sombra, una silueta
en forma humana compuesta de abejas o tábanos no sé en realidad qué era
técnicamente.
—Algo como esto… —Alberto deslizó una de las imágenes sobre el rostro
del ex policía. Era un facsímil de un cuaderno antiguo. Dibujado en los bordes
había formas grotescas de figura humanas: un hombre abriéndose el pecho para
enseñar las costillas mientras sonreía de forma maléfica; el frontispicio de un
gran casa junto a un campo rojo de amapolas o aquellas formas humanas negras.
Era como si el mismo petróleo adquiriera valores antropométricos. Escrito en
una caligrafía manual ponía «raedura».
Las tribulaciones sobre qué pasaba fueron rotas por el aviso del
sistema de audio «Bienvenidos a Toledo. Gracias por utilizar el servicio de
larga-media distancia. AVE les desea una feliz estancia. Gracias por elegirnos»
—Vamos, tendremos que buscar un coche —sentenció categóricamente
Pilgrim.
VIII
No les fue difícil dar con el
barrio y la calle de la casa del escritor. Todo era casi tan sencillo como
seguir a la gente cual hormiguitas para hacerse una foto entre los muros
exteriores de aquel castillo. Aunque el GPS ayudó mucho.
No tenían un plan fijado, así que improvisaron sobre la marcha. Alberto
saldría para investigar mientras Sebastian vigilaba desde el coche los posibles
movimientos de Ramón.
El calor era insoportable.
Desde el coche, Pilgrim oteaba cómo Alberto se acercaba a la casa contigua a la
enorme valla de hierro forjado, propiedad de Ramón. Llamó a un timbre donde una
melodía de pajaritos anunció su presencia.
—¿Señor Fleming? —Tras la puerta un personaje barbudo asomaba media
cara, el pelo largo le cubría casi toda la parte izquierda dejando su ojo verde
escudriñar al personaje sonriente—. Soy AJ Walker, editor. —Alberto abrió más
su sonrisa mientras extendía la mano para buscar la del escritor. Pero nada
ocurrió. Como un depredador investigando a su presa, William movía el ojo
despacio.
—¿Qué es lo que desea?
—Hemos estado interesado en usted desde hace tiempo. Nos llegó a
nuestras manos su ensayo. ¿Puedo pasar?
El ojo se movió en movimientos espasmódicos. El crujido de la puerta
al abrirse por completo fue la señal para que Alberto entrara.
Los pasillos eran franqueados por gigantescas pilas de periódicos.
Alberto siguió a su anfitrión entre torres de papel, notas pegadas en las
paredes y artículos enmarcados.
—Verá… —balbuceó asombrándose de cómo estaban las cosas. Sonrió ante
el ofrecimiento callado de tomar asiento—. Su obra llegó a nuestros archivos
por medio de un amigo común…
—¿Co… mún?
—Sí, su vecino Emilio Ramón.
—Ra… Ramón —balbuceó. Sin hacer caso de la presencia del «editor»,
William se levantó para recoger un cuaderno y escribir unas líneas mientras
repetía en voz baja «ideas, ideas» —No conozco a mi vecino. Bue… bueno, sé
quién es —rió con una risa entre aspiraciones ahogadas. Alberto empezaba a
tener miedo. El aspecto barbudo, el pelo largo y aquella ropa inadecuada: un
albornoz azul. Le conferían más las semejanzas con un loco, si no contábamos cómo
tenía la casa, que de una persona de este mundo.
—Verá deseamos —Alberto se tocó el pecho con la mano derecha—, mi
editorial y yo mismo, el poder hablar sobre su obra más extensamente. Pero
también sabemos que es un autor no conocido y que la posibilidad de venta es
mermada por ello. Podría hablarnos sobre su obra y sobre su vecino. —En este
punto. Fleming dejó de escribir y sus ojos escudriñaron de formas tácita, «era
lo mismo que un depredador» pensó Alberto al recordar como los velociraptores
en las películas movían el ojo.
—Raedura… Raedura —movió la cabeza mientras lo decía como hacen los
cuervos.
—Quizás podríamos… —Alberto decidió jugar la carta. Sacó los
documentos de Vargas—. ¿Ha visto a este hombre? —dijo enseñando una fotografía
del crítico—. Cree que ha podido estar por aquí…
William abrió los ojos y cogió la fotografía. Con
dos dedos la levantó sobre su cara. Alberto veía en la misma línea de visión la
fotografía enmarcada entre los mechones de cabello, los ojos del escritor, que aparecían
por encima del cuadrado.
—En la noche se ocultan las bestias del Averno. Con la piel cincelada
de humanidad, las sombras se visten de hombres para confundir a los incautos.
—Movió los ojos de nuevo con aquel gesto—. Tengo que escribirlo… —dijo
retornando la fotografía a su dueño.
—¿Conoce que alguien sepa más sobre sus investigaciones? ¿Cree que
puede ser algo peligroso?
—Psssttt —siseó levantando un dedos sobre los labios—. Ha de tener
cuidado. He visto cosas en aquella casa. Por la noche ocurren cosas muy
extrañas, que ni el pintor más loco ha podido dibujar…
Alberto enseñó los dibujos en cada manuscrito de Vargas, cada uno de
ellos provocaba una reacción distinta en William. Andaba de un lado para otro,
balbuciendo datos, notas y buscando entre los papeles toda la información que
necesitaba el Walker.
Durante unos minutos, todo se quedó en calma. Como un robot que se le
había acabado la cuerda, Fleming se paró sobre el sillón. Sus ojos eran el
único indicio, a excepción de la respiración rápida, de que todavía tenía algo
de vida. Se movían rápidos sin mirar al suelo. Una expresión la cual denotaba
el procesamiento veloz del pensamiento.
—Sin dudarlo. —Esas palabras rompieron el silencio. El escritor
deslizó un libro de una mesa cercana sobre las manos de Alberto—. Este es uno
de los libros que en un año ha sacado Emilio Ramón. Como puede comprobar por
mis notas —señaló las palabras escritas en unos papeles que hacían de
marcapáginas—, la prosa de esta novela, “El tren”, es muy diferente de las
demás, tanto las anteriores “Tendidos en la oscuridad”, “Frío en el altillo”, “La
cripta” —empezó a deslizar indicios de sus investigaciones, sobrecargando el
pensamiento de Alberto—. Incluso comprobará cómo la prosa de “Veneno mortal” es
terriblemente diferente de las anteriores. Algo incomprensible para un escritor
tan anciano y de una carrera tan larga. Normalmente en estos casos la prosa se
encasquilla, empiezas a quedarte con un movimiento perpetuo que es tu propio
estilo. Pero para el rauchense cada novela o un conjunto de ellas parece ser
completamente anacrónica con todo lo anterior.
A Alberto le costaba mucho seguir los pensamientos del toledano. Se
sentía muy por debajo de todo aquello que le estaban enseñando.
—¿Qué es lo que me quiere decir?
—Creo, —golpeó con un dedo los papeles— ESTOY SEGURO, que no son la
misma persona quienes escriben todas las novelas.
IX
Las horas pasaban y la inactividad mortificaba a Pilgrim. Durante todo
el tiempo que Alberto seguía en la casa de William, Sebastian no dejaba de ver
el tropel de gente acercándose a la valla para hacerse fotos. Varios autobuses
descubiertos, rebosantes de gente, pasaban sobre la portada con una señorita o
caballero relatando en varios idiomas la historia de la casa de Ramón.
Podía imaginarse cómo pasó todo. Miraba a las jóvenes y los sonidos de
las cámaras los flashes sobre la roca pasaban a difuminarse como las figuras en
la arena del desierto.
Mauricio Vargas saldría de un taxi para encontrarse la imponente
efigie de la casa de su maestro. Quizás fuera tarde o puede que hasta el sol
estuviera escondiéndose, así no sería molestado por los aficionados que siempre
se apelmazaban a las puertas en busca de una imagen de su ídolo. Sin poder
contener la alegría llamaría al portero automático. Emilio con una sonrisa
apartaría a sus perros, unos rottweilers protectores, que dejaba sueltos al
irse la mayoría de la
gente. Unos saludos y los dos personajes entrarían en aquella
poderosa imagen de dinero e inspiración novelesca. Lo que pudo pasar dentro,
solo lo sabría el escritor argentino y el alma del pobre Vargas.
Empezaba a temer por la vida de su compañero, Sebastian miró por los
prismáticos las ventanas de la casa de William para no poder ver nada. Cerradas
y las persianas bajadas el interior era nada más que imaginación y polvo. Pasó
su visión al piso superior de la
casona. No había nadie. Pero mientras se movía de una ventana
a otra, en una de ellas, el cuerpo desnudo de una mujer le miraba en la
distancia que los separaba. Pilgrim no lo creyó y bajó los prismáticos para
poder verlo por sus propios ojos. Desde tan lejos apenas se podía ver. Retomó
de nuevo la vigilancia y la mujer, SU ESPOSA, le sonreía que entrara.
X
Ya había pasado casi una hora y media y Alberto estaba extasiado de
tanta información. Nunca comprendería cómo los escritores podrían hablar sin
parar, sin atender a los estados de sus interlocutores.
—Quiere contarme algo sobre su vecino, señor Fleming.
—He visto cosas horribles. Cosas que ningún humano está dispuesto a
comprobar, a comprender… —Se lanzó sobre el cuerpo de Alberto y le cogió por
las solapas de la chaqueta.
Este , instintivamente, fue en busca de su pistola pero no la
tenía—. Vendrá a por mí. Lo sé. Y no voy a poder hacer nada. Porque ella es lo
que desea.
Afligido, se volvió a sentar en el sillón aplastando croquis, esquemas
y dibujos que había enseñado al editor.
—Durante años, la locura me ha visitado todas las noches. Como una
bastarda musa, una Tepsicore de sangre y vísceras, esa mujer me atravesaba con
su lengua agusanada en un beso pútrido y decadente. Y yo siempre dejé hacerlo.
A pesar de poder sentir el mal en ella… —El escritor levantó la mano derecha y
formó con la palma hacia arriba una esfera, como si sujetara esta invisible—.
Las ideas vuelan al papel raudas. Convierten mi pensamiento en una fuente
inagotable de perfectas ideas moribundas, cadavéricas, malditas.
»He visto cosas horribles en aquella casa. Y no he dicho nada. He
sentido cómo los perros roían trozos de cadáveres humanos, para luego en la
nocturnidad sentir cómo mis manos danzaban sobre los papeles sin apenas
respiro. He concebido la muerte en apenas veinte líneas. Y he follado cada
noche con ella sabiendo que por la mañana se cobraría una víctima más.
»Nunca he pensado que el dolor que he infringido con mis palabras
ahora será retornado con la laceración de mi carne.
Alberto salió triunfal de las dependencias del microrelatista. Tenía
la confirmación de que Ramón periódicamente tiraba lo que parecía ser trozos de
cuerpos humanos a sus perros. Con ellos, si jugaban bien sus cartas, podrían
hablar con el novelista para averiguar qué había pasado al crítico. Poner fin a
un caso, y un descanso para Pilgrim.
—Lo tenemos. —Alberto bajó la cabeza para ver el interior vacío del
coche. Sobre el asiento del acompañante los prismáticos reposaban sobre una
pila de papeles.
XI
Un coche negro con los cristales tintados, se desplazaba lentamente
por la calle, en dirección a la puerta de entrada de la casa del escritor
rauchense. Mientras esperaba a que la puerta se abriera, una figura tocó en los
cristales. Segundos después estos bajaron para dejar ver una cara redonda, el
cabello matemáticamente peinado, convertían su melena en una perfecta forma
asimétrica; su nariz era más ancha que larga, y sus ojos pequeños y la ausencia
de sonrisa coronaban un rostro que daba miedo.
—Los años no te han tratado mal del todo. Podemos hablar vengo de
parte de… —El coche arrancó y ocultó las últimas palabras. El vehículo se
deslizó sobre el camino de piedras blancas, pero cuando pasó por completo la
puerta no se cerró. Era la invitación que estaba esperando.
—Así que esta es la famosa casa del novelista argentino. —Pilgrim
andaba despreocupado por el suelo entarimado.
—Famosa… Simplemente es un refugio para mi maltrecho cuerpo después de
tantos años. ¿Qué se le ofrece?
—La verdad, siempre me interesó conocerle, Emilio. ¿Puedo llamarle
así?
—Claro, si usted me deja llamarle…
Sebastian dejó de darle la espalda al escritor. Mientras hablaban iba
contemplando los magníficos tapices o las armaduras que guardaban la estancia.
—Sebastian Pacilio. —La prepotencia del escritor, el rostro
despreocupado, con todo calculado y pensado, se rompió en miles de pedazos—.
¿Podemos ver la biblioteca? Me han dicho que dispone de unas ediciones
excelentes…
—Cómo no —sonrió Emilio. Hizo un ademán con la mano para señalar el
camino.
La biblioteca era la estancia más portentosamente bella y elaborada de
todo el juego de estructuras que había en la casa. Cualquier
arquitecto e incluso junto con algún erudito, podrían contemplar perfección en
esas paredes. Todo se imbuía de una espiritualidad que el ser humano podía
sentir. La madera predominaba entre todos los estilos arquitectónicos. Con un
lacado o un barnizado desde el blanco, semejante al mármol, hasta el tostado
más oscuro. Figuras mitológicas como el árbol de Yggdrasil, una enorme serpiente
o enormes lobos tragándose esferas celestes, era fácil de ver entre los bajorrelieves.
Entre las paredes de la biblioteca, monstruos de madera luchaban entre
ellos o contra hombres más pequeños en comparación. Figuras femeninas siendo
violadas o arrancadas la piel para usarse como sacrificios. Orgías entre restos
calcinados de cuerpos. La locura dibujada con un formón.
Lo que más captaba la atención —quizás todo se dirigía a ello— como si
fuera el capítulo final de un cuento (en el cual cada hoja era una de aquellas
grotescas escenas), eran las dos puertas de la parte primigenia de la biblioteca. Todo
estaba abierto. Varios niveles de estanterías repletas de libros cogiendo
polvo, con escaleras para poder llegar a las partes más altas,
—Si desea puede mirar lo que hay en su interior…
Emilio sonrió y le abrió, con la pequeña llave en la cerradura, las
dos hojas de la puerta…
XII
Su cuerpo se empezaba a quejar como las cadenas oxidadas cuando
intentan ser sacadas del candado partido por la imposibilidad de abrirlo.
William se estiró sobre su silla. Necesitaba descansar, aunque la noche le
estuviera cobijando y supiera que la tranquilidad del mundo, se había parado
para que él siguiera pensando. Así que, en su locura, hizo caso al hueso que le
sonó al volverse a estirar.
El té humeante le transportaba. Fuera, en la oscuridad de la noche se
sentía parte de la
naturaleza. El sonido de los grillos, la… ¿Qué era lo que
estaba escuchando? Afinó el oído olvidando todo y se concentró en el leve siseo
que le llevaba desde la casa de su vecino…
—… creo que el candidato perfecto lo tenemos muy cerca.
—… pero cómo podemos hacer que venga. Sabes que no sale de casa. Ella
ha hecho que sea así. Y no podemos dejar cabos sueltos.
—Necesito más… Su prolijidad es perfecta. No se me agotará dentro de
varios meses. Seguro que puedo resistir años.
—Pero si ella le eligió también, cómo vamos a conseguir que le deje.
—Creo que tengo una idea.
Los grillos volvieron a cantar cuando las dos siluetas volvieron
dentro de la casa.
El cursor parpadeaba en la hoja en blanco. El pequeño ordenador,
reposaba entre papeles y correctores de colores sobre notas manuscritas e
impresas. Fleming era una cáscara vacía. No sentía ni una palabra entre sus
dedos. No saboreaba la efervescencia de las ideas entre sus párpados cansados.
Le había abandonado. Sabía que llegó si fin.
Su teléfono sonó en la soledad nocturna.
—¿William?
—¿Quién habla?
—Emilio Ramón, su vecino. ¿Aceptaría una invitación para charlar un
rato?
XIII
Su respiración entrecortada le hacía vomitar bilis por intentar
obtener un poco de aire para sus pulmones. Todo pasó tan deprisa que no
comprendía qué estaba sucediendo. La oscuridad tras la biblioteca, las bolsas
de cadáveres, el pisapapeles ensangrentado, su huida precipitada; sentía el
dolor en las piernas corriendo en la oscuridad del bosque. Los ladridos de los
perros se clavaban en la
noche. Esperaban la presa, le esperaban a él. Le querían
saborear como habían hecho con la carne de otras personas. «Corre y olvida que
sientes fuego en el pecho», se dijo.
Cuando creyó sentir le mordisco del can, un fogonazo de luz le dejó
ciego y sus oídos lanzaron un pitido tremendo a su cabeza. Tras de sí, el
cadáver de uno de los perros estaba agujereado en el suelo; el otro le
olfateaba y se empezaba a comer los restos. En la noche, solo era posible
escuchar como el cánido mordía y masticaba a su compañero.
—¿Se encuentra bien?
William no veía nada, el
pitido de sus oídos apenas dejaba escuchar su respiración. Sintió correr sangre
sobre la mejilla. La
oreja le derecha le dolía.
El salvador encendió una
linterna y el escritor pudo ver quién era. «¿AJ Walker?», pensó. Para creer que
balbucía el nombre.
—Mi nombre en realidad es Alberto, soy policía de Colombia. Hemos
venido, un compañero y yo, para investigar el caso “Vargas”; la desaparición de
un compatriota hace poco más de dos años. Creemos que está relacionado con
Emilio Ramón.
—No es creencia, es certeza —dijo una voz detrás de Alberto.
Desde la oscuridad no se pudo ver al atacante, pero William sí sintió
aquella presencia. La mujer morena. Más allá de eso, volvió a sentir un golpe
en su nuca.
XIV
Las hormigas le comían los pies. Tan despacio, como un niño saborea un
plato de su postre preferido. Al despertar, Alberto comprobó que todo era una
sensación de las ligaduras en sus pies y manos. Levantó la cabeza para
asombrarse. No podía estar despierto; frente a él, sentado en un sillón
Sebastian reposaba con Emilio Ramón a su izquierda y Bibiana Pacilio a su
derecha. Llevaba la misma ropa.
—Todos vivimos en la superficie de una manzana roja. —Colocó las manos
unidas por las yemas de los dedos, haciendo una montaña—. Algunos hemos
averiguado que podemos conseguir atravesarla mordiendo la superficie; otros,
han sabido ver que la manzana está en un enorme árbol unida a otras. Y solo
unos pocos, han comprendido que no solo hay manzanas.
»Todo estaba tan bien calculado. Pero siempre en la superficie
esmerilada de un lago, puede caer una gota de lluvia y moverse el dibujo. Tú
eres esa gota mi querido compañero.
—¿Qué es lo que está pasando?
—¡¡Qué es lo que NO está pasando!! —aulló Emilio.
La figura de Bibiana se acercó despacio; la misma lentitud que en los
sueños. Era irreal. Abrió la camisa del policía y arañó su pecho para que la
sangre manara, luego se agachó sobre el cuerpo dolorido y lamió los ríos de
color carmesí.
—Hemos de disfrutar del banquete. —Emilio se acercó a las ataduras de
Alberto, deslizó un cuchillo por su antebrazo, como un dibujante con un pincel
por el lienzo en blanco. Gotas de sangre cayeron al suelo, luego un pequeño
río. Ramón llenó una copa dorada hasta los mismos bordes, para disfrutar de su
sabor.
—¿Por qué todo esto?
—Mi dulce Bibiana. Me fue arrebatada de este mundo. Ella no pudo
comprender lo que yo ya sabía. Miró dentro de la raedura y sintió mucho miedo.
Por eso se suicidó en aquella playa… —Sebastian se levantó mientras Alberto se
iba desangrando poco a poco—. Tuve que hacer un pacto. Sentenciar mi vida a dar
placer con sangre a los monstruos más horrendos que el ser humano haya
conocido; para así, tener a mi esposa a mi lado. Ella se convirtió en la razón
por la que he hecho todo. Aquellos vagabundos, el crítico, ese microrelatista
loco…
—¿Qué ha pasado con ellos?
—Bueno, del vecino puedes verlo tú mismo…
Alberto levantó la cabeza con terrible esfuerzo, sus párpados se
cerraban. Estaba cansado. Bibiana se volvió a acercar. Sobre los pies le lanzó
la cabeza cortada de William, su expresión era terror puro.
—Siempre fuiste un buen policía. Aprendiste cosas, incluso que ni yo
mismo sabría. Maldición cuando me enseñaste todas esas carpetas en los discos
duros… No te puedes fiar de la tecnología.
—¿Qué es lo que pasará ahora? —Alberto sentía frío, sus miembros no
respondían y no podía levantar la cabeza. Apenas podía escuchar.
—Te necesito compañero, una última vez para cubrirme las espaldas. Yo
seré, joven quizás, aún no lo tengo decidido —miró a su esposa de labios
manchados de sangre al chuparse los dedos—, pero todo no sería posible sin tu
ayuda.
—No te has de preocupar amigo… Tú seguro que serás mi mejor best
seller. —Emilio levantó la copa por encima de la cabeza de Alberto y bebió
un poco de ella.
—Parece ser que no.
La respuesta asombró a Emilio. Antes de darse la vuelta, con la copa
todavía en la mano, sintió cómo desde dentro de su cuerpo salía algo. Empezó a
temblar, de todos sus poros la sangre se derramaba parecía una fuente roja. La
piel empezó a pudrirse y caerse dejando la visión de una silueta negra. Una
silueta de oscuridad perpetua cuyo sonido era el de miles de tábanos volando.
EPÍLOGO
El mundo de la literatura dio un vuelco cuando dos meses después de la
desaparición de Emilio Ramón, un joven veinteañero, Serafín Parker, destronó de
todas las listas de terror y horror a todas las obras del escritor argentino.
El joven acompañado de su reciente esposa, una editora morena cuyo sello
editorial «Noctæ Ræduræ» se hizo con todas las obras del desaparecido escritor
latino, sentenció a la literatura de todos los géneros. «Parker ha venido para
quedarse», dijo en la primera rueda de prensa.
Extracto del suplemente «Lecturas»:
“[…] La primera novela del joven escritor S. Parker se ha alzado con
los honores de ser el best seller más vendido de la historia. Las
noticias sobre que las páginas de “La conquista de un mundo” pueden volverse
literalmente adictivas, no han mermado las ventas.
»Diversos grupos en pro de los derechos humanos, sentencian al
escritor como persona non grata; provocando una campaña de difamación
sobre mensajes ocultos en los textos, haciendo que estos vuelvan locos a los
lectores.”
Primera y todavía con gotas de sangre que me caen por la comisura e los labios je :)...Te voy a contar lo que me pasó con esta historia : Me encontré con un guión digno de una muy buena serie policial ( con terror incluido), con descripciones dignas de ese guión y hasta con un lenguaje poético en el medio de todo, que me prmitio acercarme de otra manera. Mejor imposible!. Me gusta como escribís, como detallas los instantes, como te vas y venís en una sola imagen y hablo de imágenes porque las mostrás sin problemas!!! Reconozco que en algunos capítulos me perdí por ej el XII, también que hay demasiado de todo y eso hace que en muchos momentos haya estado tentada de abandonar la lectura, pero seguí adelante y me encontré más que con un excelente cuento, con un excelente guión, el cual por supuesto sobrepasa la escritura para pedir a gritos imágenes. Tal vez no lo encuentre apropiado para este formato y esta ocasión, no solo por lo extenso ( y lo digo pensando en el lector sino por la mezcla de personajes que tomaste de las otras historias y que de alguna manera lo complican. Creo que tu manera de escribir es impecable y si recortas lo que sobra es excelente. Como guión me encantó!!
ResponderEliminarUna cosa más..ME ENCANTO MI PERSONAJE CON EL MAR!!!!!
ResponderEliminarAl terminar de leer tuve esa sensación de bienestar y satisfacción que solo puede darme un texto magistral. Quiero releerlo y deleitarme en la trama, los momentos, los personajes. Casi no encuentro palabras que transmitan lo mucho que me gustó.
ResponderEliminarUn abrazo
¡Monumental!
ResponderEliminarMe pongo de pie y te aplaudo, William.
Me encantó, de principio a fin. Esa mezcla de lo policial con lo macabro, con toques demoníacos, personajes realmente muy, pero muy tenebrosos (la Bibi de ficción asusta, no solo en su faz onírica, sino también con su costado espectral de final del cuento), es una marca registrada que tenés: la sangre, finalmente, invadiéndolo todo.
Uno llega a los tramos finales del cuento esperando que el mismo concluya de determinada manera y tu pluma nos desvía hacia otra, y luego más allá, hacia otro lugar completamente impensado, con personajes que no son lo que parecían ser. Notable, genial.
La transformación de Sebastian Pilgrim en Serafín Parker (buena pista con las iniciales "S. P." :)) del final del último capítulo y su posterio triunfo editorial marcado en el Epílogo, de primera.
Te felicito, William. Dejando de lado tus microrrelatos (muy buenos, por cierto), creo que es lo mejor que he leído de tu autoría.
¡Saludos!
Clap, clap, clap, clap.
ResponderEliminarMe EN-CAN-TÓ.
Lo disfruté muchísimo. La historia no deja que apartes la vista del monitor y te lleva hacia un final sobresaliente y macabro.
Es cierto que hay (pocos) pasajes que se tornan confusos y hay minúsculos desfajases de continuidad, pero nada entorpece el goce de la lectura.
De lo poco que leí de vos, esto es lo mejor; sin dudas.
Te felicito.
Saludos
Felicitaciones W. Excelente final para excelente historia.
ResponderEliminarY felicitaciones a Bibi, Juan y Mauro que han creado esta bateria de hermosos personajes que te permitieron tan lucido final.
saludos compañero
muy bueno W!!! coincido con bibi en que algunos recortes la tornarían más expectante, y resaltarían el final. y sí, toda la historia dá para ser pulida y se transforme en guión...
ResponderEliminarbravo!!
¡Muy bien William!
ResponderEliminarQue forma de cerrar la historia, con un relato largo y que cuenta una historia muy buena. Tiene un lenguaje muy pulido y se nota que tuviste en cuenta esto a la hora de escribir.
¡Felicitaciones!