Por Juan Esteban Bassagaisteguy y Esteban Di Lorenzo.
(basado en la canción «Toxi-Taxi»)
1
Un día primaveral
de 1995
Los
alumnos salieron en estampida de las aulas cuando escucharon el sonido de la campana. Algunos
fueron al kiosco de la escuela a comprar golosinas, otros a jugar a la mancha,
las niñas a saltar el elástico, y el resto se dispersó por el patio del
colegio.
Javier jugaba a las bolitas
con Tomás ―ambos cursaban quinto grado― en la esquina más alejada de la Dirección. Sufría
una miopía severa y, por ello, cada vez que se acuclillaba para lanzar sus
lentes caían sobre el puente de la nariz; su contrincante no bromeaba sobre
esta cuestión debido a que era el alumno más obeso de la división y sabía lo
que era ser el blanco de las cargadas
―le dolía en lo más profundo de su ser―. Entre los dos se cuidaban y, junto a
Federico y Martín, formaban un cuarteto de hierro y disfrutaban cada uno de los
recreos de la jornada escolar (vivían en el mismo barrio e, incluso, se
juntaban para ir y volver de la escuela en grupo).
El torneo diario estaba por terminar. Martín y Federico,
eliminados en la ronda anterior, participaban de la definición de aquel solo
como espectadores. El último recreo definía al vencedor, que se llevaba como
premio las bolitas de sus competidores.
Javier ya había lanzado y estaba por ganar; la única
chance que tenía Tomás de alzarse con el triunfo era meter la última bolita en
el opi. Se agachó como pudo, apoyando
todo su peso sobre la rodilla derecha y, cerrando un ojo para calcular la
trayectoria, se dispuso a tirar. Pero una sombra le tapó el sol. Pensó que era
una nube pasajera y se dispuso a seguir jugando cuando una patada en su
estómago hizo que cayera hacia su izquierda, dejándolo sin oxígeno. Era Luis María, el repetidor,
un año mayor que sus compañeros de grado (cada vez que los veía alejados de las
profesoras, los molestaba golpeándolos y robándoles todo lo que podía).
—Gordo,
tiro yo —dijo el adolescente hurtando su canica—. Cuando levantes toda esa
grasa el recreo ya habrá terminado, ¡ja, ja, ja!
—Pará, Luis, mirá cómo está. No puede ni respirar —dijo
Martín—. ¿Por qué no nos dejas tranquilos? Ya te dimos las monedas la semana
pasada.
—¿Que los deje tranquilos? Encima de adoptado sos
pelotudo, ¿no? Que les quede claro, todos los días hasta las vacaciones me van
a tener que pagar. Si no, van a tener soportar las golpizas como le pasa al chancho este.
—Tá’ bien, tá’ bien. Agarrá lo que quieras pero no nos
hagas nada —suplicó Javier acomodándose los lentes.
—Dejá de llorar, cuatro
ojos. ¡Y no le digan nada a la profe
porque va a ser peor!—gruñó Luis María golpeando su puño derecho contra la mano
izquierda. Tomó las bolitas de los cuatro amigos riéndose con malevolencia y
llevándose, con ello, la poca autoestima que le quedaba a Tomás.
Volvieron a clase sin decir nada a nadie: la represalia
podía ser peor.
*****
Pasaron
los días y, en cada primer recreo, Javier, Tomás, Federico y Martín le dieron
sus monedas al bravucón. Hasta el jueves; ese día Javier no había llevado
dinero y aparecieron los problemas.
Antes de que el recreo terminara Luis María pasó a buscar
su cuota y, al no obtenerla en forma
completa, no hubo forma de pararlo y la paliza que le propinó a Javier le
provocó la rotura de un diente; además, le pisó los lentes y le rompió los
cristales, quedándoles inservibles. Sus amigos lo tuvieron que llevar como si
fuera un ciego hasta el aula. Él dijo que se había caído jugando al «poliladron». Sus padres lo vinieron a
buscar y no se habló más del tema.
2
Tres días después
Un
rayo de sol se filtró por el chaperío del techo de la obra en construcción y
Luis María abrió los ojos. Se encontró solo, sentado en el piso de cemento.
Sintió la mejilla arder bajo su ojo izquierdo y por instinto quiso llevar sus
manos a la herida. Los
brazos no le respondieron y el pánico lo invadió.
Intentó gritar pero tampoco pudo hacerlo. Quiso separar
los labios pero estaban completamente sellados. A duras penas logró meter la
punta de la lengua entre los mismos hasta que esta tocó algo gomoso. «Cinta adhesiva», dedujo.
Giró la cabeza y la misma chocó contra algo duro. La luz
natural de la tarde le permitió vislumbrar qué pasaba con sus manos: estaban
atadas con triple nudo a las patas de una mezcladora. Se esforzó por desatarse,
pero fue inútil. Respiró profundo y sintió como si mil cuchillos le atravesaran
la nariz. Se
miró el guardapolvos y percibió las manchas de sangre ensuciando su blancura.
El olor de lo que había dentro de la máquina mezcladora ―«contra su boca choqué mi cara», razonó―
era aún más fuerte que el de su propio sudor.
¿Cuánto tiempo había estado desmayado? No podía calcularlo
bien pero, por la poca luz del sol, supuso que había perdido la conciencia
durante una hora o algo más. «A las cinco
salimos de la escuela, deben ser más de las seis de la tarde».
Las risitas que venían de su espalda motivaron que pusiera
los cinco sentidos en completo estado de alerta.
―Ya no sos tan bravo ahora, Luisito.
―Puto de mierda ―dijo otro, en medio de las carcajadas. Y
al instante los tuvo a los cuatro frente a sí.
Intentó atacarlos a patadas desde su incómoda posición,
pero esto duró menos de diez segundos. Federico y Martín apresaron sus piernas,
las afirmaron contra el suelo y depositaron toda su humanidad sobre ellas. El
ruido de la bofetada resonó atronador en la obra en construcción, y nuevas
gotas de sangre cayeron de su nariz.
―Quedate quieto, pajero, y la puta que te parió. ―Era la
primera vez que escuchaba a Javier decir aquella palabra, y eso lo sorprendió
más que el golpe. El joven sonreía y sus ojos brillaban feroces detrás de sus
nuevos anteojos culo de botella.
Pero lo que más miedo le dio fue que Tomás golpeara, a un
ritmo constante, el puño cerrado de la mano derecha contra la palma abierta de
la otra mano ―como él mismo hacía siempre―, clavándole sus ojos negros llenos
de una clara expresión revanchista.
Javier se puso en cuclillas junto a Luis María, acercó su
rostro al del adolescente y escupió un gargajo que fue a parar directo a su ojo
derecho.
―A ver si nos entendemos ―dijo el joven―. Tomás, acercate.
El nombrado fue junto a Luis María y haló de sus cabellos
con fiereza, levantando su cabeza hasta que esta quedó a medio introducir en la
boca de la mezcladora.
El bravucón no pudo evitar orinarse en los pantalones.
3
Una hora antes
Eran
las cinco de la tarde y Luis María caminaba rumbo a su hogar luego de salir de la escuela. En el barrio
periférico de la ciudad donde vivía todas las calles eran de tierra y el
adolescente levantaba polvareda pateando un cascote tras otro, imaginándose que
era el «Manteca» Martínez definiendo ante el «Mono» Burgos.
Cuando una de las piedras volvió contra sus pies levantó la cabeza. Frente a él
se encontraba Javier, quien vivía en el mismo barrio. Estaba apoyado contra
unas chapas que resguardaban una obra en construcción, a solo diez metros de
Luis María, las manos en los bolsillos del guardapolvo y la mochila sobre el
piso, a un costado.
―Qué te pasa, «Anteojito», ¿todavía te quedan bolitas pa’
que te robe? ―preguntó con sorna. El otro no respondió, sino que se acomodó los
anteojos y puso los brazos en jarra sobre su cintura. Sostenía una enigmática
bolsa de polietileno con algo en su interior―. Ah, querés pelear. Bueno, esto
va a ser muy divertido: no solo te voy a cagar a palos, sino que te voy a robar
hasta las zapatillas.
Dicho esto, el repetidor dejó su mochila en el suelo y
corrió con los puños en alto directo hacia Javier. Este permaneció inmutable en
su lugar y sonrió.
Luis María nunca lo vio. Pero sí lo sintió. Y cómo.
Tomás apareció de la nada, detrás de un árbol cerca de
Javier y, cuando el bravucón pasaba a su lado, con un topetazo violento lo hizo
caer de bruces sobre la calle de tierra.
―Ah, gordo, te voy a matar ―dijo el repetidor, con el
guardapolvos manchado de marrón por la rodada que acababa de sufrir. Pero no
alcanzó a levantarse. Federico y Martín corrieron desde la vereda de enfrente,
se subieron sobre su espalda y lo mantuvieron contra el suelo. Tomás cargó con
la mochila de Luis María y Javier, ciego de rabia y sin mediar palabra, pateó
la cabeza del repetidor como si estuviera por convertir el gol del campeonato.
Una y otra vez. Hasta que sintió la voz de Martín:
―¡Pará, Javi!
Javier se detuvo y ordenó sus ideas. Luis María estaba
desmayado ―comprobó que respiraba―, Martín y Federico lo sostenían en el suelo
y Tomás tenía la mochila del bravucón. Todo
había salido según lo planeado. Aunque esto era solo la primer parte del plan.
Sonrió para sus adentros y sacudió la bolsa de polietileno que tenía en sus
manos, recordando el devenir de lo planeado.
―Rápido, levantémoslo y metámoslo ahí ―ordenó.
Tuvieron suerte. Nadie vio a los cuatro adolescentes
cargando el peso muerto de Luis María e introduciéndose, todos, en la obra en
construcción.
4
Al día siguiente
Al
terminar el recreo, los cuatro amigos cuchicheaban recordando lo vivido el día
anterior. No podían creer que, juntos, hubieran llevado adelante semejante acto
de valentía; parecía como si les hubiera cambiado la vida… o, por lo menos, así
se sentían. Rumbo al aula pasaron por delante de Luis María, quien estaba
apoyado ―la cara magullada por los golpes sufridos hacía menos de veinticuatro
horas― contra una pared del patio de la escuela; hicieron un ademán con sus
cabezas y el repetidor levantó la mano.
—Hola ―dijo. Ninguno le contestó.
Javier se dio vuelta para ver qué hacía Luis María y notó
en su rostro la tristeza hecha carne: estaba mirando el suelo, abrazándose a sí
mismo en su soledad.
*****
—¡Hey, Tomás! Te pasaste ayer, ja, ja —susurró Javier.
—Algo
tenía que hacer. ¿Viste como sonó la bofetada? Ja, ja, ja.
—Chicos, por favor. Hagan silencio o los saco afuera
—gritó la profesora clavándole los ojos.
—¡Shhh! Paren, che, que nos van a retar a todos —dijo
Federico desde el asiento de atrás.
—No seas maricón, Fede. Ayer no tenías tanto miedo, ¡eh!
—masculló Martín en el silencio de la clase.
—¡Se los advertí! ¡Vayan a la dirección inmediatamente!
—gruñó la profesora—. ¿Qué les pasa que hoy se portan así? Cosa de no creer...
Los cuatro amigos salieron sin decir una palabra (con una
sonrisa indeleble en sus rostros) y se sentaron en el banco que estaba en el
patio, junto a la puerta de la secretaría del colegio. Sabían que no podían
generar problemas dentro de la escuela porque de firmar un acta por mala
conducta a llamar a sus padres había solo un paso.
La puerta de la secretaría se abrió y de ella salió la
psicopedagoga del equipo interdisciplinario de la institución llevando del
hombro a Luis María. Todos se sorprendieron. Menos Javier, quien recordando
haberlo visto tan alicaído al finalizar el recreo dedujo de dónde venía la
cosa.
—Si te volvés a sentir así, por favor avisanos —dijo la
profesional—. No voy a llamar a tu casa como me pediste, pero si llego a tener
que hacerlo no dudés que así será.
—Sí. Si no le molesta, vuelvo al salón —dijo el repetidor
mirando a sus compañeros sentados en el banco—. Permiso. ―Bajó la vista y se
retiró caminó presuroso rumbo al aula.
Los cuatro se quedaron mirando su espalda, y en sus
rostros podían verse claras señales de preocupación. Nunca habían hecho algo
por el estilo, y la única maldad que conocían era la que sufrían en carne
propia, tanto del acoso de Luis María como de algún otro alumno de años
superiores.
—A ver, chicos, ¡pasen! —gritó alguien desde la
secretaría.
5
El día anterior,
en la obra en construcción
―¡Qué olor a meo! ¡Ja, ja, ja! ―Un coro de risas impiadoso
se unió a la ocurrencia de Tomás―. ¿Qué te pasa, María, estás asustada?
Javier enchufó la mezcladora y esta empezó a girar. Luis
María agitó sus piernas pero las mismas apenas se movieron, sujetas por
Federico y Martín; cerró los ojos y sintió cómo su cara se llenaba de arena y
pedregullo. Apenas podía respirar.
La mezcladora se apagó.
Dos brazos fuertes lo tomaron de la solapa de su
guardapolvos y estabilizaron su torso. Se golpeó la frente cuando Tomás retiró
su cabeza de la mezcladora; la sangre empezó a manar de allí, mezclándose con
la arena y los rastros del pedregullo gris que tenía por toda la cara.
―Te vamos a sacar la cinta adhesiva de la boca, María ―dijo Javier―. Y no vas a decir ni
una sola palabra. Si llegás a gritar, te juro que metemos de nuevo tu cabeza en
la mezcladora y te ahogamos en cemento, ¿m’entendés? ―Luis María agitó la
cabeza en señal de asentimiento―. Tomás, sacale la cinta ―ordenó Javier
dirigiéndose a su amigo. Este obedeció sin chistar, y de un tirón arrancó el
apósito que tapaba la boca del repetidor.
Javier se acuclilló junto a Luis María y, mientras Tomás
sostenía la cabeza de este tomándolo de sus cabellos y Federico y Martín
sujetaban sus piernas contra el suelo (las manos del bravucón siempre amarradas
a las patas de la mezcladora), puso la nariz junto a la del adolescente un año
mayor que él y habló:
―Bien, vamos a ver si nos entendemos.
―Yo… ¡Ay! ―El sopapo interrumpió sus palabras.
―Callate la boca, María,
y escuchá al jefe ―ordenó Tomás. Luis María asintió en silencio, mirándolo con
ojos de cordero a punto de ser degollado.
―Okey ―continuó Javier―. Mirá, María, nos tenés recontrapodridos con todas las jodas que nos
hacés. Nos robás las bolitas y la plata, nos pegás, nos empujás, nos decís
cosas… No te aguantamos más. ―Luis María seguía con los ojos bien abiertos,
alternando su mirada entre quien le hablaba y Tomás―. Por eso te trajimos acá.
Necesitamos ponernos de acuerdo al respecto, ¿no te parece?
―Sí ―respondió el repetidor, con un delgado hilo de voz
que apenas se escuchó en el silencio del lugar.
―Genial. Mirá, escuchá bien porque solo lo vamos a decir
una vez. Y que te quede claro, pa-je-ro ―Javier
acentuó cada una de las sílabas de esta última palabra―: si nos fallás, la
próxima vez no voy a apagar la mezcladora, ¿m’entendés?
Luis María asintió en silencio.
―Las reglas son las siguientes ―continuó Javier―. Uno, no
nos vas a joder más, ni robándonos, ni golpeándonos ni insultándonos. Dos, vos
no nos jodés, nosotros tampoco te jodemos a vos ni transformamos tus sesos en
mezcla para pegar ladrillos. ¿Qué te parece?
―Me parece bien ―respondió Luis María, todavía titubeando.
―Buenísimo. Ahora vamos a hacer dos cosas. Por un lado,
nos vamos a ir y te vamos a dejar solo. ―El pánico se adueñó del rostro del
repetidor―. No te asustés, María, no
te vamos a dejar atada. ¿No te diste cuenta que te faltaban los cordones de las
zapatillas? Nos vinieron al pelo para sujetarte las manos a las patas de la
mezcladora. ―Federico y Martín se pusieron de pie, soltando las piernas de Luis
María. Este pudo ver que, efectivamente, sus zapatillas carecían de los cordones
respectivos―. Y por el otro, vas a contar hasta trecientos y recién después te
vas a tu casa. Te dejamos la mochila al lado de la mezcladora. ¿Entendido?
―Sí ―respondió el adolescente―. Pero, ¿qué le digo a mamá
cuando me vea así, todo golpeado y sucio de mezcla?
―No sé, algo se te va a ocurrir. Que estuviste jugando en
una obra en construcción vacía cuando volvías de la escuela, y ahí enchufaste
la mezcladora y pusiste la cabeza adentro para ver qué se sentía. Y entonces te
golpeaste la cabeza y te manchaste…
―Bien. ―Tomás desató sus manos de la pata de la mezcladora
y Luis María se llevó las muñecas junto a su cara, divisando círculos rojos
donde hasta recién apretaban los cordones.
―Y acordate, te vamos a estar vigilando, ahora y por
siempre. Obedecé y no te va a volver a pasar nada, ¿okey?
―Okey.
Los cuatro jóvenes se marcharon del lugar caminando
despacio, y Luis María comenzó a contar hasta trescientos.
Le fue imposible detener las copiosas lágrimas
deslizándose por sus mejillas.
6
Dieciocho años
después
La
medianoche de la ciudad de Buenos Aires adosaba su humedad característica a las
calles y veredas. El taxi vagaba por el arrabalero barrio de San Telmo buscando
nuevos viajes a destinos conocidos, y el humo del cigarrillo salía de la
ventanilla de Luis María Sidotti, el chofer ―de la cual asomaba su brazo
derecho, quemado por el sol y las horas y horas de trabajo incansable―,
marcando un camino serpenteante entre los semáforos.
Las calles por las cuales conducía siempre eran distintas,
salvo para cargar combustible ―no
gasolina para el auto sino para él mismo―. Necesitaba estar despierto toda la
noche y además ganar algo de dinero extra vendiendo su mercancía a algún pasajero necesitado.
Frenó en el kiosco de siempre, se bajó y fue hacia la
ventanilla del mismo, su cuerpo deforme marcando el paso (de pibe había sido un
adonis y ahora era un adefesio nocturno sin igual).
Compró los energizantes y volvió al taxi. A las dos
cuadras del lugar un hombre de tamaño considerable le hizo señas. Luis María
Sidotti detuvo el auto y aquel subió.
—Buenas... ¿Adónde lo llevo? —preguntó.
—Siga derecho por esta calle ocho cuadras y luego le digo
dónde doblar —respondió el hombre (una montaña de músculos) mirando por el
retrovisor.
—Le veo cara conocida. ¿Nos conocemos de algún lado?
―preguntó el chofer, intentando iniciar un diálogo.
—No creo. No soy de acá.
Sidotti puso primera y condujo en línea recta según lo
solicitado. Cuando solo llevaba recorridas cuatro cuadras de las ocho, el
gigante del asiento trasero habló:
—Parece que va a nevar, ¿no? ―El chofer miró por el espejo
retrovisor y vio cómo su pasajero, cómplice, sonreía y le guiñaba un ojo. Nevar, la palabra clave de sus negocios
paralelos.
—Por supuesto —respondió el taxista, sonriendo a su vez.
Frenaron en la esquina siguiente y Sidotti abrió la
guantera de su auto. Sacó de allí una bolsita llena de un polvo blancuzco y,
girando en su asiento, se la entregó al gigantón.
Y fue cuando el celular de este sonó.
—Está hecho. Pueden venir ―dijo el hombre con tono
triunfante. Las sirenas retumbaron estridentes en los oídos de Sidotti unos
segundos después, cuando las luces azules y rojas se le vinieron encima.
—¡¿Qué carajo pasa?! —gritó el chofer―. ¡¿Sos cana, pelotudo?! ¡La puta que te parió!
—gruñó mientras intentaba arrancar el taxi. Una patrulla policial se interpuso
en su camino y no pudo avanzar. Giró su cabeza furioso y puso su nariz junto a
la del pasajero.
—¿Te acordás de Tomás, el gordito que torturaste en la escuela primaria? ¡Acá me tenés, gil!
―respondió este. Sin darle tiempo a nada, el gigante lo tomó de la nuca con una
de sus manos y de un cabezazo furibundo le rompió la nariz. Se bajó del auto
y abrió la puerta del conductor, dejando caer al pavimento el cuerpo
semiinconsciente de Sidotti.
—Decime ahora qué se siente ser el más débil, eh. ¿Te
gusta? ¡Gordo puto, y la puta que te parió! —Hablaba y pateaba el bajo vientre
del taxista con fuerza inusual, una y otra vez, completamente fuera de sí. Sus
compañeros de la fuerza policial tuvieron que echársele encima para detenerlo y
frenar la golpiza; si Luis María Sidotti moría, el fiscal que había ordenado la
investigación perdería la fuente de información principal sobre el dealer y su modus operandi.
*****
Luis
María Sidotti fue condenado a purgar seis años de prisión por comercializar
cocaína, en un juicio oral y público que se llevó a cabo casi un año después de
su detención. Y así fue como terminó su actividad de narcotaxi.
Detenido en el Penal de Ezeiza, su buena conducta brillaba
por su ausencia. Cuando tenía la mala idea de hacer frente a la autoridad
policial que gobernaba el Penal ―por diversos motivos, algunos lógicos (como el
hacinamiento que sufrían los reos en el lugar), otros no―, terminaba sufriendo
tremendas golpizas a cargo de aquella, en las que participaba, de manera
especial ―y avisado por sus colegas de lo que se venía―, el agente antidroga
Tomás Andreuchi, aquel que había sido partícipe esencial de su detención.
De los años que vivió en prisión, más de la mitad los pasó
en el pozo negro del lugar, encerrado
en un frío reducto oscuro de dos metros por dos, sin ventanas ni camastro, y
con solo un inodoro sucio para hacer sus necesidades. Todo bajo la excusa
esgrimida por las autoridades del Penal de que debía corregir su conducta
No tenía con quién hablar, ni qué comer.
Y solo podía pensar en la gélida oscuridad y en el día en
que obtendría la ansiada libertad para volver a disfrutar
el calor del sol.
Mañana vuelvo a terminar de leer, el tiempo apremia. Vuelta a dejar el comentario final. Salud!
ResponderEliminarEste comentario ha sido eliminado por el autor.
EliminarPase cuando quiera, Don Walter ;)
Eliminar(en el comentario anterior había puesto "Water", upsss...)
no voy a negarte que me amedrentó un poco de entrada por lo largo. pero describís tan suelta la historia que lo leí de un tirón. y ese salto a 18 años después... y si. a veces, los que molestan feo lo pagan en esta vida.
ResponderEliminarmuy bueno, juan!
bravo para los dos!
Gracias por tus palabras, Claudia, y por tu sinceridad.
EliminarMe conocés y sabés que las historias se me van un poco largas, je. Acompañado por Esteban Di Lorenzo, este viaje largo se hizo mucho más ameno (qué aguante el de Eteban, ufff); más allá de que la idea particular del capítulo que transcurre dieciocho años después fue de los dos en su conjunto, la redacción del mismo es obra de Esteban , un maestro.
En fin, creo que seguiré con las historias largas (no puedo con mi genio...).
¡Saludos!