Por
Sebastián Elesgaray.
Trepaba por las cuerdas como si sus dedos terminaran en
más dedos. Se movía con gracia cerval, como si tuviera miedo pero lo
controlara, a punto de dar un salto mortal pero sencillo. Su vestido de estilo
victoriano flotaba como si estuviera en el agua; se mecía, tal vez el aire
fuera maleable a su alrededor. Además de todo tenía una sonrisa en su rostro.
En realidad, se reía. Apretando los dientes, marcando sus pómulos, estirando
las comisuras hasta el final de las mejillas.
Valerie estaba donde menos le gustaba.
Arriba de un escenario.
De niña nada le había salido muy bien.
De adolescente menos.
Cuando se olvidaba de la secundaria y migraba a la
adultez, apareció Philip.
Tipo alto. Ojos grises. Tez olivácea. Cabello oscuro y
peinado hacia atrás con gomina. Campera de jean algo rota. Pantalón de franela
azul oscuro, casi negro. Zapatillas de color indefinido por el uso
(probablemente eran blancas). Ese era Philip. Y se le acercó en un bar, donde
ella trataba de concentrarse en un libro enorme siguiendo las aventuras de un
tal Kvothe.
—¿Sabes
leer?
La pregunta la tomó desprevenida, el instinto básico le
hizo levantar la vista con recelo.
—¿Cómo?
—Hola
—dijo el extraño mientras se sentaba
frente a ella—,
me llamo Philip.
Y extendió su mano.
Valerie miró alrededor, buscando posibles escapes o tal
vez ayuda, por más que le apenara un poco pedirla.
—Hola
—contestó casi en un susurro,
limitándose a mirar la mano extendida sin estrecharla. Philip la bajó sin
perder una sonrisa que no mostraba la boca, tan solo los labios.
—Bueno,
entiendo.
El muchacho se la quedó mirando fijo, y cuando Valerie
creyó que su voluntad no le permitiría aguantar más esos ojos grises, habló:
—¿Qué
quieres?
—¿Qué
quieres?
La réplica la desconcertó. Aferró el libro con más
fuerza, los nudillos se le pusieron blancos enseguida. Sintió las axilas
húmedas, y se sumó un temblor leve en las rodillas.
—Vete. No sé quién eres.
Philip apoyó los codos en
la mesa y se acercó todo lo posible sin levantar el culo de la silla.
Valerie, muy a su pesar,
sintió una nueva humedad. Aferró el libro con más fuerza, largó el aire en un
suspiro lejano, movió los muslos para acomodarse. Y también para disfrutar la
sensación de estar mojada.
—No…
—¿Cuántos chicos te han
dado vuelta la cara, Valerie? ¿Cuántas noches has pasado leyendo en tu
habitación? —Hizo una pausa donde tragó saliva, y después ratificó—: Sola.
Entre las sábanas, con tu camisón enredándose en tu cuerpo, con tus manos
enredándose en tu entrepierna, sin nadie que calentara esa parte que a ustedes
las mujeres les hace tanta falta a veces. —Después apretó los dientes, y
escupió:— Vamos Valerie, dime el número, sé que lo tienes.
La joven no contestó
enseguida. Se limitó a mirarlo fijo con los ojos brillantes, pero con la
humedad intacta. Con los temblores fijos, pero con el deseo caliente.
—Veinticinco, uno por cada
año que tengo.
Philip se tiró atrás en su
silla, sonriendo de satisfacción como una hiena que se acaba de comer la
carroña más exquisita.
—Bien. ¿Qué vas a hacer al
respecto?
Valerie lo sabía. No
quería decirlo, porque le daba miedo. Miedo y curiosidad. ¿Acaso no es por eso
qué hacemos todo?
—Antes dime lo que eres.
El muchacho se pasó la
lengua por los labios, tratando de mostrarse seductor y lascivo. En realidad se
veía ridículo, pero a ella no le importó.
—Soy… Tu mejor amigo por
una noche, si quieres verlo así. Seré tu novio, esposo y amante, si eso me
pides. Porque eso pediste, ¿no es cierto?
La joven recordó el pedido
a través de una magia que no conocía. Hubo un ritual, un grito, hasta sangre en
una copa. Imitó un lenguaje de antaño sin saber lo que decía, vocalizó con
torpeza. Después le siguieron cantos y ridiculeces que realizó llorando,
suplicando porque la vergüenza se fuera.
Y como sabía y siempre
supo, nada pasó.
Hasta esa tarde.
—No puedo creer que el
ritual funcionara.
—Yo tampoco —dijo Philip
imitando una seriedad que se relamía alrededor de una sonrisa—. Pero no
perdamos más tiempo. ¿Nos vamos?
Valerie se olvidó del
libro.
Muchas veces no se tiene
un buen recuerdo de la primera vez. Se considera lo hecho como una imagen
velada, con torpezas y movimientos que podrían haberse evitado, roces que no
funcionaron, miradas esquivas y vergüenzas ajenas.
Para Valerie no fue así.
Philip la agarró justo como ella quería, la tocó justo como pedía, la lamió con
la exactitud de un esclavo. Le hizo doler, pero también gritar de placer. La
marcó con sus dientes, sin embargo no le importó.
Tiempo después, cuando la
sangre en la sábana se secaba y la transpiración era aire en el ambiente, el
hombre siniestro que la había desvirgado le dijo:
—Voy a darte algo para que
lleves contigo todo el tiempo, para que aprendas a sacarle provecho y puedan
verte como quieres que te vean. Tal vez te sirva como redención, tal vez no.
—La miró fijo—. Pero úsalo. No querrás trabajar en ese maldito Wal-Mart toda tu
vida, ¿cierto?
Un escalofrío le caminó la
espalda al recordar lo inmunda que podía llegar a ser la vida.
—Yo… No lo sé…
Philip no le dio tiempo a
contestar, porque se le subió encima y volvió a besarla.
Ella no pudo esperar a
tenerlo en su interior.
¿Por qué no puedo parar?
Los gritos de la multitud
la mareaban, la guitarra le chirriaba en los oídos, la velocidad de sus dedos
le incomodaba, la transpiración de su cuerpo la embriagaba, el acero de las
cuerdas le repugnaba, el aire que respiraba la quemaba, la distorsión la
golpeaba.
Y aun así, no podía parar.
Es el final, pensó. Todo lo que hice se termina aquí.
Los ojos de Valerie
brillaron con una intensidad amarilla desconocida en el mundo mortal. Era
guitarrista de una banda de rock, la mejor de los últimos veinte años. Millones
de fanáticos trataban de imitarla, parecerse, o al menos rozar su talento, pero
nunca llegaban ni a la mitad. Su carrera había sido de puro ascenso y éxito. Se
había acostado con quien quería, como quería, cuando quería; sin recatos ni
negaciones. Era lo que Philip le había dado: una facultad increíble junto a una
maldición indescifrable.
Valerie cayó de bruces. El
ruido atonal de la guitarra al sacudir el escenario fue definitivo. Un golpe de
maza de lo pequeño que puede ser un humano ante lo que no comprende. El
hechizo, después de años, se había roto con su muerte. La paradoja se cerraba
con el odio que la joven siempre había sentido a la exposición del público,
pero aun así no poder evitar embriagarse de ella.
Un final digno de
cualquier tragedia.
Buenas, lo primero que leí de Sebastián, me gustó, me llevo a full por la historia. Lo único que me pasó "RARO" fue que la imagen del inicio la asocié con una nena y al leer lo sexual me chocó, no me parece de 25 años, pero sólo es cosa mía eh, a modo de comentario. Un abrazo
ResponderEliminarUn ritmo muy interesante en tu historia. La tensión del inicio fue excelente. Agarras la atención del lector de inmediato.
ResponderEliminarvencer el pánico escénico tiene su precio... :)
ResponderEliminarme gustó la mezcla de pasiones y su liberación. y sí... tragedia o comedia, así es el arte.
salutes sebastian!!
Mágico y oscuro, repleto de imágenes muy vívidas, con una protagonista que, en el afán de vencer sus miedos, vende su propia alma.
ResponderEliminarComo siempre, es un gran gusto disfrutar de tus historias, Sebastián. Sos un maestro.
¡Saludos!
recuerdo cuando niños nos reuníamos a escondidas para el juego de la copa, nunca pasó nada, como supone la protagonista hasta ese fatal momento en que aparece el individuo, nuestros pedidos eran muy inocentes, pero no quisiera que se hagan realidad en este tiempo, me gusto la historia, saludos
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