miércoles, 25 de septiembre de 2013

Dejad a los niños



Por José Luis Bethancourt.


El sigue mirándome.
Hoy estuvo observándome. Me observa cuando yo juego en el prado. Mi padre hoy trató de hacerme daño.
Me gustaría que se marchara. Me gustaría que mi padre se marchara. Mamá también quiere que se marche.
Hoy trató nuevamente de hacerme daño. ¿Por qué papaíto quiere hacerme daño?
Había más, pero Elizabeth no pudo descifrarlo. Pasó lentamente las páginas del viejo diario y después lo cerró. Volvió a abrirlo en la primera página, y leyó la inscripción que allí había. Estaba escrita por una mano fuerte y masculina, y no se había borrado. Las iniciales de abajo eran las mismas de su padre: “J.C”. El diario debió ser regalado a la niñita por su padre.
Dejó el diario y alzó la vista hacia el retrato. Era tu diario, pensó. Era tuyo, ¿verdad?
En ese momento Cecil, el viejo gato, entró en la habitación y se restregó contra sus piernas. Ella lo levantó y lo puso sobre su regazo. Acarició suavemente al viejo gato y siguió mirando fijamente el retrato.
Tal vez por las palabras del diario, o la soledad de la casa, o las dos copas de brandy que tomó sintió que la niña del cuadro le sonrió maléficamente.
—Tonterías —dijo por fin—. Mejor me voy a dormir.
Mientras subía las escaleras hacia su dormitorio, la extraña inscripción de la primera página del diario volvía una y otra vez a su mente:
—Dejad a los niños... —decía—... que vengan a mí.
Sabía que había leído esa expresión en otra parte, pero no pudo recordar dónde. Mientras pensaba en esto el sueño la venció poco antes de la medianoche.

El invierno estaba demorando en llegar a Nueva Inglaterra y muchos extendían sus paseos por las afueras de Port Arbello visitando los prados y los bosques que lindaban con el camino a Punta Conger y más allá.
Una de las que se aventuraban al bosque y los senderos sobre el acantilado era Anne Forager. Habían pasado casi veinte años desde el día que se ausentó todo un día de su casa y regresó con el vestido desgarrado, cubierta de barro y presentando varios rasguños. Nunca habló de qué fue lo que le sucedió en aquella época pero evitó por varios años las tierras de los Conger y no salía de su casa sin estar acompañada.
Pero al llegar la adolescencia y la consabida búsqueda de mayores libertades todas esas precauciones quedaron atrás y una nueva Anne segura y bonita asomó. Esto no pasó desapercibido para Mike Wilson, el apuesto doctor que se estableció en Port Arbello tras la muerte del viejo Norton años atrás.
A pesar de la diferencia de edad se impuso la testarudez de Anne y dieron mucho de que hablar a las señoras que se juntaban a tomar el té y jugar bridge casi todas las tardes. Sin embargo contra todo pronóstico luego de dos años de noviazgo, cuando ella cumplió los dieciocho, sus padres se dejaron convencer de que estaba lista para casarse.
Antes del año nació Timothy Wilson y fue celebrado por la familia con una fiesta sencilla y emotiva. Por fin parecía que los fantasmas del pasado habían desaparecido y nadie hablaba de la antigua leyenda, de las profecías de la tatarabuela Conger, la cueva misteriosa y Sarah recluida tan lejos, en Ocean Creast.
Los dueños del complejo habitacional que se alzaba donde otrora existió el bosquecillo de la leyenda tuvieron el acierto de construir barandas en el borde del acantilado y una escalera que llevaba a una plataforma que se elevaba apenas un poco arriba de la línea de la marea alta para disfrute de los pescadores y las parejas que buscaban un poco de privacidad en las noches de verano.
Timothy contaba ya con unos siete años y disfrutaba de ir con su padre a contemplar las olas rompiendo contra las rocas mientras intentaban pescar algo. Esa tarde reinaba una extraña calma en el mar. Mike se dio cuenta que olvidó las carnadas en la cajuela de su camioneta y dejó a Timothy a cargo de la cesta de comida mientras subía corriendo las escaleras del acantilado. No iba a demorar más de cinco minutos en ir y volver con las lombrices.
Al llegar al prado le llamó la atención encontrar al viejo y gordo gato Cecil deambulando solo. Miro hacia todos lados buscando a su dueña y pensó que no podía demorarse buscándola. El gato se podía arreglar solo.
Tomó la lata con la carnada y emprendió la marcha hacia la escalera. Justo en el primer peldaño el sol hacía destellar un objeto. Mike se agachó para verlo más de cerca y notó que era una pulsera con una piedra preciosa. Estiró su mano para tomarla y sintió cómo todo se volvía oscuro y algo como un estallido en su cabeza lo dejaba inconsciente.
Era de noche cuando un grupo de búsqueda lo halló desnudo, cubierto de barro y lleno de hematomas. Fue llevado a su consultorio para curar sus heridas. Anne ya se encontraba allí desde hacía unas horas, sumida en la desesperación. Acurrucado contra su pecho estaba el pequeño Timothy, con sus enormes ojos azules abiertos, mirando al vacío, y sollozando mientras parecía decir “Sarah”.
Solo los más viejos del pueblo recordaban a la extraña niña que tantos años atrás actuaba extrañamente y solo rompía su mutismo para proferir alaridos como si fuera un animal herido. Lo último que supieron de ella era que estaba en un Centro de Salud Mental a dos horas de viaje.
Nunca imaginaron que Sarah Conger se había fugado la noche anterior y que merodeaba por su antiguo hogar. Otra vez la tierra de los Conger volvía a ser escenario de algo terrible que afectaba a algún niño del pueblo.
El comisario estaba reunido en la taberna con los residentes más antiguos discutiendo sobre las medidas a tomar. Finalmente organizaron un grupo para ir hasta la residencia Conger y buscar respuestas por el ataque sufrido por los Wilson.
Encontraron respuestas muy diferentes a las esperadas. En el pórtico, frente a la entrada principal, Sarah estaba de pie como esperándolos. Tenía en su mano izquierda una muñeca vieja, sucia y sin un brazo. En su mano derecha un cuchillo ensangrentado era el anuncio de algo macabro.
Se hizo a un lado, para dejar pasar al comisario, y sin decir una palabra señaló hacia el estudio de donde podía verse el resplandor del hogar prendido, pese al calor. Solo dos ayudantes se aventuraron con él al interior de la mansión. El resto del grupo vigilaba a Sarah con cierta curiosidad y temor.
Abrieron la puerta muy sigilosamente sin saber qué encontrarían. Frente al hogar, llevando un vestido muy viejo y descolorido Elizabeth contemplaba un antiguo cuadro donde una niña tenía una muñeca idéntica a la que Sarah llevaba en su mano. Con una voz infantil Elizabeth hablaba al hombre del cuadro alternando con la niña.
Suplicaba que no le pidieran volver a raptar a esos niños para llevarlos a la caverna. El comisario y sus ayudantes no podían creer lo que estaban escuchando, pero decidieron no interrumpirla para ver si podían saber algo más que los iluminara sobre lo ocurrido a los Wilson.
Mientras tanto en el pórtico Sarah contaba su versión de lo sucedido. La sangre del cuchillo era de Cecil, y se lo arrebató a Elizabeth cuando trató de que no decapitara al viejo gato. Además contó a los hombres todo lo que recordaba de aquellos meses durante su niñez cuando fue testigo del asesinato de una niña y dos niños por manos de su hermana en una caverna cuya entrada estaba en la pared de un acantilado.
Tal vez por su serenidad o porque su historia resolvía un misterio que había perdurado por varias generaciones los hombres le creyeron. Entonces decidieron entrar a buscar a Elizabeth para que rindiera cuentas sobre sus actos, sin importar todos los años que habían transcurrido.
En silencio y lentamente fueron entrando al estudio y quedaron hipnotizados por el atuendo de Elizabeth y su extraña manera de hablar. Allí frente a todos ella develó con lujo de detalles la verdad sobre la maldición que pesaba sobre su familia, desde que su tatarabuelo violara y asesinara a su hija en el bosque y arrojara su cuerpo a una caverna más de cien años atrás.
De pronto su voz cambió de infantil a otra totalmente grave, y su actitud suplicante mudó en una actitud desafiadora. Levantando los brazos descolgó el cuadro y proclamando la purificación por el fuego arrojó el cuadro al hogar.
Demasiado tarde el grupo vio las botellas vacías caídas a los pies de la mujer y percibió el olor a alcohol. Sin tiempo a que nadie reaccionara Elizabeth tomó uno de los leños encendidos y lo acercó a sus ropas empapadas en whisky.
Convertida en una antorcha humana no corrió ni profirió grito alguno hasta que cayó mortalmente consumida poniendo fin a la más famosa leyenda de Port Arbello.

- FIN -

Link a la novela «Dejad a los niños», de John Saul, en la que está basado el relato de José Luis Bethancourt:

https://www.dropbox.com/s/cmfzx6opw0hjrvt/166948705-John-Saul-Dejad-a-los-Ninos.pdf


6 comentarios:

  1. Muy bueno, José. El suspenso se siente en las letras de principio a fin. Un historia oscura, sin lugar a dudas. Me gustó, che.
    ¡Saludos!

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  2. Gracias Juan!! Fué un desafío pero un gusto escribir.

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  3. qué horror. cuántas historias de ese tono habrá por ahí....
    impecable relato, jlb.
    salutes!!!

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