jueves, 1 de agosto de 2013

Bakeneko



Por William E. Fleming.


ESCENA UNO

El pequeño pueblo de Kanegishima se caracterizaba por su lentitud. En aquella época todo era lentitud, ir despacio quizás disfrutando de la vida y la naturaleza, si no fuera por las guerras o el hambre hubiera sido la época más perfecta. Pero en aquellos veranos, en el viejo pueblo, todo iba lento con el sonido de las cigarras o el contoneo de las geishas en los establecimientos. Las noches veraniegas se perlaban del sonido de los tambores y el fuego. Los grillos acompañaban con su canto al calor de la noche y las pequeñas fuentes y pozos hechos con bambú, daban tamborileos cuando se llenaban de agua. Un seco golpe que apagaba el sonido durmiente del campo.
La tarde había sido vencida pero su calor persistía. La plaza central del pueblo se empezaba a llenar de gente que descansaba de las horas de calor, o los ancianos discutían alguna idea loca del mundo moderno. Era el año dos de la nueva era Meiji, las guerras fratricidas habían quedado atrás y los pueblos volvían a respirar tranquilos.
La noche encendió algunas casas, los faroles de la posada y el local del alcalde Shatoichi, como luciérnagas dispuestas a empezar un baile de cortejo para el cliente. El murmullo se expandía en el mercado por la gente que paseaba al frescor o comía ramen caliente. Pero todo cambió, un tsunami, una gran ola de calma se acercaba desde el principio del pueblo. El tropel de gente que disfrutaba en la calle, dejaba paso y callaba ante lo que iba viendo…
                           
****


En la posada, el cocinero Raiquichi se abanicaba al ritmo que lo hacía con el arroz. Los clientes gritaban alcoholizados pidiendo más sake, y aquellos que podía permitirse onigiris las devoraban como perros hambrientos. Jovencitas recatadamente vestidas deslizaban el licor desde pequeñas jarras blancas haciendo caso omiso de los gritos e imprecaciones alcohólicas de los clientes. En el fondo una silueta femenina bebía despacio mirando las escenas. Cuando uno de ellos se sobrepasó levantando las ropas de la joven y dejando ver su piel blanca manchada por sus grotescas enormes y sucias manos, lanzó certeramente su botella contra la cabeza del hombre (más por su aspecto un gorila). Todos se revolvieron contra el rincón gritando y aullando quién había sido. Desde las sombras, una joven de cabello oscuro de larga trenza negra acabada en un nudo de seda roja, avanzó con un ligero paso, sin prisas. Su vestimenta negra y blanca era un ligero yukata pero tenía más apariencia de un kimono confiriendo un aspecto más ligero y fácil para moverse. Su expresión enfadada asustó un poco a los borrachos pero al ver que solo era una simple mujer, se volvieron a envalentonar. Uno de los hombres menos corpulentos se abalanzó sobre ella, muy rápida y ágil la joven se zafó del hombre lanzándolo contra una mesa que estalló en astillas. Los demás se asombraron y lanzaron un ataque más fuerte. La gente se escondió y Raiquichi salió desde el interior de la cocina. Todos miraron impertérritos la escena de lucha; los movimientos rápidos de la chica asombraron a los presentes. En unos minutos, el local había quedado convertido en un tatami y una clase improvisada de defensa. La expresión del cocinero, la joven que agarraba la botella y los presentes era de asombro: enormes ojos abiertos y bocas (en las de algunos, algún bocado de arroz bailaba por caer al suelo) más abiertas les conferían una expresión caricaturesca. La chica se excusó con una reverencia acariciándose el cabello y expresión bobalicona. Poco tiempo le quedó cuando una enorme sombra se lanzó sobre ella como un eclipse. El orondo gorila sonrió y su boca se iluminó entre la enorme silueta. La joven se colocó en postura defensiva y se extrañó cuando la montaña sin cabeza, miró por encima de ella. Esta, miró a su espalda para ver la silueta de un joven con una espada en un lado. Todos miraron a la cortina levantada que dejó entrar la luz de los puestos de fuera. Un joven sucio, de ropas azules y blancas, roídas, de cabello caoba largo que ocultaba su rostro dejando solo la expresión de su boca seria; las manos ocultas sobre los pliegues del kamishimo (un pantalón hakama que una vez fue del color del cielo y un kataginu grisáceo que en sus inicios será del blanco de la misma nieve. La parte superior del kosode estaba agujereada y deficientemente cosida pero conservaba un color más azul que el hakama). Los pies desnudos sobre dos getas agujereadas y también sucias; las tiras habían sido reparadas demasiadas veces por los diversos trozos de cordel que llevaban unidas. El murmullo se apropió del lugar y la gente miraba a la figura que había entrado. Su aspecto daba miedo, pero no era sus ropas viejas, ni la pose como un fantasma esperando ser invitado, sino el que portara en aquellos tiempos armas, le convertía en una persona apegada al pasado o que deseaba seguir luchando: un samurái que no valía para los tiempos que estaban por llegar. Su daisho era de nácar, blanco como la misma espuma del mar. Y a diferencia de las ropas las armas parecían estar en perfecto estado de conservación.
—Disculpad, os he molestado. —Sacó una mano de dentro de las ropas y la levantó a la altura de su hombro—. Solo busco un lugar fresco donde cobijarme y poder comer algo.
Todos le miraron asustados, como si fuera una aparición. Mientras andaba hacia una de las mesas que quedaban sin romperse, la gente se iba apartando sin cambiar la expresión. Se sentó en una de ellas, siempre con su cara cubierta por el pelo y dejó cerca de sí, su katana y la hoja corta del wakizashi.
—Por favor, puede ponerme dos cuencos de arroz y algo de sake. Gracias. —Esta vez sus labios se convirtieron en una pequeña sonrisa. Del interior de las ropas sacó dos monedas. Las lanzó sobre la botella de la joven y reposando como tampones en un ligero repiqueteo sobre la boca de la jarra. Todos asombrados, dejaron de estar estupefactos y un leve murmullo infestó el lugar.
Raiquichi sacó fuera a los alborotadores no sin que ellos gritaran clamando venganza contra la joven; cerró las cortinas para que nadie del exterior curioseara, pues un tropel de gente que contempló la llegada de aquel samurái, se apelotonaba para curiosear aquel extraño del pasado.
—Extranjero —dijo el cocinero deslizando las monedas que tenía la chica en su mano—, le daremos lo que ha pedido gratuitamente, gracias a que con su sola presencia ha conseguido parar el altercado. Pero después ha de marcharse, no deseamos tener problemas con las patrullas de la policía.
El samurái escondió las manos sobre el kimono y afirmó con la cabeza. La joven le contempló desde la lejanía de la otra punta del local, mientras unos chicos y otras jóvenes limpiaban todo lo que se había roto. La chica se acercó despacio, el ronin parecía dormido, no se podían ver sus ojos así que no podía saber si los tenía cerrados en posición de meditación o qué estaba pasando. Ante el intento de tocar una de aquellas armas, la silueta de su brazo se movió tan rápido que la chica creyó que no tenía brazos. El extranjero agarraba aquella caña nácar con ferocidad en su mano.
—No deberías ni siquiera pensarlo, chiquilla.
La chica sorprendida se acercó más despacio; era un baile entre un cazador y presa. Se sentó frente a él y le miró preguntándose quién era y qué podía hacer aquí.
—Mi nombre es Kaneko, gracias por salvarme aunque hubiera podido con aquel grandote —sentenció de forma rauda.
El joven sonrió.
—Yo solo entré en este local para algo de comida y bebida…
—De… de dónde viene… —Antes de que terminara de preguntar el gran Raiquichi dejó dos cuencos y una botella de saque frente al joven y miró a las dos personas.
—Deja que coma en paz Kaneko y se marche.
La joven hizo un mohín de satisfacción. Mientras, el extranjero recogió los palillos y acercó el cuenco a su boca comiendo rápidamente.
—Al parecer tenías mucha hambre ¿verdad? —Kaneko sonrió pidiendo también ella un cuenco de arroz y otro de gambas fritas.
Los dos comieron como si la vida les fuera en ello. Pero cuando terminó el chico, ante la mirada acusadora del cocinero, la joven le deslizó su cuenco de gambas.
—Este corre de mi cuenta —le sonrió y guiñó un ojo. La figura inerte del soldado no se lo pensó y recogió raudo el cuenco y se lo comió entre grandes sorbos de licor de arroz.

****

Con el estómago lleno, Kaneko bostezó en la tranquila noche fuera del local de Raiquichi. A su lado, la sombra más que hombre por su delicadeza, figura y silencio, del extranjero salía levantando los paños que daban nombre al local.
—Hey, ¿cuál es tu nombre? No lo sé.
—Mi nombre es Ianto.
—Qué extraño nombre para alguien. —La chica estiró las manos cansada—. ¡Qué excelente noche hace! ¿Dónde vas ahora? —preguntó la joven curiosa.
El ronin sin decir nada empezó a andar hacia su izquierda y se volvió a mezclar con la oscuridad, ante los mohines e imprecaciones de malhumor y educación pésima que gritaba Kaneko.

ESCENA DOS

Si los grillos o cualquier otro animal tuvieran que estar atentos a todo lo que los humanos estaban haciendo, seguramente no podría hacer nada contra la sombra que iba levitando, casi, por los caminos oscuros. La luna creaba su silueta de límites más definidos que una sombra diurna, mas parecía el espectro de un hombre muerto quien caminaba sin poderse escuchar el sonido de sus pisadas. Y sin avisar, los animales callaron y una cortina de lluvia se cernió sobre los campos. En la oscuridad los caminos empezaron a anegarse y los campos a encharcarse de la fuerza del agua. El ronin no paró, no corrió, no hizo nada más que seguir despacio andando. Una sombra moviéndose en la noche perpetua.
       
****

La lluvia seguía convertida en una cortina de sonido que rompía la noche. Cerca del camino, un pequeño templo resistía los embates de la tempestad, del tiempo y de la guerra. Sus columnas sostenían la mitad derruida, mientras el agua bailaba por el viento. El fuego había acabado con los rezos y todo aquello solo era un monumento al pasado de locura entre hermanos. En su interior a veces se podían cobijar vagabundos para pasar su tiempo viendo cómo la lluvia destruía el campo o caían enormes cataratas de las tejas rotas.
Ese fue el cobijo por una noche de aquel extranjero. Empapado, cansado y dolido. Se desnudó y acurrucó sobre lo que pudo encontrar hasta que el día llegara. Así era la vida que un ronin tenía ahora. La de un vagabundo en un mundo que nadie le quería.

****

Por la mañana, el sol hizo olvidar que una noche se había convertido en un gran infierno. En lo alto, el astro calentaba los campos verdes y los pájaros piaban en busca de comida o con cantos de apareamiento. Era una preciosa mañana para que Kaneko empezara a trabajar, y con aquel carro que a veces le costaba llevar empezó a recorrer los caminos en busca de todo aquello que necesitaban sus clientes. Al pasar cerca del templo, que se vislumbraba entre los árboles que habían tomado los pastos cercanos, con su figura quemada y destruida como un monstruo saliendo de la madre naturaleza, se percató la joven de algo que brillaba colocado en una de sus paredes. Dejó allí la pesada carga que llevaba y se acercó despacio. Aquello que brillaba era la espada que había visto la noche anterior. Al final de la empuñadura tenía el dibujo en metal de un dragón. Eso era lo que la avisó. Y otra vez tuvo el deseo de tocarla, pero antes de hacerlo…
—No deberías de hacer eso.
Una voz la asustó. Miró a la esquina de donde procedía para encontrarse con Ianto, y antes de decir algo se dio cuenta. Sus ropas aún seguían mojadas y su cabello seguía pegado a su rostro, pero esta vez su expresión era sonriente. Alegre. El sol parecía haberle convertido casi en otra persona.
—¿Qué haces tú aquí?
—Guarecerme de la lluvia nocturna.
—Pero, ¿cómo? ¿No tenías a dónde ir? ¿Por qué no lo dijiste?
—No hubiera creído que lloviera, siempre he dormido en el campo en las noches de verano.
—¿Qué ha pasado con tus ropas?
—No he podido secarlas.
—Po… podrías ayudarme a llegar a casa y así podrías cobijarte en ella.
—No me conoces… puedo ser…
—¿…solo un vagabundo? —Kaneko sonrió sacando la lengua.
Ianto se colocó su daisho y acompañó a la joven.

ESCENA TRES
                                                                        
Alejado del pueblo, la casa donde vivía Kaneko era una vieja posada reconvertida de un viejo templo de dioses olvidados; ahora el lugar de reposo de los desvalidos y los pobres. Las estancias en otrora momento llenas de paz, ahora dejaban la presencia de la guerra. Poco de diferencia había entre aquellas paredes y donde Ianto se había refugiado. Los muros que limitaban la anterior grandiosidad aparecían derrumbados o rotos. La enorme puerta se personificaba como un gigante viejo pronto a morir. Un demonio convertido en un tejado ovalado.
En las estancias interiores, algunas personas arreglaban poco a poco cada habitación, el papel o las tablas del suelo eran reemplazadas usando el dinero de los pocos donativos que tenían. La decisión de que todo volviera a como estaba antes de la guerra era un gran deseo de Kaneko.
—Este es nuestro hogar, podrás estar aquí todo el tiempo que desees, pero a cambio tendrás que ayudar en las tareas. Y no te preocupes, un ronin como tú puedes servirnos de ayuda —dijo la joven mientras Ianto detrás suyo hacía esfuerzos sobrehumanos para que el carro lleno de algunas herramientas y maderas no se deslizara calle abajo—. Pero antes deberíamos cambiarte esas ropas, y darte un buen baño caliente así estarás mejor.
El agua caliente convirtió cada parte de su piel en una sonrisa. Hacía mucho que no disfrutaba de aquellos baños. Sus cicatrices se limpiaron y su pelo dejó de ser una maraña y sentía sus músculos descansados. Notar el agua caliente que no fuera el frío de los ríos aún en estos días de calor, era tan placentero que sintió levitar.
       
****

Kaneko entró sin previo aviso en la habitación que se le asignó a Ianto y se sorprendió y avergonzó cuando vio el cuerpo semidesnudo del joven.
—Espero que el baño te haya sentado fabuloso… —Con unas ropas en sus manos se tapó los ojos—. Lo… lo… lo siento. No era mi intención. —Se colocó tras la puerta de papel, y pudo ver la figura del joven mientras se colocaba las viejas ropas—. To… toma estas ropas mejores, las encontré en unos armarios. Eran de mis hermanos, puede que te valgan a ti. —Cerró los ojos y abrió la puerta para dejar cerca las ropas pulcramente dobladas; todo sin olvidar lo que había visto: una enorme cicatriz en la espalda iba del omoplato derecho en diagonal hacia el inicio de las nalgas. Kaneko se preguntó cómo debería haberse hecho la herida sin haber muerto. Sus ojos se humedecieron cuando recordó a su padre y hermanos muertos en las guerras Boshin.
—Bueno, ¿y cómo me queda? —dijo Ianto sacando de sus pensamientos a la joven. Se dio una vuelta y dejó que ella viera por un segundo a su hermano mayor. Casi era como si ellos estuvieran con ella.
—Te quedaría todo mejor si consiguieras que ese cabello… —Apartó el cabello y por fin descubrió aquello. Sus ojos no eran rasgados como los de todos. Él era extranjero. Un extranjero no permitido en la nueva era Meiji. Pero además sobre su rostro, la desfiguración de sus ojos le confería una monstruosidad. Kaneko comprendió por qué tapaba su rostro ante la gente. Si alguien veía que era un occidental, podría ser encarcelado, pero si alguien veía además las cicatrices de sus ojos, de verdad sería considerado poco más que nada. Un apestado.
Ianto se movió en un gran salto como si se defendiera de un ataque. Comprendiendo, sintiéndose derrotado. Decidió hablar:
—Mi nombre es Ianto Gaijin Shapiro, y soy un ronin vagabundo. Luché en las guerras Boshin. Y cuando el mundo se convirtió en lo que es ahora, no quedó nada para nosotros… Así que decidí convertirme en vagabundo. A raíz de que toda mi vida solo he servido para la muerte. —Se sentó cruzando las piernas e introduciendo las manos en el kosode. La imagen de sombra volvió a rodearle. Empezaba a dar miedo de nuevo.
—Muchos años antes de mi nacimiento —continuó, su expresión solo podía ser leída por la boca soltando palabras, más allá de eso, era una imagen hierática—, mi padre, un mercante holandés, se enamoró de mi madre en Dejima y decidió quedarse. Durante años fue un magnate en unión con su patria, pero cada vez, el Japón le dejaba marcado su historia. Decidió huir de la isla a tierra firme con mi madre, se enemistó con gente que sabiendo que era extranjero e incluso algo peor casarse con una japonesa, vendió muchas de sus pertenencias para que pudiera tener salvoconductos y ser aceptado, pero no lo consiguió, dando su vida para salvar la nuestra.
»Fue en Yokohama donde nací, criado como un verdadero japonés, el arte de la espada parecía correr por mi sangre. Los años pasaban y mi madre empezaba a sentirse no tan a gusto con mi deseo de convertirme en samurái. Vinieron los enfrentamientos entre los el shogunato y los partidarios del aperturismo y decidí como el deseo que era de mi padre, el poder ayudar a la apertura del país a expensas de que mi vida y mi sentimiento samurái no me sirviera.
»Eso me llevó a la guerra y luchar por una causa justa, hasta que…
La pelea entre dos ancianos por un cuenco de arroz rompió el momento de confesión del joven. Kaneko sintió que no debía apretar más a Ianto y corrió a resolver el altercado. Cuando retornó a la habitación el ronin había desaparecido.

ESCENA CUATRO

Los clientes de la posada de Raiquichi empezaron a hablar de todo lo que estaba ocurriendo.
—¿Habéis sabido lo que ha pasado en el pueblo de al lado?
Todos se acercaron para escuchar la historia del viejo.
—Hace unas noches, en la casa de uno de las personas más ricas, se encontró el cuerpo sin vida de una joven desnuda y desmembrada. —Todos ante la confesión dieron un grito de asombro—. Lo más extraño —continuó—, fue que encontraron también su piel como si fuera el traje de algún demonio. Cuando fueron a preguntar al esposo, este no sabía qué había pasado. Juraba que yació con su esposa durante noches y era imposible que aquel cuerpo fuera el de ella. —Otro suspiro de asombro ante las noticias—. Al final le apresaron a él, aunque confesaba que no tenía nada que ver con todo aquello. Días después en la celda, juraba que por la noche su mujer le visitaba para hacer el amor. Cada día que pasaba estaba más loco y más pálido. Y nadie tenía la respuesta para lo que allí estaba pasando.
»Una mañana cuando fueron en su busca su cuerpo se encontró de la misma forma que el de su esposa. Pero no se encontró la piel por ningún lado.
Un grito rompió la noche, todos corrieron veloces y vieron el cuerpo despedazado de una joven. Entre los pastos en la hierba alta apenas oculta. Los restos de lo que una vez fue una mujer sonreían de forma demoníaca.
Ianto acercó su mano sobre su katana y vigiló a su alrededor de forma automática. La gente que se congregaba en torno a él, empezó a hacer un círculo entre el cuerpo y el joven, temeroso de aquel monstruo.
Los silbatos vibraron momentos antes de la llegada de una pareja de la autoridad.
—¿Qué ha pasado aquí? —dijeron antes de mirar aquella montaña sanguinolenta. Ni siquiera se percataron del ronin.
—¡Todo es culpa del extranjero! —gritó una mujer señalando a Ianto—. Él ha traído a los demonios a nuestra aldea. —La gente le miró y los policías se pusieron en guardia.
—¿Tiene algo que ver con todo esto? —preguntó uno de ellos.
Ianto se volvió y la pose que ocultaba sus ojos hizo que algunos de los presentes diera un respingo. Entre los presentes un hombre con unas gafas pegadas demasiado al rostro apareció como si de un tonel rodante se tratara. Apenas se podía diferenciar que parte era la barriga y las piernas o brazos. Con unos gestos hizo que todo el mundo callara, hasta los policías acataron las órdenes. Tosió, se acomodó las ropas y pronunció:
—¿Eres tú, extranjero aquel que ha llegado el otro día? Mi nombre es Irioshi Tokanagua, soy el alcalde de este pueblo. —Hizo un gesto para subirse las gafas como si hubieran caído a la punta de la nariz—. Desde ahora mismo te…
—Basta… —gritó Kaneko poniéndose entre Ianto y el orondo hombre. Con los brazos abiertos en actitud defensiva, la chica sentenció—: Este hombre no puede ser el causante de tan horrendo crimen, ha estado conmigo toda la mañana. No ha podido ser el causante porque me ha estado ayudando a llevar los nuevos materiales. —Señaló a un anciano entre el gentío—. Tú, Koneichi, le viste tirando de mi carro esta tarde cuando nos íbamos al templo. Estabas cerca de la casa de juegos… —El anciano abrió los ojos y con las manos negó todo. Su mujer estaba a su lado y la cara enfurecida empezaba a taladrarle con los ojos. Se excusaba ante su señora mientras esta le recriminaba que volviera al juego y las geishas mientras ella seguía en casa, cuidando de sus cuatro hijos.
—Suficiente —gritó Irioshi—. Proclamaré desde la noche siguiente un toque de queda para todas las personas so pena de cárcel. No hay ninguna prueba contra ti ronin. Pero todos te aconsejamos que dejes este pueblo. Dispersaos y que se investigue este asesinato. Llevaos el cuerpo.
Una palabra más de él y todos acataron como si fueran perros a una orden del amo. Ianto quedó en la misma posición, Kaneko miró el cuerpo y después a aquellos ojos ocultos por el cabello. ¿De verdad pudo hacer él algo así?, se preguntó dubitativa. No sabía qué pensar ante aquel horror.
Varias noches después de aquel incidente, todo el pueblo seguía pensando que las cosas que estaban ocurriendo últimamente eran causadas por aquel gaijin que hace unos días llegó. Cuando andaba por la calle como la sombra de un demonio, todo el mundo se apartaba, y a veces ni siquiera en la presencia de Kaneko conseguían relajarse ante aquella presencia que ellos creían maligna. Pero algo en las tranquilas noches del verano japonés, bailaba entre las sombras del fuego y las lámparas de aceite. Algo que nadie podía comprender y solo podían llamar… Muerte.

ESCENA CINCO

Un golpe hizo que el sake se cayera y la botella blanca se estrellara contra el suelo.
—Maldición. La llegada de ese extranjero ha hecho que atraigamos la atención de la policía que estaba investigando lo sucedido en el pueblo de al lado. Debemos ser cuidadosos esta noche… ¿Quién ha tenido la osadía de dejar aquel cuerpo fuera del pueblo? Dije que se alimentara a los peces con ella. Su padre no pudo pagar la deuda y ella ya no me podía servir… ¡Solo estoy rodeado de incompetencia!
La figura de una mujer desnuda se movía sobre la masa amorfa de un orondo Irioshi, su expresión pasaba de una felicidad rara (como si estuviera ahogándose con un trozo de comida) al enfado según los movimientos de la joven. Solo se podía ver el cabello peinado con un moño y sujetos con palillos moverse verticalmente sobre la parte de abajo del gordo, mientras él a veces le azotaba la espalda para llegar a las nalgas que enrojecían con cada golpe.
A su alrededor, aunque era más propio decir, más allá del límite que marcaba cuando le satisfacían de esa forma (ese límite era un gran escritorio infestado de figuritas eróticas de geishas en posiciones lascivas), se encontraban dos de sus subalternos de aspecto rudo y simiesco. Uno de ellos miraba bobaliconamente las nalgas que asomaban por un lado del mueble, apoyadas en unos pequeños pies. Cada vez más rojas.
—No puede salir mal este envío. Por tanto nos debemos des… —La expresión cambió a un placer—…hacernos del extranjero o al menos que las autoridades dejen de patrullar la zona. Y ahora dejadme… vamos —gritó mientras intentaba abanicarse. La gente se marchó rápidamente y la joven se levantó secándose la boca con la mano derecha. Los pechos, pequeños y rosados tenían marcas violáceas. Al parecer era el juguete preferido—. Siempre eres la mejor de todas querida Mikico. —Irioshi sonrió y su cara tomo el aspecto de un cerdo—. Ahora puedes irte a lavar y volveré por la noche a disfrutar de las mieles… ja, ja, ja —rió señalando con aquel abanico al sexo oscuro y tupido de la joven.

****

Los grillos jugaban con el sonido del viento en una nana que se confabulaba con el móvil de bastones de bambú y la hoja con una pequeña frase de esperanza bailando en el aire. La puerta de la habitación del ronin permanecía cerrada a pesar del calor persistente. Algunas lámparas de aceite seguían titilando y los farolillos semi-rotos de las demás habitaciones, gemían en la noche con sus pequeñas velas interiores. Unos pocos vagabundos bebían con permiso de Kaneko por el buen trabajo diario.
La luna empezaba a levantarse en el cielo y la silueta arqueada del tejado era rota por una sombra que vagaba moviéndose rápida como un felino en caza. El templo estaba callado a pesar de las risas alcohólicas de algunos. La quietud se adueñaba y la gente dormía plácidamente con el calor desasosegante. Las huellas de aquel gato cayeron cerca de la habitación del ronin. Su silueta se perló sobre la puerta de papel, un personaje enfundado en un traje que ocultaba su cuerpo a excepción de los ojos entró al interior tan silenciosamente que el único ruido perceptible era la respiración del vagabundo agarrado a su espada de nácar.

****

Irioshi comía con tanta avaricia que parecía ser la última comida de un condenado. Sus manos se movían entre diversos cuencos de ramen, pescado frito, arroz, gambas y hasta pulpo… Su apetito era tan voraz que podrían hacer una pintura de sumi-e con la imagen y sentenciar a aquellos que robaran a contemplar el pecado de la gula.
—¿Está todo preparado para —entre cada bocado intentaba pronunciar las palabras pero a veces eran incomprensibles. Uno de sus gorilas se acercaba cada vez más para poder escuchar mejor— que podamos conseguir que este envío empiece a salir?
—Tenemos todo controlado jefe —dijo por fin alguien. Un pálido tipo con gafas negras redondas, bigotes pequeños, y un sombrero parecido a una kipa siguió hablando—: Todo lo que hemos conseguido de las partidas lo vamos a enviar junto con algún fardo de opio. En total haremos pasar a una carreta de heno por medio contrabando. —Sonrió y sus dientes le dieron el aspecto de un conejo.
El alcalde rió mientras comía, un trozo se le atragantó y empezó a beber sake rápidamente. Al fin tosió y empezó a adquirir un tono de piel más normalizado.
—Pues quiero que sea así, no espero otra cosa que este cargamento llegue sano y salgo. Y si los agricultores no quieren colaborar, ya sabéis que se ha de hacer, al menos nos podremos beneficiar de la llegada de este gaijin.

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En la semi-oscuridad, la silueta del intruso se quitó aquello que cubría su rostro, y deslizó su mano sobre el interior de las ropas. Una daga relució. Se podía sentir la sonrisa sardónica y los ojos malévolos, pero quién podría decirlo si en menos de un segundo, el cuerpo que reposaba en el futón, saltó de su interior y desenvainó su wakizashi. Ianto cayó con la pierna derecha en el suelo de tarima con sus brazos extendidos, la espada corta desenvainada le confería las alas de una gaviota. El tiempo parecía haberse parado. Todo estático. Ningún tipo de sonido. Como el fotograma de una película, quietos.
El intruso solo pudo decir unas palabras apenas oídas, para caer sobre una de las puertas arrancándola y dejando un agujero. Algunas astillas se clavaron en su cuerpo que empezó a sangrar. En el suelo, la daga relucía en la noche con el símbolo del dragón en ella. Los grillos volvieron a cantar. Ianto guardó el wakizashi mientras todos se reunían en torno al incidente, los gritos de la gente que dormía frente a la habitación del ronin congregaron a todos los que vivían entre aquellas paredes.
—¿Qué ha pasado? —Kaneko se acercó y vio a todos curioseando al lado del cuerpo de aquel ladrón o asesino—. Basta, basta, dejad en paz todo e id a llamar a las autoridades.
—Ellos no harán nada. —El ronin habló y recogió la daga—. No pueden contra algo así.

****

Sus pies se movían despacio, lentos como una enorme roca intentando andar a las habitaciones de las jovencitas; Irioshi nunca podía verse sus pies al caminar, ni los pies ni nada por debajo de su torso superior. El sake le había coloreado las mejillas y su trayectoria no era lo más recta deseada. Pero consiguió llegar, o lo supuso; abrió la puerta, deslizándola a un lado y se internó en la oscuridad viendo la silueta de un cuerpo. Su rostro lascivo y borracho buscó la apertura de sus ropas y se desnudó en la oscuridad para introducirse a continuación en el futón, buscando la carne que tantas noches había disfrutado. Tanteó cada parte para encontrar aquello que deseaba y aunque sus sentidos estaban atrofiados de sake sintió la extrañeza de la carne fría. No escuchaba recelo ni sentía el placer que le producía que ella se sintiera violada. Sería momento de reemplazarla por la mañana.
—Vamos, mi joven princesita… —Tocó en la oscuridad los pechos pequeños y helados, sus pezones se encontraban duros pero ningún gemido salía de la boca de la niña. Irioshi se levantó y encendió una lámpara, la dejó en el suelo cerca del futón, la luz amarilla producía una inmensa sombra suya que bailaba en las paredes. El alcalde con sus carnes colgando se agachó y de rodillas buscó la extremidad del futón; rápido, sin ningún tipo de prisa, como cuando arrancas la costra de una herida para que no duela, contempló la espalda del cuerpo desnudo de Mikico. La espalda, sus nalgas, el cabello negro caído sobre la almohada… el cuello. ¿Espera?, se dijo. Sus ojos se agrandaron y recogió la lámpara del suelo. La luz interior titiló mientras el gordo acercaba la mano a dos pequeños agujeros en el cuello de la joven. Tocó su hombro y la inercia hizo que Mikico cayera sobre el futón sin vida. Sus ojos los tenía abiertos de extremo pavor, y en la boca un rictus de miedo asustó tanto a Irioshi que este saltó hacia atrás. Era como ver retroceder aterrado a una masa de gelatina. Agarró el silbato que se ocultaba entre sus carnes y sopló como si la vida le fuera en ello.

ESCENA SEIS

Todos callaron cuando entró Shapiro con su expresión sin vida al local de Raiquichi. Desde el interior de la cocina apareció la cabeza del enorme cocinero; antes de poder decir algo, tras el ronin la joven Kaneko apareció. Los clientes siguieron mirando. La joven que hace unos días era tocada obscenamente se sorprendió y olvidó dejar de llenar el vaso de un cliente que se vertió ante la atónita mirada del mismo. Todos se fijaban en la pareja y esta lo hacía en todos. Como jugadores de igo Kaneko e Ianto se movieron hacia una zona vacía, mientras los presentes se movían. Ianto se colocó en una mesa en uno de cuyos bordes un viejo comía despacio fideos fritos. Cuando el hombre miró a su lado y vio el hieratismo del ronin, comió veloz su plato y se marchó corriendo.
La enorme mole del cocinero se acercó a la pareja. Kaneko miró arriba y vio el rostro sobre ella. «Dije que no podíamos servirle más», sentenció. La expresión de ella se convirtió en una caricatura iracunda y pegó su rostro ante el de Raiquichi. «Ponnos dos cuencos de ramen», dijo lentamente. Casi se podía ver una nube de humo saliendo de sus oídos…
—Tú. —Kaneko y Raiquichi dejaron de mirarse y sus expresiones cambiaron al mirar a la puerta—. Eres tú ronin el que ha asesinado a mi pobre niñita… —El rostro del orondo alcalde cambió de la ira a la tristeza y sus ojos se humedecieron—, has sido el causante de que ella sea atrapada por las garras del demonio que has traído a este pacífico lugar. La joven y pobre Mikico. Era una buena aprendiza de señorita en mi escuela, ella conseguía las mejores cualificaciones. Y ahora… —Su expresión de niño enrabietado pasó a la ira. Alzó su abanico y señaló a Ianto—. Como alcalde y jefe de la policía de este pueblo, te comunico tu arresto. He llamado a las autoridades de su majestad para que te apresen hasta nueva orden.
—Noooooo —gritó Kaneko—. ¿Por qué se le acusa de algo que no ha hecho? Ninguno de vosotros ha venido esta mañana cuando anoche le atacó un ladrón y tuvo que defenderse.
Los presentes empezaron a hablar entre sí, las voces se preguntaban qué había pasado en el templo y qué era eso del ladrón.
—Anoche —levantó la voz la chica para que todo el mundo pudiera oírla—. Una sombra entró en nuestro templo e intentó asesinar a mi amigo. Tuvimos que traer su cuerpo a la policía. Pero cuando volvimos había desaparecido y no sabían dónde podría haber ido. ¿Cómo puede ser eso posible y cómo tener algo que ver con lo que le ha pasado al alcalde? Este hombre puede ser alguien fuera del pueblo pero no es un asesino de jovencitas.
—Me iré…
La voz del ronin fue certeza. Si así podía dejar seguro al pueblo se iría y no volvería más por allí. Las palabras hicieron que la gente murmurara todavía más; era la primera vez que le oían hablar algunos de ellos.
—… pero solo con la condición de que Kaneko vea saldada mi deuda con ella.
La joven se asombró de que todo estuviera en su mano, pero sin dubitar sentenció:
—Aún no has saldado tu deuda, samurái. No pienso que huyas porque te quieren colocar unos asesinatos…
—Quién dice que no asesinó aquella joven encontrada entre los arbustos. —El alcalde fue arropado con afirmaciones de los presentes.
—YO.
Ianto se levantó de la mesa y se colocó en el centro del local. La policía que acompañaba a Iriochi se colocó frente a él para defenderlo. El ronin levantó su daisho y despacio abrió primero su katana

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En la prefectura de la policía todavía seguían buscando el cuerpo. Ninguno de los policías que allí se encontraban sabían qué había pasado o quiénes podrían habérselo llevado. Ninguno excepto un joven policía que cada vez que sonreía sus dientes conseguían convertir su rostro en un conejo.

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… el ronin deslizó la empuñadura sobre su mano y dejó ver la hoja de su espada: una hoja oxidada y mellada, como si en muchos años no se hubiera limpiado, pulido y arreglado. Aquello era poco más que un bastón inservible. Todos proclamaron un grito de asombro cuando el samurái abrió la espada corta y comprobaron también los estropicios del tiempo en ella, apenas podía ser usada para cortar algún boniato en dos. Cerró el daisho y se lo colocó en su parte derecha del kamishimo.
Ante aquella prueba irrefutable, Irioshi se sonrojó y no pudo hacer nada más que irse con los policías fuera. Kaneko e Ianto salieron unos minutos después sin comer nada. La gente del interior salió fuera estupefacta por lo que había visto.
De camino al templo con el estómago vacío, Kaneko no pudo dejar que el silencio se adueñara de todo el camino, y preguntó aquello que todos los presentes en aquel local deseaban preguntar. «¿Por qué las espadas están tan desmejoradas?», dijo sin mirar al ronin, solo miraba sus pies uno delante del otro levantando algo de tierra.

ESCENA SIETE

Caminaron todo el tiempo sin decir ninguna palabra más. Kaneko se rindió de poder sacar algo de información de aquel hombre que era tan misterioso. Acostumbrada a un padre y hermanos que también callaban lo importante, la joven aprendió a que las cosas vendrían con tiempo. Pero quizás esta vez no lo tuvieran.
La tarde empezaba a volver a caer y el cielo se convertía en tapiz de colores anaranjados, negros y azules oscuros. El sol se asentaba en el horizonte cansado de un duro día de trabajo. Y cual símil, la gente que un día más había intentado levantar aquel templo, descansaba para desear una refrescante noche.
Ianto miraba al exterior desde la puerta semiderruida al camino de tierra seguido de los árboles y a lo lejos el pueblo de Kanegishima. Los farolillos y las lámparas de aceite empezaban a hacer acto de presencia como unas luciérnagas lejanas. Kaneko le acompañó a su lado solo disfrutando de aquel paisaje tan recordado en su infancia. Si miraba al frente podía ver a sus hermanos reír mientras bajaban corriendo o su padre cortar leña… si doblaba la vista hacia atrás, solo veía la destrucción… y sin comprenderlo Ianto habló:
—Enormes campos de arroz como aquellos cerca del pueblo, convertidos en barcas donde se arracimaban los cuerpos de la gente muerta. Su sangre dejó el arroz rojo y tiznó las hojas de los árboles. Luchábamos en cualquier sitio donde nuestras espadas pudieran ser desenvainadas… —Kaneko siguió mirando a lo lejos mientras no dejaba de prestar atención a la crónica del samurái—. Durante horas o días caminábamos en busca de algún refugio que nos pudiera ser de ayuda. Así era nuestra lucha, así es como definí mi futuro por mi padre. Pero una noche… La lluvia caía tan fuerte que nos hacía daño en la cabeza y los hombros. El campo estaba tan anegado que parecía que nos costaba dar algunos pasos. Muchos murieron a causa de las heridas y la climatología… Yo, fui herido. Una imprudencia hizo que otro samurái lanzara una estocada que me atravesó toda la espalda. Creí morir. Sobre cientos de cuerpos, medio desangrado, sin fuerzas y prácticamente ciego, desperté en una noche lluviosa. Nada a mi alrededor quedaba vivo. A excepción de algo. Sobre una pila de cadáveres una sombra enorme —semejante a un gato gigantesco de dos colas— olisqueaba los cuerpos, los mordía y les chupaba la sangre, obteniendo su forma durante unos momentos.
—El Bakeneko —dijo abrazándose a sí misma la joven.
—No sé por qué aquella cosa no hizo caso de mí cuando se acercó y me olisqueó, primero en forma humana. Sus ojos eran dos diamantes amarillos que refulgían en la noche. En un despiste de aquella criatura, cogí mi wakizashi y se la incrusté en donde pudiera. El grito de pavor que aquella cosa dio, creo que fue capaz de hacer despertar a todos aquellos muertos en aquel recién cementerio. Cuando arranqué la hoja de su carne estaba como la viste en la posada de Raiquichi. Así que busqué mi katana e intenté luchar con el monstruo. Herido, mi agilidad fue muy inferior y eso el enorme gato lo supo. Transformado en su verdadero ser, se lanzó sobre mi rostro y clavó sus uñas en mi cara dejándome estas cicatrices. Sin visión solo me guié por mi oído y fui capaz de asestarle otro mandoble que consiguió, creía en ese momento, que se muriera. Apenas podía creer lo que había pasado pero el dolor me perseguía y no terminé en desmayarme. Cuando volví a despertar, el día enseñaba el horror de la guerra y sobreviví a aquella última batalla. Mi daisho estaba inservible pero sentí que debía tenerlo conmigo a pesar de la prohibición.
»No comprendo si aquello fue alguna alucinación, o de verdad aquello pasó. No sé si maté a un hombre o a algún demonio…
»Pasaron algunos meses de acabado todo el horror y sin saber que podía hacer, me enteré de que en un pueblo cercano, donde ya había estado, unos asesinatos de jóvenes habían sido tan atroces que me recordaron aquella criatura. Por ello, comprendí que quizás estaba destinado no para morir como lo hizo mi padre en la batalla sino para vengar a aquellos que esa criatura hubiera acabado con sus vidas.
Ianto miró a la chica; esta vez el leve viento que se levantó dejó ver sus ojos verdes arañados por aquel demonio vampiro. Ella miró sus ojos y supo que era una gran confidencia.

ESCENA OCHO

Al despertar, Kaneko se dirigió al pueblo una vez más. Allí las noticias de otro asesinato hicieron que esta decidiera apuntarse a las patrullas nocturnas que estaban empezando a crearse. Si la policía no podía hacer nada, ellos serían capaces.
Las hojas de los sauces se movían como fantasmas en la noche, los grillos volvían a reinar con su chirrido y toda la paz nocturna que debía ser. Durante horas después del toque de queda, un grupo de gente con faroles y lámparas de aceite recorría cada rincón para poder encontrar algo, pero durante las siguientes noches no consiguieron nada. Parecía que había todo vuelto a la normalidad.
Una de estas noches, Kaneko cansada llegó a su habitación. El silencio era perpetuo y se podía oír cualquier sonido. La espalda le dolía pero creía que podría hacer algo por el que empezaba a creer que era su amigo. Cerca de la habitación de Ianto escuchó pasos. Intrigada por saber si el ronin todavía seguía despierto, se acercó y miró en su interior abriendo despacio la puerta corredera recién arreglada. Los farolillos del exterior conseguían producir una pequeña luz donde las siluetas podrían diferenciarse si dejabas que los ojos se acostumbraran. Y en aquel momento lo vio. En un segundo pensó si podría ser algo derivado del cansancio o era cierto lo que veía pero Ianto dormía o su figura parecía hacerlo mientras sus ojos brillaban con un amarillo. La joven se asustó cuando estos parpadearon. Gritó tan fuerte que algunos vecinos de otras habitaciones salieron para ver qué había pasado. Cuando todos miraron a la habitación del samurái… nada había durmiendo en su futón.

ESCENA NUEVE

Una pequeña joven de rostro blanco y cabellos negros, iba cogida de la mano de su madre con un pequeño cesto de ropa en dirección al río. La mañana volvía a traer el canto de los pájaros y la niña se ensimismaba con cualquier insecto que podría ser atraído por sus ojos. Durante parte de la mañana la mujer lavaba la ropa junto a otras vecinas hablando y cuidando de sus hijos. Sin prestar atención a nada más. Pero esa mañana todos volverían a recordarla. Mientras secaban algunas ropas cerca del agua, una de ella gritó por aquello que había visto. Su ropa sacada del agua adquirió el tono rojo y no tardaron en aparecer muy cerca bajando el río trozos de cuerpos de lo que la policía más tarde dijo que eran una niña pequeña, su madre y diversos restos que no podían identificar.
Por la tarde ya se había extendido el rumor de que el asesino había vuelto a matar. Casi por la noche, Irioshi preparaba en consonancia con un grupo de aquellas patrullas de ciudadanos, que les tenían chantajeados por deudas de juego o secuestro a sus hijas, un envío más de opio.
Kaneko no encontraba a Ianto.
El pueblo no sabía a quién volver a culpar. Así que la ira, el miedo y la sinrazón empezaron a romper los planes creados por el alcalde. Cuando una mañana amanecieron con un cadáver de otra niña en la casa de juegos, el pueblo cansado decidió que Kaneko seguía ocultando al extranjero en su templo. La marabunta de gente que avanzó con la ira de un ente sin razón ni pensamiento sobre la colina y atravesó los muros derruidos en busca de Ianto, no tuvo consideración de ningún tipo, hombre, niño o anciano al que se le diera cobijo.
En la oscuridad de la tarde, por segunda vez en su historia, aquel templo fue pasto de las llamas que subían al cielo como lenguas de fuego. Kaneko no pudo más que ver llorando cómo se destruía lo único que quedaba de su pasado. El templo de la lengua de fuego, ironías del destino, no sobreviviría a lo que hicieron cada uno de todos los habitantes de Kanegishima.
Ahora, años después, dicen que a veces cuando ocurre una muerte inexplicable, un gran gato y un samurái de ojos occidentales siguen luchando encima de las ruinas de aquel templo.


4 comentarios:

  1. Más información sobre la leyenda en base a la cual William creó su relato, siguiendo el link: http://www.taringa.net/comunidades/japonteamo/3727365/El-Gato-de-Nabeshima-Bake-neko-1.html

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  2. Valió la pena tanto desvelo William!! Un relato magistral donde pude sentir cada momento. Admirable tu forma de describir una cultura tan distinta a la nuestra. Un abrazo

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  3. Muy bueno, William.
    Me gustó muchísimo cómo describiste las locaciones, los personajes, la época: todo de manera ideal, logrando que uno se meta de lleno en la historia y pueda leerla con muy buen disfrute.
    Genial...
    ¡Saludos!

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  4. excelente will!! casi un guión de cine....
    muy buena la historia que desde ya desconocía y muy bien contada.
    salutes!!!

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