miércoles, 22 de mayo de 2013

No sé parar la sangre




Por Sebastián Elesgaray.
(basado en «No sé parar la sangre»)

Me dijo que no lo toque, pero yo le puse un pañuelito descartable sobre la herida.
Es que cuando lo conocí estaba sangrando.
Su mano era un puño, la sangre chorreando por los nudillos y los dedos hasta la muñeca. Le recorría el brazo como si lo acariciara, y caía en gotas lentas que armaban un charco pequeño de un color indescifrable. Las luces destellantes no dejaban notar el rojo.
Una zapatilla blanca pisó el charco, y a partir de ahí las cosas se revolvieron un poquito.
¿Un poquito?
Horrible.
Así es esto.
Creo que la palabra que mejor lo definiría es impotencia. Diríamos que no puedo hacer nada, porque es mi voluntad y a la vez no la es. Yo fui el que lo salvó esa noche, la zapatilla blanca era mía.
Me vuelvo loco, y todo por escucharlo. Se suponía que yo iba a ser parte de algo, una aventura, alguna clase de historia. Pero en cambio me encuentro acá, con una pistola y un vaso casi lleno de vino. Me transpira todo el cuerpo, capaz que por los nervios, o por la frustración. La bebida está tibia y asquerosa, intomable para cualquiera. Le doy un sorbo, para que me ayude a juntar valor. Valor que no necesito, porque la decisión está tomada.
Me voy a suicidar. Voy a apoyar el cañón del arma en mi sien derecha y apretar el gatillo. Todo porque no soy lo suficientemente bueno, o al parecer, no tengo la presteza, el porte o la suficiente valía como para ser parte de algo.
Me llamo Samuel, tengo treinta y ocho años y trabajo de administrativo en una fábrica de zapatillas deportivas. Estoy en una oficina, contabilizando mercadería, entre papeles y monitores. Nada del otro mundo, un trabajo que podría hacer cualquiera y donde el sueldo no sube más que lo justo y necesario.
Soy soltero, una novia nunca me duró más de un año. Perdía interés siempre que avanzaba la relación. Ellas veían mí apatía y se iban por voluntad propia. La soledad nunca me molestó o me entristeció demasiado. Más bien era como terminar una cena y hacer la digestión, para pasar a algún próximo plato.
Tengo algunos recuerdos de mi niñez: jugando al fútbol en la calle de tierra de mi barrio, yendo a mi primer día de clases, rindiendo un examen en la secundaria. Nada significativo, retazos algo insulsos que no muestran más que cruces indefinidos.
¿Y ahora cómo lo ven? Suicidarme parece una opción bastante viable, ¿a qué sí? Capaz que dirán: “Exagerás, tiene solución, se puede encontrar la forma de mejorar.”
¿Saben algo? Yo creía eso también. Hace unos días (o meses, o años, últimamente no tengo mucha noción del tiempo), se acercó a mi cabeza Él. Me metió cosas en mi cerebro, el ideal de una aventura. Me hizo saber que iba a formar parte de algo espectacular, salido de su forma de ver las cosas. Iba a ponerme en situaciones de fragilidad, iba a llevar mis sentidos a lugares recónditos e insospechados para cualquier ser humano. Yo, Samuel Estebares, era un elegido para vivir una aventura, para ser el protagonista de una historia fantástica en la cual me fundaría como héroe, como campeón en batallas desenfrenadas y épicas.
Pero eso no pasó.
Mi vida siguió siendo aburrida, nadie vino a buscarme, nadie hizo de mí un héroe. Todo porque no supe parar la sangre. Para el caso, ese imbécil siempre va a sangrar. Y recién me vengo a enterar que no va a ser, que no voy a ser parte de nada. Mi cabeza es un hervidero de ideas inconexas, de momentos felices que no van a ser vividos. ¿Cómo puedo reaccionar ante eso?
La mejor forma que se me ocurre es terminar, salir de la escena, quedar fuera de campo y hacerme a un lado. Porque para el caso, solo soy un peón más y un intento fallido de personaje en la mente retorcida de algún ego que se cree demasiado bueno como para ponerme en un relato, en un cuento que pueda hacer vibrar la mente de quien lo lea.
Lo dicho.
Me despido.
Espero que esta carta llegue a alguien, porque no me hace gracia que ni siquiera esto que escribo pueda ser parte de algo.

¿Qué esperaban? Es lo mejor que pude hacer. No tengo nada en contra de Samuel. De hecho le agradezco cuando me cuidó. Su pensamiento me acompañó aquella vez y le prometí algo que al final no pude cumplir.
Entonces decidí que su vida no valía lo suficiente como para exprimirla en esa fábrica de mierda y, ya que no iba a formar ninguna historia, lo mejor sería que su existencia se apagara.
No me reten, él tuvo su pequeño momento. Y aunque no fuera un personaje grande, emblemático, y rodeado de aventuras, cada uno vale.

3 comentarios:

  1. Excelente, Sebastián. Mezclás las historias de ambos personajes de manera ideal, los dos con sus características como tales bien claras pero, a la vez, enigmáticas hasta que nos encontramos con ese gran final. Recién ahí nos damos cuenta quién es quién en la trama, y el porqué de todo lo ocurrido.
    Lo leí como un relato tragicómico, y que me dejó un muy buen sabor de boca al entrelazar las vidas de ambos fulanos.
    La redacción en primera persona, genial.
    ¡Saludos!

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    1. ¡Gracias Juan! Es un relato que venía hace un tiempo en el horno, ahora lo pude sacar. ¡Un abrazo!

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  2. Perfecta filigrana de dos historias con un final inesperado. Disfruté de la lectura de principio a fin. Magnific!

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