Por Mauricio Vargas Herrera.
(basado en
«Muerte inminente»)
Steve no quiso jugar cuando supo que Harry Sukman sería el
contendiente de la
semana. Pero no había razón suficiente que hiciera desistir
al alcaide de sus decisiones. Era un tipo implacable. Él mandaba y los demás
obedecían, punto. Steve no pudo hacer nada para persuadirlo de que buscara a
otro jugador porque, además y desgraciadamente, él era uno de los buenos, si no
el mejor entre todos los guardias de la prisión. Cada vez
que lo elegían se sentía halagado, orgulloso, y enfrentaba a cualquier
prisionero con desenvoltura, pero cuando el alcaide lo llamó a la oficina y le
dijeron que Harry Sukman sería el próximo a enfrentarse, deseó no saber ni
siquiera cómo carajos se movía un peón.
Durante las semanas siguientes a la orden, mientras
caminaba por los corredores oscuros de La fortaleza pasando distraídamente su
macana por los barrotes, mientras observaba a los reos comer en el casino,
mientras paseaba por la zona verde, oyendo el retintín de las pesas del
gimnasio, el siseo de los tenis y el rebote del balón en el cemento, acompañado
de las exclamaciones eufóricas de los internos, mientras sucedía todo eso,
Steve pensó una y otra vez la manera de librarse, pero no había modo posible.
El médico de Green Creek era amigo suyo. Podría pedirle una orden médica falsa,
algo que dijera que debía revisarlo personalmente o recoger una droga y de
paso, quedarse en casa un par de días. Estaba seguro de que se la daría sin
problemas. Le debía un par de favores. Pero luego recordó que las líneas
telefónicas estaban dañadas y faltaban tres semanas para que pudiera ir al
pueblo y visitar el consultorio. Harry Sukman estaba programado para la semana
siguiente. Y ni modo de fingir una enfermedad. Iría a parar de inmediato a la
enfermería de la cárcel y descubrirían que no tenía absolutamente nada.
Qué maldito problema. Durante años los habían entrenado
para no dejarse intimidar ni afectar por nada. Todos los guardias habían freído
gente cada semana durante varios años, y desde que los zombis empezaron a
invadir las calles, habían logrado acoplarse al nuevo y extraño método de
ejecución. Por eso también habían logrado establecer una gran distancia entre
ellos y los que estaban tras las rejas. Esos reos eran la escoria de la
humanidad, a veces mucho peor que los zombis que deambulaban por todas las
ciudades, babeando bilis amarillenta, con sus cabezas torcidas y extremidades
rígidas. Pero en ese momento fue consciente, por primera vez, de todo lo que
implicaba matar a alguien. Y no solo acabarlo, sino convertir ese proceso en un
juego que ahora le parecía retorcido.
Todo ello porque había tejido una inesperada amistad con
Harry.
Él servía la comida en el casino. Un día había ayudado a
neutralizar una pelea. El negro Duncan le hizo zancadilla a Timothy, el
esmirriado que enviaba droga por los sanitarios. Según lo que se comentaba en
los pasillos, el negro era un tipo muy quisquilloso con la limpieza y el día
anterior había recibido su bolsita de pasta, a la que se le había entrado el
agua. Cuando le puso el pie, Timothy se fue de cara contra la silla metálica de
una de las mesas y todos lanzaron una estruendosa risotada. Lo que nadie
sospechó fue que Timothy se levantara, con su cara sangrante, y le doblara su
bandeja metálica en la calva negra y reluciente de Duncan. Todos dejaron de
reír y lanzaron una profunda exclamación. Ambos fueron a parar a la enfermería. Antes
de que la cosa se pusiera fea, Harry Sukman saltó de su puesto y trató de tranquilizarlos.
Nadie se metía con Harry porque sería meterse con la comida. Todos se calmaron
y Harry ayudó al negro Duncan a llegar hasta la enfermería, mientras Steve
lidiaba con el escandaloso Timothy. Mientras los atendían, Steve conversó con
Harry.
Harry no era una escoria como los demás. Según le dijo,
era inocente. Había matado a su esposa cuando vio que su hija, convertida en
zombi, la mordió en el brazo. Sabía lo que venía después y decidió no esperar.
Primero le disparó a la niña en toda la frente y luego a su esposa, por detrás,
porque no quiso sufrir la indecisión, ni la despedida, ni las lágrimas de su
mujer. Ante la ley, Harry era un asesino hijo de perra, que hubiera podido
llevar a su mujer a un centro de atención médica, en la que estaban tratando
esas heridas leves. Estaban implementando una vacuna. Pero, la realidad era que
para lograr ser inyectado había que tener dinero y mucha paciencia. Las filas
eran enormes y muchos morían y resucitaban en la espera. Para Steve ,
Harry también era inocente. Lo comprendió cuando se lo contó con sus ojos
humedecidos y rojos. No había tenido otra salida.
Pero la ley en ese momento era tan implacable como las
decisiones del alcaide. Steve también estaba siendo víctima del autoritarismo
que se había apoderado de todas las entidades de poder que existían en el país.
Tenía que jugar contra Harry y rogar porque supiera mover las fichas mejor que
él.
Sonó la campana a eso de las nueve de la mañana. Era la primera
salida para los reos. Hacían ejercicio, trotaban y respiraban aire fresco. Por
la tarde, el sol se volvía inclemente. Mientras tanto, al interior, se hacían
los preparativos para el juego semanal.
Steve se alistó con parsimonia, como si lograra retrasar
lo inevitable. Repasó mentalmente sus jugadas recurrentes, viendo cómo podía
darle la ventaja a Harry, para que pudiera seguir sirviendo comida un tiempo
más, al menos hasta que lo llamaran de nuevo. Salió de su habitación sintiendo
nervios por primera vez. No quería imaginar lo que estaría sintiendo Harry en
esos momentos.
A lo lejos divisó a los reos que salían a la zona de
recreo, una explanada seca, un peladero al que todavía osaban llamarle zona
verde. Caminó por el corredor resguardado con mallas de acero hasta el pabellón
D, que estaba sumido en el silencio absoluto. Sus pasos reverberaron mientras
se aproximaba al escenario. Unas escaleras metálicas lo condujeron a una
plataforma elevada sobre el enorme tablero de ajedrez. Frente a él había otra
plataforma similar. Pronto vería a Harry allí parado, con el rápido curso de
manejo del tablero de comandos dando vueltas en su cabeza, mientras le quitaban
las esposas. Los presos no sabían nunca contra qué guardia debían enfrentarse.
No quería ver a los ojos a Harry. No deseaba ver su expresión.
Repasó los botones. Era sencillo. Se marcaba la
combinación de fila-columna con los números y se presionaba el botón rojo.
Arriba, sobre el tablero, las cuerdas se desplazaban junto con las fichas.
Casi todos usaban la estrategia más sencilla: quitarle la
mayor cantidad de fichas al otro, porque todos disfrutaban ver a los zombis
matarse entre ellos. Los rociaban con una sustancia que los enardecía y
entraban como toros al ruedo, deseosos de matarse. Solo esas cuerdas que los
movían de una casilla a otra impedían que la partida de ajedrez se convirtiera
en una carnicería. Él lo disfrutaba a veces, pero su estrategia consistía en
ahorrar la mayor cantidad de movimientos posibles. Era cuestión de orgullo. Una
vez dio jaque mate al otro con solo cinco movimientos. Aunque no había mucho de
que enorgullecerse. Los presos llegaban allí y se bloqueaban ante la magnitud
de ese juego. Su vida dependía de su agilidad mental, y cuando vas a morir eso
es lo que menos posees. Era algo cruel. Pobre Harry.
Pasaron algunos minutos mientras el alcaide y sus
invitados se sentaban en el palco, a un costado del pabellón. Había algunos
familiares del preso, pero nada de familiares de la víctima, porque si Harry
llegaba a ganar, el problema sería insoportable. Sonó una puerta abrirse y unos
pasos que subían por la escalera metálica. Harry apareció del otro lado,
esposado, con el uniforme de la prisión. Steve quiso ocultar su rostro, pero era
una estupidez. Esperó, con el corazón en la garganta, a que él lo mirara. Harry
dejó que le quitaran las esposas. El guardián le mostró rápidamente el tablero
de mando, el palco con los espectadores —el alcaide le lanzó una sonrisa y lo
saludó con la mano— y luego le presentó a su contrincante. Ambos se vieron y
quedaron estupefactos. Steve no pudo soportar ver el rictus de sorpresa y preocupación
que ensombreció el rostro de Harry. Pensó en hacer algo, disculparse con señas,
decirle que era inevitable, indicarle que todo iba bien con su dedo pulgar,
pero todo eso se le antojó ofensivo. Prefirió quedarse quieto y esperar a que
se acomodaran las fichas.
Bajo cada plataforma se abrieron las compuertas y entraron
los zombis, amarrados y con sus cabezas tapadas. Un grupo de guardias
acomodaron rápidamente los cuerpos revividos, sujetándolos a las correas. Los
zombis de Steve estaban sobre los cuadrados en baldosa. Los de Harry, en los de
tierra desnuda. Cuando todos estuvieron atados, liberaron los brazos y
destaparon los rostros. Unos tenían sus bocas abiertas; sus dientes chocaban
unos con otros, queriendo morder. Algunos no tenían ojos, otros ni siquiera
tenían quijada. Vaya espectáculo. Harry estaba pasmado.
—Que comience el juego —dijo una voz por el altoparlante.
Sonó una sirena. Harry comenzaba moviendo. Se acercó
dubitativamente al tablero y presionó los botones. El mecanismo se accionó. Uno
de los zombis peón se elevó lentamente, luchando con torpeza por liberarse, y
se acomodó dos casillas más adelante. Steve jugó rápido. Movió su peón y lo
ubicó en el cuadrado diagonal al otro. Steve esperó a que el otro comprendiera
su movimiento. Harry levantó su peón y lo puso junto con el de Steve. Los dos
muertos se agarraron y comenzaron a morderse. El zombi de Harry le asestó un
profundo mordisco en el cuello al otro, que cayó suavemente, derramando un
líquido negro y espeso. Comenzó a subir. No duraría mucho para que el muerto
reaccionara de nuevo. En medio de su nerviosismo, Harry dejó ver un pequeño
entusiasmo. Steve levantó su dedo pulgar y Harry pareció comprenderlo. Bueno,
eso esperaba.
Harry solo tenía a su rey —un zombi al que le habían
clavado una cruz en la cabeza—, dos peones y una torre. Steve tenía las mismas,
más un alfil, dos peones, un caballo y su reina. Había logrado ir en contra de
su estrategia, pero todavía podía acabar con Harry. Estaba entre la espada y la pared. Si perdía a
propósito, los movimientos erróneos serían muy obvios. El alcaide lo estaba
viendo, y él era un tipo tan listo (y perverso) que había diseñado ese maldito
juego. Era el turno de Steve.
La jugada más sensata era mover su peón junto al rey, que
estaba arrinconado. Cuando el rey se moviera, mandaría su caballo y jaque mate.
Y si se corría para el otro lado, lo acabaría con su alfil. Steve miró a Harry,
que parecía comprender la
situación. Estaba resignado. Steve volvió a su tablero, marcó
lentamente las coordenadas, presionó el botón rojo y el mecanismo se puso en
movimiento. Entonces, de afuera llegó un barullo.
Era una gritería. Steve miró al palco. Alguien había
entrado allí y le informaba al alcaide y los demás algo muy importante, por la
manera como movía sus brazos. El alcaide se puso de pie enérgicamente y se
asomó por la ventana a sus espaldas. Luego salió del palco junto con los
espectadores.
El Walkie-talkie de Steve comenzó a sonar. Una voz le
estaba informando que era un motín. Steve cerró la comunicación y le hizo señas
a Harry para que reaccionara. Detrás de él estaba el guardián, tratando de
escuchar por su aparato. Harry se giró y le asestó un puñetazo, le asestó un
par de rodillazos y lo tiró al suelo para coger el Walkie-talkie. Al fin, Steve
y Harry pudieron comunicarse.
—Perdóname la vida, Steve, por esta vez. Te lo pido.
—¡Es imposible!
—Un movimiento rápido y ya. ¡Por favor!
Steve miró el tablero deprisa. Harry debía mover un peón y
podría contrarrestar su jugada.
—Está bien, reorganiza tu ficha. Ese, ese peón —le dijo
señalándolo.
Harry accionó el mecanismo. El zombi se levantó suavemente
y se posó una casilla más allá.
—Aquí no ha pasado nada. Mañana me servirás el almuerzo.
Cambio y fuera.
Excelente, Mauricio.
ResponderEliminarManejás el suspenso y la acción en toda la trama de manera impecable. Mucha imaginación la tuya al incluir zombis en esa especie de prisión futurista, con un h... de p#t@ al mando y dos protagonistas (Steve y Harry) que se hacen querer.
Muy buen final, inesperado, que da el cierre ideal a todo lo leído hasta allí.
Te felicito, che.
¡Saludos!
Genial Mauricio. Lo mejor fue ese juego de zombies, ese ajedrez tremendo en el que cada personajes se juega la vida y, en este caso, la amistad de ambos.
ResponderEliminar¡Saludos!
perfecto y siniestro juego!! qué buena historia que armaste. me encantó la mezcla y la buena onda de steve...
ResponderEliminarcongrats, maurice!!