miércoles, 20 de marzo de 2013

Sombras



Por William E. Fleming.

Homenaje a Edgar Allan Poe.

—Hola, cariño. Buenos días. ¿Qué tal has dormido? —Paul no esperó a que su mujer contestara. Tras la puerta imaginaba que ella estaría despertando y alisándose el pelo después de la ducha—. No te preocupes amor, estaré abajo haciendo café —sonrió a la hoja de la puerta y se marchó decidido. Su sonrisa era muy trabajada, había pasado horas delante de espejos poniendo un gesto que inspirara total confianza y completa serenidad. Era importante para él y para su trabajo.
Alistair Crow era el esposo perfecto. Demasiado atento dirían algunas personas. Acaparador y despótico con aquellos a los que «amaba», de incipiente calvicie, dientes perfectos y un leve atractivo todavía no perdido —algo conseguido a fuerza de tiempo y sobretodo deseo— le catapultaban como uno de los personajes más prósperos de la urbanización. En su trabajo era el mejor, se lo había trabajado para así fuera —la competencia se tiene que dinamitar desde el primer momento— decía sin problemas.
       
La taza humeaba con el café recién hecho. Sonriente, Alistair se comía sus tostadas mientras leía el periódico esperando que su mujer bajara enseguida. El sol entraba por la ventana tachonando de rayos de luz los vasos de cristal y convirtiendo una de las paredes en una fiesta de colores desintonizados.
Quizás si hubiera estado atento, podría sentir el suave tintineo de una de las ventanas abiertas. Cuchicheos que silenciados en la mañana parecían convertir las estancias de la vieja casa en un lugar de fantasmas, asesinatos y rocambolescos maleficios. Alistair obviaba cada vez más lo extraño. Cuando él y su mujer fueron a vivir a aquella casa. Las historias se convertían en casi la enseña del terror victoriano. Pero nunca hicieron caso a nada de ello pues el precio de compra era terriblemente bajo. Les convenían si deseaban formar, pronto, una familia.
Pasaba las hojas despreocupado. A tal velocidad cerraba el periódico y lo volvía a abrir, que las imágenes enfrente suya parecían un zootropo. No se percataba de la sombra que se acercaba impelida por cada movimiento. Como un viejo precursor del cinematógrafo. Aquella cosa tenía la forma de una persona pero era como un gran «esfumatto», una sombra en cuyos bordes alguien intentaba borrarla deshaciendo los contornos precisos y pulcros.
Crow escuchó el maullido de un gato tras su periódico. Lento, levantó la mirada por encima del territorio de las hojas para encontrar la figura negra y tranquila de un minino mirándole con unos ojos suplicantes.
—Hey, pequeño. ¿Qué estás haciendo aquí? —Se levantó despacio sin hacer movimientos bruscos y cogió entre sus manos al gato negro. Sentándose de nuevo en la silla, partió algunos trozos de tostada con una de las manos y le puso los trocitos en la mesa. Este, solícito, se abalanzó entre maullidos de agradecimiento sobre las migajas—. Gatito, gatito… —le acarició; con un movimiento y una sonrisa en su rostro le partió el cuello sin ningún miramiento.

Los atascos de la misma mañana le enfurecían hasta el punto que si tardaba demasiado su trabajo se volvía errático, anodino y podía sentir las cadenas sobre sus pies en aquel cubículo. El hombre era un comercial de una empresa grande, una de las primeras en venta por teléfono y sus métodos de venta eran concisos, claros y poderosos.
Alistair necesitaba varias cafés para despertar del tedio y el sopor que le dejaban los momentos dentro del coche viendo en aquellos primeros atascos a la gente esperando andar unos centímetros más; como almas en espera del purgatorio. A veces se podía imaginar una enorme ola que los arrasaba a todos o una columna de fuego levantando los coches y engulléndolos por el efecto arrollador de esta. Un muro infernal que hacía que su sonrisa apareciera. Una sonrisa que ya no era falsa sino un maléfico gesto que portaba odio y perspicacia. Era ver la representación física de aquellos dibujos de diablos; siempre preparados para el mal, confabulando.
La sala de descanso del trabajo se infestaba de personal que reía o comentaba las últimas noticias mientras el café conseguía terminarse de hacer. Entre algunos bostezos, los pequeños grupos se contaban las noticias del día anterior entablando una relación que al pobre de Crow siempre en su interior falto de esa conexión (aunque fuera un excelente trabajador) no podía conseguir.
—¿Por qué todos amamos la muerte? No, es cierto, verdad. Últimamente todo es zombis, muertos vivientes, asesinatos, atropellos, violaciones… —Una mujer demasiado maquillada tenía una taza de café vacía y la movía con cada una de sus opiniones—. Mis hijos juegan a juegos mortíferos y ven luego las noticias como si estas fueran los mismos videos. ¿Qué es ese deseo de cruzar esa puerta y acceder a la otra fase que nos espera? ¿Ese conocimiento nos va a hacer mejores personas aquí? ¿O nos va condicionar la vivencia...?
Crow se apartaba del grupo de gente en busca del mejunje que hiciera funcionar su cuerpo.
—Y tú, ¿qué piensas sobre todo lo que está ocurriendo, Alistar? —La mujer rubia que llevaba la batuta en la conversación señaló con su taza.
Al principio ser el centro de atención le hizo sentirse vulnerable, con la cafetera en la mano, pillado en el acto, pero al final rellenó la taza de la mujer rubia y luego la suya para decir:
—Bueno, la sociedad hemos llegado a un punto en el cual, el asesinato se ha banalizado de una forma rápida y sin sentido. Pero si no fuera así no podríamos tener trabajo ¿verdad? —Algunas de las mujeres y hombres alrededor tuvieron que agachar la mirada y hacer un mohín de afirmación. La venta de pólizas de seguros en estos tiempos era un negocio en auge.
Con reafirmación en su gesto, dio un sorbo más a su taza y se apoyó en la mesa cruzando las piernas. Deslizó la mirada al exterior de la habitación, más allá de la puerta abierta, (en la soledad de la planta infestada de cubículos) para ver una sombra moverse entre los pasillos. Un simple resquicio en su mente, un mero parpadeo y parecía que no había pasado.
Las personas se iban disipando después del argumento tan certero de Alistair. Él disfrutaba de su «victoria» sobre la mujer rubia; una de las mujeres que le seguían de cerca en la venta de pólizas y había resistido todos los embates de las cargas para derrocarla de Crow.
En busca de su premio, dio la espalda a la puerta y una cola negra y peluda se acercó por debajo de la mesa. En apenas unos saltos, algún contoneo como un plutónico emir desde la muerte un gato negro se sentó delante del rostro de Alistair cuando cerró la portezuela del pequeño frigorífico y sacó un trozo de pastel de algún resto de cumpleaños. Sus ojos se mezclaron en una mirada de asombro por una parte y sobreactuación.
—Eh, qué carajos hace este gato aquí.
El animal desde lo alto de la encimera de la sala miraba con ojos enfadados al hombre, objeto de su ira, y le bufaba mientras maullaba erizando el pelo. Alargaba su pata izquierda intentando desde la distancia arañar con sus afiladas uñas. Un bufido más fuerte y se abalanzó en el aire a por su presa cual pantera en la misma sabana. Crow usó sus reflejos y se pudo apartar no antes de sentir sus garras sobre su rostro. El sonido de cristal roto atrajo la curiosidad de algunas personas que se asomaron por la puerta. La escena era la de un hombre tirado en el suelo en la pared más alejada de la encimera junto con un suelo regado de cristales de cerámica azul y un líquido negro. Alistair miraba a sus compañeros parpadear mientras tres líneas en su mejilla izquierda dejaban un ligero recorrido carmesí.

—Cariño, mi amor. Ya estoy en casa. —Su sonrisa se cincelaba en su rostro como una enorme máscara de perfección. Miró por cada rincón en busca de su esposa pero no podía aparecer—. ¿Amor? —preguntó—. ¿Estás por ahí?
La cocina se encontraba vacía y los utensilios de cocina estaban impecables, pero un ligero olor a comida podrida aparecía sobre sus narices. La nevera entrecerrada profería la pestilencia y sazonaba su paladar con la podredumbre.
Crow se acercó a los goznes del frigorífico y abrió por completo para mirar en su interior. Un apestoso, y podrido, deshecho y maloliente pescado estaba entre las baldas de la comida. Alistair acercó la mano para comprobar si era cierto lo que sus ojos veían pero un maullido lo asustó. Con el corazón raudo y la sangre atropellada sobre sus orejas cerró la puerta del aparato para ver sentado mirándole el mismo gato de costumbre.
—¡Tú, qué haces aquí!
Y como respuesta el gato movió su cola y pareciendo decir palabras de respuesta maulló de forma lastimera.
Un sonido desde el fondo del pasillo, la oscuridad personada en el sótano, hizo que mirara a la negrura. Las sombras se arracimaban luchando contra un leve resplandor que se colaba entre los bordes de la puerta. Un baile desacompasado como los mismos rayos de luz proyectados por una hoguera.
«Cariño —escuchó en un quejido lento y lastimoso—, ven. Te extraño.»
Avanzaba despacio, casi podía ir más fuerte su corazón que las lentas pisadas. El gato había desaparecido, así como el pescado hediondo. En su camino, el tiempo se dilataba y distanciaba en la oscuridad.
«Amor, ven. Aquí… aquí»
La puerta que «brillaba» era aquella que daba al sótano. Alistair con delicadeza, como un niño jugando en un intento de atrapar una mosca o un pájaro posado en una rama, se movía imperceptiblemente con la vista pegada sobre el pomo argento; en la noche, su reflejo pobremente brillante y convexo le convertía el rostro y la mano que se acercaba en una monstruosidad. Los goznes crepitaron cuando el mecanismo se abrió pero el resplandor dejó paso a la oscuridad completa del abismo que se cernía escaleras abajo.
—¿Cariño? —preguntó temeroso al infinito para solo tener la respuesta del silencio.
Adelantó un pie sobre un escalón y tras de suya un maullido le asustó. Al darse la vuelta, el gato negro le miraba con aquellos ojos fijos en su figura, le recordó al gato Cheshire del cuento de Alicia. Un bufido y alargó la zarpa; Alistair se maldijo al sentir su pierna dolida pero el golpe le desestabilizó e hizo que su cuerpo cayera rodando hasta perderse en la oscuridad.

El dolor en la cabeza palpitaba como el sonido de los tambores de una tribu perdida en la selva. En la oscuridad, se llevó la mano sobre el dolor y sintió sangre seca entre los dedos, coagulada como una enorme costra entre el cuero cabelludo. Miró a su alrededor pero la parda noche se hacía dueña de todo. Apenas un ligero rayo de luz atravesaba la ventana baja, a ras de suelo, para colorear de argento frío parte de la oscuridad. Aún después del tiempo acostumbrando a sus ojos a la negrura, las formas se perfilaban tibias y deformadas. No recordaba lo que había pasado. Sus piernas le traicionaron al intentar levantarse y sintió el dolor en una de ellas. Su parte derecha parecía doblada en una posición extraña. El pie quebrado se hinchaba cada vez más y al tocarlo el dolor le crepitaba por cada nervio.
Inspeccionó a su alrededor, la poca luz que tenía dejaba ver poco: algunas cajas marrones carcomidas por el tiempo, aparatos de metal, viejos y que no sabía por qué los había traído, polvo en suspensión entre el rectángulo de luz que aparecía desde el exterior; nada que pudiera ser aprovechado a simple vista. A saltos se acercó al principio de las escaleras para intentar apretar el interruptor de la luz. El dolor le destrozaba así que pensó alguna otra cosa. Recordó que en alguna de aquellas cajas algunos aparatos para restaurarlos podrían servirle de ayuda. Su búsqueda resultó cuando encontró un viejo candil. Su mujer estaba pensando en que podía reparar algunos trastos comprados en aquellos mercadillos al aire libre. Ahora recordaba cuando compraron ese viejo cachivache; estaba en un mercadillo frente a una casa colonial, vendían prácticamente todo. Lo que hizo acercarse a ellos dos fue la reproducción de una casa de muñecas exacta a su versión habitable. Tenía una atracción personal, algo parecía que te llamaba como un imán atrayente.
Agitó el candil medio oxidado y un líquido sonó en su interior. Crow rebuscó entre el fondo en busca de alguna caja de cerillas o un mechero pero no podía encontrar nada. El sonido de unos cascabeles le asustó. Se volteó hacia donde había escuchado. Sobre uno de los primeros escalones justo en el mismo límite del rayo de luna. La forma de un gato refulgía con unos ojos tranquilos, sentado sobre sí mismo, en expectativa de quizás algún tipo de señal.
—Bestia del infierno. —Se intentó mover pero el dolor de la pierna le hizo congelarse de nuevo, esperando que remitiera, se asombró cuando bajo el último de los escalones, una pequeña caja de cerillas cogía polvo. Aguantando el sufrimiento, avanzó unos pasos, se agachó y la atrajo hacia sí; el dibujo de la portada irónicamente era un gato dibujado al estilo de Toulusse Latrec. El minino saltó con un bufido sobre unas cajas y desapareció en la misma oscuridad que antes —pensó Alistair— le había dado cobijo. Crow abrió la caja y descubrió en su interior un único trozo de cabeza púrpura.
El sonido diezmó la oscuridad cuando la cerilla refulgió con presteza. Su rostro se convirtió en la semblanza de la pérdida del miedo y la sinrazón que antaño (en épocas primitivas) sentía un involucionado ser humano ante la noche. Movió el candil por la oscuridad, blandiéndolo como un arma ante un monstruo primigenio. Hacía mucho tiempo que no bajaba hasta allí. El polvo se había adueñado de todo, algunos pilares de madera estaban golpeados y avejentados, las cajas reposaban unas entre otras; las paredes de un ladrillo rojo, anciano y manchado del hollín de la caldera obtuvieron toda su atención. Se acercó despacio hasta uno de los lados. Los ladrillos parecían más haber estado colocados después de la primera obra; un gran agujero del tamaño de una persona se delimitaba de forma perfecta. El cemento entre ellos vulnerable y fragmentario. Sin duda alguien no supo mezclar bien y el tiempo había hecho estragos en las uniones. Su mano acariciaba la desigual pared como si estuviera tocando un paisaje en un lienzo de Monet, o la piel desnuda de su esposa. Alistair sintió tristeza.
El gato saltó sobre su hombro y cual centella volvió a la oscuridad. Su bufido le asustó y Crow cayó al suelo; el golpe hizo que el candil chocara contra la pared deslizando unos ladrillos. Desde aquella perspectiva, la luz se colaba por la abertura.
Un gesto de dolor se irrumpió en su cara, se agarró sobre lo que pudo y recogió el candil tirado en el suelo. La curiosidad le incitó a mirar por el boquete. Acercó el punto de luz e inmiscuyó con la mirada dentro. Nada, solo había oscuridad pero en un segundo la locura le atravesó. Como en una película de miedo en espera del momento del clímax desde la sombra aparecieron unos dedos cadavéricos. Seguro que en su mente escuchó un rápido sonido de efecto para toda la escena. Sintió frío. Desde el interior de la pared un crujido se levantaba, las sombras titilantes empezaban a adquirir forma y vida propia, reptaban por cada ladrillo como petróleo o pez de un barco para ocultarse por el agujero. Un sumidero a media altura del suelo. En la soledad, en el silencio, una confusión de voces se agolpaba tras aquella obra. Crow reptaba alejándose de aquel punto, arrastrando el candil hasta que topó su espalda con el muro de cajas. La luz se había alejado del agujero y en sus bordes limítrofes, solo el suelo de cemento y algún pilar de madera eran visibles.
«Cariño, ven a mí»
Si Alistair estuviera más cerca vería cómo las sombras salían como pus de cada vieja unión, se comportaban como un líquido y un gas, una niebla oscura de muerte. Avanzaba con delicadeza hasta que varios centímetros delante del muro la masa informe se paró justo en los límites de la luz. Crow podía ver aquella cosa moverse, era como una ameba sin ninguna forma predefinida. Pero un segundo después, «eso» se elevó como un chorro, formando un pilar, una figura que se alargaba hasta adquirir la forma de una mujer. Siendo todavía una forma compuesta de esa mezcla horrenda la cosa levantó su brazo derecho y señaló al hombre. Este asustado no pudo articular palabra.
«Qué me has hecho» la voz cavernosa saliendo de la nada negra. «Mataste todo lo que te amé y luego hiciste que me pudriera entre estas paredes mohosas», la figura en su rostro formó dos ojos y una boca. Unas concavidades que bailaban entre esa mezcla corpórea. «¿Por qué, Thomas?».
—¿Thomas? —Alistair preguntó de manera automática, sin apenas tener tiempo de pensar. De la misma forma que apartamos el dedo de una llama o nos giramos a ver quién nos ha llamado cuando en la calle alguien pregunta por una persona igual.
«Oh, espera. —La figura se recompuso y apareció una mujer victoriana con el traje ensuciado y roto. Su cabello pelirrojo caía sobre sus prominentes pechos ensuciados de hollín—. ¿Tú no eres descendiente de Thomas MacIntayre?»
Crow miró impertérrito y dubitativo para cada lado en busca de algún tipo de broma o de cámara oculta y dijo:
—No. Creo que un familiar suyo alguien llamado Phillip nos vendió la casa urgentemente hace unos meses.
La expresión de la joven cambió totalmente y se comportó de una forma humana y calmada. «Maldita sea», maldijo. «Siento las importunidades.» Sonrió y su figura se convirtió en humo, en pez y se ocultó tras el muro.

—Ca… cariño —se escuchó desde lo alto de las escaleras—, ¿dónde estás? Ya he llegado, amor.
—Aquí, estoy aquí abajo… —La puerta se abrió dejando un halo de luz poderosa, como si el cielo se abriera para Alistair.
—Pero, ¿qué ha pasado?
La esposa bajó sin cerrar la puerta, ante el aviso de Crow sobre las luces o al menos la imposibilidad de él para encenderlas.
No dijo nada; nunca habló sobre el incidente o si de verdad había ocurrido. No podría decir nada pues la tradición familiar era que nunca debían revelar su verdadero linaje.


6 comentarios:

  1. Buenas a todos, a los lectores y compañeros de letras.

    La verdad me fue muy difícil saber que autor homenajear, no solo la forma en qué hacer y cómo, sino también si podría conseguir acercarme a su temática (no su forma de escribir porque ya es duro intentar tener una propia.)
    Los autores que barajé siempre pasaron de los clásicos que conocemos: Cortázar fue el primero; recuerdo (o al menos eso creo creer) una historia del autor sobre un personaje «preso» en una habitación junto a un cuerpo y recordar que al final es un mero fantasma y que el cuerpo que está «custodiando» es el suyo propio. Puede que fuera de otro autor pero siempre lo he liado con Cortázar.
    Luego obvio como todos nosotros hemos podido pensar levemente en Stephen King el autor de Maine siempre nos ha fascinado y «Soy la puerta» fue un relato que me impactó —no solo por su portada en la antología donde está— e hizo que también deseara tener alguna historia parecida.
    Pero al final Poe creo que fue aquel que me agarró en los dos días que escribí el cuento. Su obra me ha tatuado ese terror y esa prosa que a veces mimetizo o deseo mimetizar y crear. Sus icónicos personajes (el gato, un cuervo...) están en todo el inconsciente colectivo de todo fan del terror o de las letras.

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  2. Excelente, William, me animo a decir que es de lo mejor que he leído de tu autoría.
    El sufrimiento físico y psíquico del protagonista, lo truculento de las episodios con el gato, y fantasmagórico y tétrico del espectro del final de la trama, ideales semblanzas de las letras de Poe.
    Intenso, repleto de suspenso y de vivencias personales del protagonista (qué buena elección del apellido, je).
    Te felicito, Will, me encantó.
    ¡Saludos!

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  3. ¡Impecable William! Lo que más me gustó fue el lenguaje, un toque barroco que le da una cualidad muy particular y lo acerca a nuestro querido amigo Poe. ¡Un abrazo!

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  4. Me gusto mucho!! Homenajear a Poe no es nada fácil porque te obliga a internarte en sus tinieblas y lo hiciste muy bien !!!
    Salute!!

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  5. Ante todo, William, te felicito por el relato y sumándome a los elogios y comentarios anteriores agrego:
    Alistair Crow ; Crow como cuervo (en alusión a Poe), y como Crowley (Por Aleister - homófono a Alistair - Crowley, el ocultista), ¿Verdad?

    Gran juego de palabras sin dudas; acertadísimo el nombre.

    Saludos

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