Por
William E. Fleming.
Homenaje a Edgar Allan Poe.
—Hola, cariño. Buenos días. ¿Qué tal has dormido? —Paul no
esperó a que su mujer contestara. Tras la puerta imaginaba que ella estaría
despertando y alisándose el pelo después de la ducha—. No te preocupes amor,
estaré abajo haciendo café —sonrió a la hoja de la puerta y se marchó decidido.
Su sonrisa era muy trabajada, había pasado horas delante de espejos poniendo un
gesto que inspirara total confianza y completa serenidad. Era importante para
él y para su trabajo.
Alistair Crow era el esposo perfecto. Demasiado atento dirían
algunas personas. Acaparador y despótico con aquellos a los que «amaba», de
incipiente calvicie, dientes perfectos y un leve atractivo todavía no perdido
—algo conseguido a fuerza de tiempo y sobretodo deseo— le catapultaban como uno
de los personajes más prósperos de la urbanización. En su trabajo era el mejor,
se lo había trabajado para así fuera —la competencia se tiene que dinamitar
desde el primer momento— decía sin problemas.
La taza humeaba con el café recién hecho. Sonriente, Alistair
se comía sus tostadas mientras leía el periódico esperando que su mujer bajara
enseguida. El sol entraba por la ventana tachonando de rayos de luz los vasos
de cristal y convirtiendo una de las paredes en una fiesta de colores
desintonizados.
Quizás si hubiera estado atento, podría sentir el suave
tintineo de una de las ventanas abiertas. Cuchicheos que silenciados en la
mañana parecían convertir las estancias de la vieja casa en un lugar de
fantasmas, asesinatos y rocambolescos maleficios. Alistair obviaba cada vez más
lo extraño. Cuando él y su mujer fueron a vivir a aquella casa. Las historias
se convertían en casi la enseña del terror victoriano. Pero nunca hicieron caso
a nada de ello pues el precio de compra era terriblemente bajo. Les convenían
si deseaban formar, pronto, una familia.
Pasaba las hojas despreocupado. A tal velocidad cerraba el
periódico y lo volvía a abrir, que las imágenes enfrente suya parecían un
zootropo. No se percataba de la sombra que se acercaba impelida por cada
movimiento. Como un viejo precursor del cinematógrafo. Aquella cosa tenía la
forma de una persona pero era como un gran «esfumatto», una sombra en cuyos
bordes alguien intentaba borrarla deshaciendo los contornos precisos y pulcros.
Crow escuchó el maullido de un gato tras su periódico. Lento,
levantó la mirada por encima del territorio de las hojas para encontrar la
figura negra y tranquila de un minino mirándole con unos ojos suplicantes.
—Hey, pequeño. ¿Qué estás haciendo aquí? —Se levantó despacio
sin hacer movimientos bruscos y cogió entre sus manos al gato negro. Sentándose
de nuevo en la silla, partió algunos trozos de tostada con una de las manos y
le puso los trocitos en la mesa. Este, solícito, se abalanzó entre maullidos de
agradecimiento sobre las migajas—. Gatito, gatito… —le acarició; con un
movimiento y una sonrisa en su rostro le partió el cuello sin ningún
miramiento.
Los atascos de la misma mañana le enfurecían hasta el punto
que si tardaba demasiado su trabajo se volvía errático, anodino y podía sentir
las cadenas sobre sus pies en aquel cubículo. El hombre era un comercial de una
empresa grande, una de las primeras en venta por teléfono y sus métodos de
venta eran concisos, claros y poderosos.
Alistair necesitaba varias cafés para despertar del tedio y
el sopor que le dejaban los momentos dentro del coche viendo en aquellos
primeros atascos a la gente esperando andar unos centímetros más; como almas en
espera del purgatorio. A veces se podía imaginar una enorme ola que los
arrasaba a todos o una columna de fuego levantando los coches y engulléndolos
por el efecto arrollador de esta. Un muro infernal que hacía que su sonrisa
apareciera. Una sonrisa que ya no era falsa sino un maléfico gesto que portaba
odio y perspicacia. Era ver la representación física de aquellos dibujos de
diablos; siempre preparados para el mal, confabulando.
La sala de descanso del trabajo se infestaba de personal que
reía o comentaba las últimas noticias mientras el café conseguía terminarse de
hacer. Entre algunos bostezos, los pequeños grupos se contaban las noticias del
día anterior entablando una relación que al pobre de Crow siempre en su
interior falto de esa conexión (aunque fuera un excelente trabajador) no podía
conseguir.
—¿Por qué todos amamos la muerte? No, es cierto, verdad.
Últimamente todo es zombis, muertos vivientes, asesinatos, atropellos,
violaciones… —Una mujer demasiado maquillada tenía una taza de café vacía y la
movía con cada una de sus opiniones—. Mis hijos juegan a juegos mortíferos y
ven luego las noticias como si estas fueran los mismos videos. ¿Qué es ese
deseo de cruzar esa puerta y acceder a la otra fase que nos espera? ¿Ese
conocimiento nos va a hacer mejores personas aquí? ¿O nos va condicionar la
vivencia...?
Crow se apartaba del grupo de gente en busca del mejunje que
hiciera funcionar su cuerpo.
—Y tú, ¿qué piensas sobre todo lo que está ocurriendo,
Alistar? —La mujer rubia que llevaba la batuta en la conversación señaló con su
taza.
Al principio ser el centro de atención le hizo sentirse
vulnerable, con la cafetera en la mano, pillado en el acto, pero al final
rellenó la taza de la mujer rubia y luego la suya para decir:
—Bueno, la sociedad hemos llegado a un punto en el cual, el
asesinato se ha banalizado de una forma rápida y sin sentido. Pero si no fuera
así no podríamos tener trabajo ¿verdad? —Algunas de las mujeres y hombres
alrededor tuvieron que agachar la mirada y hacer un mohín de afirmación. La
venta de pólizas de seguros en estos tiempos era un negocio en auge.
Con reafirmación en su gesto, dio un sorbo más a su taza y se
apoyó en la mesa cruzando las piernas. Deslizó la mirada al exterior de la
habitación, más allá de la puerta abierta, (en la soledad de la planta infestada
de cubículos) para ver una sombra moverse entre los pasillos. Un simple
resquicio en su mente, un mero parpadeo y parecía que no había pasado.
Las personas se iban disipando después del argumento tan
certero de Alistair. Él disfrutaba de su «victoria» sobre la mujer rubia; una
de las mujeres que le seguían de cerca en la venta de pólizas y había resistido
todos los embates de las cargas para derrocarla de Crow.
En busca de su premio, dio la espalda a la puerta y una cola
negra y peluda se acercó por debajo de la mesa. En apenas unos saltos, algún
contoneo como un plutónico emir desde la muerte un gato negro se sentó delante
del rostro de Alistair cuando cerró la portezuela del pequeño frigorífico y
sacó un trozo de pastel de algún resto de cumpleaños. Sus ojos se mezclaron en
una mirada de asombro por una parte y sobreactuación.
—Eh, qué carajos hace este gato aquí.
El animal desde lo alto de la encimera de la sala miraba con
ojos enfadados al hombre, objeto de su ira, y le bufaba mientras maullaba erizando
el pelo. Alargaba su pata izquierda intentando desde la distancia arañar con
sus afiladas uñas. Un bufido más fuerte y se abalanzó en el aire a por su presa
cual pantera en la misma sabana. Crow usó sus reflejos y se pudo apartar no
antes de sentir sus garras sobre su rostro. El sonido de cristal roto atrajo la
curiosidad de algunas personas que se asomaron por la puerta. La escena era la
de un hombre tirado en el suelo en la pared más alejada de la encimera junto
con un suelo regado de cristales de cerámica azul y un líquido negro. Alistair
miraba a sus compañeros parpadear mientras tres líneas en su mejilla izquierda
dejaban un ligero recorrido carmesí.
—Cariño, mi amor. Ya estoy en casa. —Su sonrisa se cincelaba
en su rostro como una enorme máscara de perfección. Miró por cada rincón en
busca de su esposa pero no podía aparecer—. ¿Amor? —preguntó—. ¿Estás por ahí?
La cocina se encontraba vacía y los utensilios de cocina
estaban impecables, pero un ligero olor a comida podrida aparecía sobre sus
narices. La nevera entrecerrada profería la pestilencia y sazonaba su paladar
con la podredumbre.
Crow se acercó a los goznes del frigorífico y abrió por
completo para mirar en su interior. Un apestoso, y podrido, deshecho y
maloliente pescado estaba entre las baldas de la comida. Alistair acercó la
mano para comprobar si era cierto lo que sus ojos veían pero un maullido lo
asustó. Con el corazón raudo y la sangre atropellada sobre sus orejas cerró la
puerta del aparato para ver sentado mirándole el mismo gato de costumbre.
—¡Tú, qué haces aquí!
Y como respuesta el gato movió su cola y pareciendo decir
palabras de respuesta maulló de forma lastimera.
Un sonido desde el fondo del pasillo, la oscuridad personada
en el sótano, hizo que mirara a la negrura. Las sombras se arracimaban luchando
contra un leve resplandor que se colaba entre los bordes de la puerta. Un baile
desacompasado como los mismos rayos de luz proyectados por una hoguera.
«Cariño —escuchó en un quejido lento y lastimoso—, ven. Te
extraño.»
Avanzaba despacio, casi podía ir más fuerte su corazón que
las lentas pisadas. El gato había desaparecido, así como el pescado hediondo.
En su camino, el tiempo se dilataba y distanciaba en la oscuridad.
«Amor, ven. Aquí… aquí»
La puerta que «brillaba» era aquella que daba al sótano.
Alistair con delicadeza, como un niño jugando en un intento de atrapar una
mosca o un pájaro posado en una rama, se movía imperceptiblemente con la vista
pegada sobre el pomo argento; en la noche, su reflejo pobremente brillante y
convexo le convertía el rostro y la mano que se acercaba en una monstruosidad.
Los goznes crepitaron cuando el mecanismo se abrió pero el resplandor dejó paso
a la oscuridad completa del abismo que se cernía escaleras abajo.
—¿Cariño? —preguntó temeroso al infinito para solo tener la
respuesta del silencio.
Adelantó un pie sobre un escalón y tras de suya un maullido
le asustó. Al darse la vuelta, el gato negro le miraba con aquellos ojos fijos
en su figura, le recordó al gato Cheshire del cuento de Alicia. Un bufido y
alargó la zarpa; Alistair se maldijo al sentir su pierna dolida pero el golpe
le desestabilizó e hizo que su cuerpo cayera rodando hasta perderse en la
oscuridad.
El dolor en la cabeza palpitaba como el sonido de los
tambores de una tribu perdida en la selva. En la oscuridad, se llevó la mano
sobre el dolor y sintió sangre seca entre los dedos, coagulada como una enorme
costra entre el cuero cabelludo. Miró a su alrededor pero la parda noche se
hacía dueña de todo. Apenas un ligero rayo de luz atravesaba la ventana baja, a
ras de suelo, para colorear de argento frío parte de la oscuridad. Aún después
del tiempo acostumbrando a sus ojos a la negrura, las formas se perfilaban
tibias y deformadas. No recordaba lo que había pasado. Sus piernas le traicionaron
al intentar levantarse y sintió el dolor en una de ellas. Su parte derecha
parecía doblada en una posición extraña. El pie quebrado se hinchaba cada vez
más y al tocarlo el dolor le crepitaba por cada nervio.
Inspeccionó a su alrededor, la poca luz que tenía dejaba ver
poco: algunas cajas marrones carcomidas por el tiempo, aparatos de metal,
viejos y que no sabía por qué los había traído, polvo en suspensión entre el
rectángulo de luz que aparecía desde el exterior; nada que pudiera ser
aprovechado a simple vista. A saltos se acercó al principio de las escaleras
para intentar apretar el interruptor de la luz. El dolor le destrozaba así que
pensó alguna otra cosa. Recordó que en alguna de aquellas cajas algunos
aparatos para restaurarlos podrían servirle de ayuda. Su búsqueda resultó
cuando encontró un viejo candil. Su mujer estaba pensando en que podía reparar
algunos trastos comprados en aquellos mercadillos al aire libre. Ahora
recordaba cuando compraron ese viejo cachivache; estaba en un mercadillo frente
a una casa colonial, vendían prácticamente todo. Lo que hizo acercarse a ellos
dos fue la reproducción de una casa de muñecas exacta a su versión habitable.
Tenía una atracción personal, algo parecía que te llamaba como un imán
atrayente.
Agitó el candil medio oxidado y un líquido sonó en su
interior. Crow rebuscó entre el fondo en busca de alguna caja de cerillas o un
mechero pero no podía encontrar nada. El sonido de unos cascabeles le asustó.
Se volteó hacia donde había escuchado. Sobre uno de los primeros escalones
justo en el mismo límite del rayo de luna. La forma de un gato refulgía con
unos ojos tranquilos, sentado sobre sí mismo, en expectativa de quizás algún
tipo de señal.
—Bestia del infierno. —Se intentó mover pero el dolor de la
pierna le hizo congelarse de nuevo, esperando que remitiera, se asombró cuando
bajo el último de los escalones, una pequeña caja de cerillas cogía polvo.
Aguantando el sufrimiento, avanzó unos pasos, se agachó y la atrajo hacia sí;
el dibujo de la portada irónicamente era un gato dibujado al estilo de Toulusse
Latrec. El minino saltó con un bufido sobre unas cajas y desapareció en la
misma oscuridad que antes —pensó Alistair— le había dado cobijo. Crow abrió la
caja y descubrió en su interior un único trozo de cabeza púrpura.
El sonido diezmó la oscuridad cuando la cerilla refulgió con
presteza. Su rostro se convirtió en la semblanza de la pérdida del miedo y la
sinrazón que antaño (en épocas primitivas) sentía un involucionado ser humano
ante la noche. Movió el candil por la oscuridad, blandiéndolo como un arma ante
un monstruo primigenio. Hacía mucho tiempo que no bajaba hasta allí. El polvo
se había adueñado de todo, algunos pilares de madera estaban golpeados y
avejentados, las cajas reposaban unas entre otras; las paredes de un ladrillo
rojo, anciano y manchado del hollín de la caldera obtuvieron toda su atención.
Se acercó despacio hasta uno de los lados. Los ladrillos parecían más haber
estado colocados después de la primera obra; un gran agujero del tamaño de una
persona se delimitaba de forma perfecta. El cemento entre ellos vulnerable y
fragmentario. Sin duda alguien no supo mezclar bien y el tiempo había hecho
estragos en las uniones. Su mano acariciaba la desigual pared como si estuviera
tocando un paisaje en un lienzo de Monet, o la piel desnuda de su esposa.
Alistair sintió tristeza.
El gato saltó sobre su hombro y cual centella volvió a la
oscuridad. Su bufido le asustó y Crow cayó al suelo; el golpe hizo que el
candil chocara contra la pared deslizando unos ladrillos. Desde aquella
perspectiva, la luz se colaba por la abertura.
Un gesto de dolor se irrumpió en su cara, se agarró sobre lo
que pudo y recogió el candil tirado en el suelo. La curiosidad le incitó a
mirar por el boquete. Acercó el punto de luz e inmiscuyó con la mirada dentro.
Nada, solo había oscuridad pero en un segundo la locura le atravesó. Como en
una película de miedo en espera del momento del clímax desde la sombra aparecieron
unos dedos cadavéricos. Seguro que en su mente escuchó un rápido sonido de
efecto para toda la escena. Sintió frío. Desde el interior de la pared un
crujido se levantaba, las sombras titilantes empezaban a adquirir forma y vida
propia, reptaban por cada ladrillo como petróleo o pez de un barco para
ocultarse por el agujero. Un sumidero a media altura del suelo. En la soledad,
en el silencio, una confusión de voces se agolpaba tras aquella obra. Crow
reptaba alejándose de aquel punto, arrastrando el candil hasta que topó su
espalda con el muro de cajas. La luz se había alejado del agujero y en sus
bordes limítrofes, solo el suelo de cemento y algún pilar de madera eran
visibles.
«Cariño, ven a mí»
Si Alistair estuviera más cerca vería cómo las sombras salían
como pus de cada vieja unión, se comportaban como un líquido y un gas, una
niebla oscura de muerte. Avanzaba con delicadeza hasta que varios centímetros
delante del muro la masa informe se paró justo en los límites de la luz. Crow
podía ver aquella cosa moverse, era como una ameba sin ninguna forma
predefinida. Pero un segundo después, «eso» se elevó como un chorro, formando
un pilar, una figura que se alargaba hasta adquirir la forma de una mujer.
Siendo todavía una forma compuesta de esa mezcla horrenda la cosa levantó su
brazo derecho y señaló al hombre. Este asustado no pudo articular palabra.
«Qué me has hecho» la voz cavernosa saliendo de la nada negra.
«Mataste todo lo que te amé y luego hiciste que me pudriera entre estas paredes
mohosas», la figura en su rostro formó dos ojos y una boca. Unas concavidades
que bailaban entre esa mezcla corpórea. «¿Por qué, Thomas?».
—¿Thomas? —Alistair preguntó de manera automática, sin apenas
tener tiempo de pensar. De la misma forma que apartamos el dedo de una llama o
nos giramos a ver quién nos ha llamado cuando en la calle alguien pregunta por
una persona igual.
«Oh, espera. —La figura se recompuso y apareció una mujer
victoriana con el traje ensuciado y roto. Su cabello pelirrojo caía sobre sus
prominentes pechos ensuciados de hollín—. ¿Tú no eres descendiente de Thomas MacIntayre?»
Crow miró impertérrito y dubitativo para cada lado en busca
de algún tipo de broma o de cámara oculta y dijo:
—No. Creo que un familiar suyo alguien llamado Phillip nos
vendió la casa urgentemente hace unos meses.
La expresión de la joven cambió totalmente y se comportó de
una forma humana y calmada. «Maldita sea», maldijo. «Siento las
importunidades.» Sonrió y su figura se convirtió en humo, en pez y se ocultó
tras el muro.
—Ca… cariño —se escuchó desde lo alto de las escaleras—,
¿dónde estás? Ya he llegado, amor.
—Aquí, estoy aquí abajo… —La puerta se abrió dejando un halo
de luz poderosa, como si el cielo se abriera para Alistair.
—Pero, ¿qué ha pasado?
La esposa bajó sin cerrar la puerta, ante el aviso de Crow
sobre las luces o al menos la imposibilidad de él para encenderlas.
No dijo nada; nunca habló sobre el incidente o si de verdad
había ocurrido. No podría decir nada pues la tradición familiar era que nunca
debían revelar su verdadero linaje.
Buenas a todos, a los lectores y compañeros de letras.
ResponderEliminarLa verdad me fue muy difícil saber que autor homenajear, no solo la forma en qué hacer y cómo, sino también si podría conseguir acercarme a su temática (no su forma de escribir porque ya es duro intentar tener una propia.)
Los autores que barajé siempre pasaron de los clásicos que conocemos: Cortázar fue el primero; recuerdo (o al menos eso creo creer) una historia del autor sobre un personaje «preso» en una habitación junto a un cuerpo y recordar que al final es un mero fantasma y que el cuerpo que está «custodiando» es el suyo propio. Puede que fuera de otro autor pero siempre lo he liado con Cortázar.
Luego obvio como todos nosotros hemos podido pensar levemente en Stephen King el autor de Maine siempre nos ha fascinado y «Soy la puerta» fue un relato que me impactó —no solo por su portada en la antología donde está— e hizo que también deseara tener alguna historia parecida.
Pero al final Poe creo que fue aquel que me agarró en los dos días que escribí el cuento. Su obra me ha tatuado ese terror y esa prosa que a veces mimetizo o deseo mimetizar y crear. Sus icónicos personajes (el gato, un cuervo...) están en todo el inconsciente colectivo de todo fan del terror o de las letras.
Excelente, William, me animo a decir que es de lo mejor que he leído de tu autoría.
ResponderEliminarEl sufrimiento físico y psíquico del protagonista, lo truculento de las episodios con el gato, y fantasmagórico y tétrico del espectro del final de la trama, ideales semblanzas de las letras de Poe.
Intenso, repleto de suspenso y de vivencias personales del protagonista (qué buena elección del apellido, je).
Te felicito, Will, me encantó.
¡Saludos!
¡Impecable William! Lo que más me gustó fue el lenguaje, un toque barroco que le da una cualidad muy particular y lo acerca a nuestro querido amigo Poe. ¡Un abrazo!
ResponderEliminarMe gusto mucho!! Homenajear a Poe no es nada fácil porque te obliga a internarte en sus tinieblas y lo hiciste muy bien !!!
ResponderEliminarSalute!!
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminarAnte todo, William, te felicito por el relato y sumándome a los elogios y comentarios anteriores agrego:
ResponderEliminarAlistair Crow ; Crow como cuervo (en alusión a Poe), y como Crowley (Por Aleister - homófono a Alistair - Crowley, el ocultista), ¿Verdad?
Gran juego de palabras sin dudas; acertadísimo el nombre.
Saludos