Por Claudia Medina Castro.
Pájaro cantando antes del amanecer.
Espejo del baño maquillándonos para
salir.
Espejos de los lugares donde nos
gustaba bailar.
Espejos retrovisores de Bob, el auto
que nos llevaba.
Espejitos de la gente que nos
cruzaba.
Espejismos.
Lentes espejados.
Espejos ausentes. Mente ausente.
(Hemos vivido tantas vidas sin
querer... Casi tantas como las que vivimos queriendo, a propósito.)
Y si. Gracias a ellos el ambiente
parecía enorme.
Nos sentíamos nadar en agua
cristalina, riéndonos de todo.
Los demás nos seguían la corriente.
Decían lo que creían que queríamos escuchar.
Y todo resultaba en un tremendo aburrimiento.
Espejos opacos que reflejan lo harto conocido.
(Son mayoría. No reflejan nada. Nada vuelve. Como
agujeros negros en una sección seca del universo. Difícil de digerir.)
Seguimos adelante, calculando que la flexibilidad
tiene que ver con el reflejo.
Si resulta en la mente, resulta en el cuerpo.
Deducimos que la materia flexible tiene menos
posibilidades de ser reflejada, de ser encontrada. O de desintegrase en una
copa de cristal vacía.
Atestadas de gente, las paredes del bar apenas
mostraban su color.
Claro que había varios (colores), dependiendo de nada
en especial.
Espejos repartidos en cuatro de las cinco paredes
reflejaban desde casi cualquier ángulo más gente. Más caras.
Todo se multiplicaba.
Uno de ellos, particularmente, contenía a su vez cinco
formas diferentes de espejos en un mismo marco.
Otros dos, más grandes y oblicuos se enfrentaban
armando un enfrentamiento absurdo.
Uno ovalado miraba fijo a la pared más libre, que en
realidad no liberaba nada.
Y sí. Así la vida parecía más grande.
Pero el Mal ya estaba por ahí.
(Siempre estuvo, aunque solo mostraba sus dientes en
una sonrisa de foto.)
Lo más notable fue cuando nos alcanzó.
Comenzó por los talones, que empezaron a abrirse en
gajos dolorosos y chorreantes, y ya no podíamos caminar normalmente.
Sabíamos que el paso siguiente serían las manos. Y
luego el resto de la piel, esa piel que logramos broncear en esos días
intensos.
Inmediatamente supimos que la misma situación se
produciría en nuestras articulaciones. Ahí nomás empezamos a sentirlas
desintegrándose más rápido que nuestro pensamiento.
Cuando nuestros órganos internos, ya casi expuestos,
se cubrieron de un vapor denso y amarillo, nos percatamos que estábamos al
borde del colapso.
Creíamos que estábamos solas.
Que un mar de incomprensión nos separaba del resto del
océano.
Pero no era tan así.
Miles de aguavivas vinieron a reunir nuestros pedazos.
Nos rearmaron con dolor. Mucho dolor. Y tremenda
precisión.
Después de mucho tiempo lograron ponernos de pie en un
mundo de gelatina, de flan, de arenas movedizas, de incertidumbre.
Somos y seremos sobrevivientes.
Ese mal nos salvó la vida. Nos puso a tono con la
eternidad.
El pájaro sigue cantando al fin de la noche.
Y, en sus silencios, balancea su espíritu,
soñando con espejismos
y aguavivas.
.
.
Un relato con una potencia sensorial increíble, Claudia. Me gustó mucho, en especial hacia el final, donde todo se vuelve más visceral e intenso.
ResponderEliminar¡Un beso!
muchas gracias polp!!! me alegro que lo hayas disfrutado.
ResponderEliminary gracias por comentar!!
salutes!
Muy, muy bueno, Claudia.
ResponderEliminarDramático, nos muestra como los momentos de felicidad plena pueden transformarse en un drama sin igual de la noche a la mañana. Y todo bajo un mismo lugar (físico o no físico...). Lo leí bello, repleto de metáforas, intenso, como dice Sebastián.
Siempre es un placer leerte.
¡Saludos!