Por José Luis
Bethancourt.
Homenaje a Horacio Quiroga.
Con la ayuda de sus compadres
aquel hombre alto, fornido y de tupida barba negra construyó una amplia cabaña
sobre el recodo del río. Su carácter taciturno y apacible contrastaba con sus ayudantes
que siempre hablaban alto, como si el trabajo duro bajo el calor sofocante y lo
húmedo de la selva no les afectara.
Cuando estuvo terminada trajo a su
mujer. Era, mucho más joven, de piel blanca y aspecto frágil como de una niña
extraviada. A pesar de lo extraño que era verlos juntos había en ellos una
armonía como si se conocieran de toda la vida. Pero en la intimidad que ofrecía aquel
lejano paraje ella solía pasar varias horas del día llorando y mirando hacia el
cerco de cañas.
Mas allá, la selva. Ese rumbo que él
tomaba, transitando un sendero que dibujaba una tenue cicatriz sobre la
enmarañada red de tacuarembó y se perdía finalmente bajo la húmeda oscuridad
selvática.
Cuando el sol estaba aún alto
emergía del cañaveral con su parquedad que parecía acompañar el suave arrullo
del río durante la hora más calurosa del día y ella sonreía aliviada por la
vuelta de su hombre.
Bajo la tenue luz de las
velas Prudencio hacía torpes intentos de mitigar la soledad de Gina con
palabras llenas de promesas y a la madrugada, en la oscuridad total eran sus
manos vehementes las que hablaban y transformaban esa tristeza en un éxtasis
breve acompañado por los gritos de los monos capuchinos y la algarabía de las
urracas.
No solo la soledad oprimía el
corazón de Gina. Su temor más profundo se hizo realidad tal cual lo soñara
muchas veces. El no regresó al caer el sol ni en la siguiente tarde. La
ansiedad no la dejaba comer, ni dormir. Al tercer día se plantó en el comienzo
del sendero y lo llamaba a los gritos: “Prudennnciooo… Prudennnciooo”. Pero
solo la selva parecía murmurarle. En la siguiente mañana se aventuró un
centenar de metros por el camino buscándolo. Su corazón casi se detuvo cuando
halló su brújula apoyada sobre una roca.
Se dejó caer de rodillas sollozando
amargamente hasta que poco a poco llegó la calma. El grito lastimoso del guacamayo la sacó
de su estupor. Frente a ella un viejo y gordo yaguarundí tenía entre sus garras
a la incauta ave. Sin pensarlo le arrojó la brújula atinándole en el lomo al
felino que huyó dejando al maltrecho guacamayo.
Regresó a la casa cargada con su
angustia y el ave herida. La inesperada tarea de enfermera veterinaria fue algo
a lo que aferrarse mientras luchaba para conservar las esperanzas. Y las
necesitaba más que nunca desde que las náuseas le dieron la certeza de que una
nueva vida crecía dentro de ella.
Recogía larvas e insectos para alimentar al
pájaro herido. Una vieja caja llena de pasto seco sirvió para acostarla
mientras fabricaba una rústica jaula con ramas. Una vez que estuvo lista
llevaba a su paciente dentro de ella cuando recorría la picada.
No pasó mucho tiempo sin que el
colorido parlanchín la imitara y voceara el nombre de él constantemente. Su
mejoría era notable y al tercer día Gina decidió dejarlo en libertad. Puso la
jaula con la puerta abierta bajo el alero y observó cómo el ave salía y
emprendía vuelo hacia la selva mientras gritaba “Prudencio, Prudencio”.
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La hora de la siesta era la que más disfrutaba
cuando salía con su cámara a tomar imágenes de la flora y fauna de esta selva
de la quedó prendado un año atrás. Solo él comprendía cómo ese clima agobiador
acompañaba sus pesares y la constante melancolía que lo invadía luego de perder
a su padre, su hermano y su sobrino en una repetición de desgracias año tras
año.
Poco después de emprender la
marcha se detuvo para acomodar sus equipos y víveres. Era una carga necesaria
que llevaba con gusto para satisfacer su pasión. Un coendú cruzó la senda y se
perdió en la maleza.
Prudencio recogió a las apuradas su equipo, olvidando la
brújula, y salió en su persecución. Pero con tan mala fortuna que su pie
derecho se trabó en un nido de zarigüeya y cayó pesadamente contra un lapacho.
El golpe en la cabeza lo dejó
inconsciente unas horas. Ni bien despertó notó la falta de su brújula e intentó
orientarse con el sol, pero era el ocaso y no tuvo más remedio que prepararse
para pasar la noche en la espesura.
Despertó con una fuerte jaqueca y
la boca reseca. Por más que anduvo deambulando no logró hallar el sendero y
sentía que regresaba siempre a los mismos lugares. Los claros, las enredaderas,
las cañas se parecían en todos lados.
Había suficiente guanaba, mamón y
yacaratiá para saciar su hambre aunque era un problema el conseguir agua que
pudiera ser bebida Al segundo día la sed comenzaba a atormentarlo pero
igualmente caminaba sin cesar sin rumbo tratando de hallar el camino a casa.
Cuatro días llevaba extraviado,
sintiéndose cada día más débil. ¿Acaso ese guacamayo gritaba su nombre? No era
posible. Seguramente su anhelo por Gina lo estaba enloqueciendo y la
posibilidad de no volver a verla lo
aterraba tanto que le daba fuerzas para seguir avanzando.
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Amaneció sobresaltada por una
oscura pesadilla. El dolor en el bajo vientre era intenso y se sentía
afiebrada. Al levantarse del catre notó las sábanas manchadas de sangre. Le
restó importancia y se preparó para ir a buscar a Prudencio aunque apenas podía
moverse.
Sus sentidos estaban tan embotados
que no escuchaba sonido alguno de la selva. Solo veía ese sendero tantas veces
recorrido como un callejón estrecho sin final. Sus piernas apenas respondían y
respiraba con dificultad. Al detenerse una vez más a observar esa roca, como si
ella pudiera decirle hacia dónde fue Prudencio, se le oscureció la visión para
siempre.
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Cinco días le llevó encontrar el
camino. Su aspecto distaba mucho del hombre fornido que semanas atrás blandía
el martillo vigorosamente mientras construía su hogar. Quemaduras, raspones y
cortes cubrían su rostro, manos y piernas. Había perdido peso visiblemente y su
andar era lastimoso.
Trató de apurar el paso para
llegar antes del anochecer. Sus ojos reconocían aquella parte del paisaje y su
corazón latía aprisa ante la idea de estar junto a Gina muy pronto.
Nunca pensó que su anhelo se
cumpliría de forma tan extraña al encontrarla desvanecida a la vera del camino,
con su vestido ensangrentado. Se arrodilló junto a ella, le acarició los rubios
cabellos y con su último aliento dijo su nombre.
Guauuuuu!!! Elegiste a un maestro, el mejor sin duda !!! Voy a volver obvioooooo
ResponderEliminarGracias Bibi! Como dijiste era un maestro. Mis primeras lecturas fueron en mi temprana niñez, antes de cumplir 5 años y llegué a Quiroga luego de nutrirme de Stevenson, Verne, Melville y Edgar Alan Poe entre otros. Contaba con cerca de 10 años de edad y sus "Cuentos de la selva" me impactaron de tal manera que se hicieron inolvidables. Luego conocí más de su obra y los reflejos de su atormentada vida en sus letras. Esto aumentó mi aprecio por sus letras y traté de hacer este humilde homenaje tomando elementos comunes a varios de sus escritos.
EliminarY no hay duda que no solo lo hiciste de maravilla, nos deleitaste con este relato tan a lo Quiroga y tan tuyo también. Me está gustando esto de homenajear a esos escritores que de una manera o de otra han sembrado en cada uno de nosotros esas chispas que no se apagan nunca y que traspasan la admiración para ser parte y arte. Seguramente admiramos lo que perdura en nosotros y podemos transformar, lo que nos asombra, lo que elegimos. Sí!!! me gusta mucho este ejercicio literario porque el intento de acercarnos a esas letras nos ace ser más nosotros. Felicitaciones al amigo escritor !!!
ResponderEliminarCada ejercicio nuevo que emprendemos en este Blog nos ayuda a crecer. Gracias por tu comentarios animadores Bibi :)
Eliminarhace, corrijo a este teclado malcriado por los dedos jajaja besosssssssssss
ResponderEliminarahhh... impresionante tu relato jlb.
ResponderEliminarque triste.. bien a lo quiroga. excelente homenaje con la lucidez de siempre.
en esos lugsres selvaticos sobrevuela la tragedia.
bravo!!
Muchas gracias Claudia!. La tristeza es un elemento necesario en la cosmografía de Quiroga y quise reflejarla en este texto. Me alegro haber logrado esto. :)
EliminarCómo no recordar la colección de relatos "Cuentos de la selva" con "Sin retorno", José.
ResponderEliminarUna gran historia que mezcla, de la mejor manera, las ideas que circundan las letras de varios de los míticos cuentos de Quiroga. Y, a su vez, con ese toque a la difícil vida personal que vivió el autor, surcado de tragedias familiares.
Llevás la tensión, el drama, la angustia de ambos protagonistas de ideal forma, y nos transportás a ese gran final.
Estupendo, José, me encantó y lo disfruté a full. Creo que es lo mejor que he leído de tu autoría. Te felicito.
¡Saludos!
Juan, es una satisfacción haber logrado el clima buscado. Muchas gracias por tus palabras!
EliminarDefinitivamente, un gran homenaje a Quiroga. No pude evitar sentir la impronta del escritor a través de tus letras, José. Creo que los puntos más fuertes son el ambiente y los personajes, perfectamente delineados al mejor estilo del homenajeado.
ResponderEliminar¡Saludos!
Pájaro & Cía, quedo muy satisfecho por ver que logré recrear el ambiente de este gran autor. Un abrazo.
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