Por Mauricio Vargas Herrera.
«¡No puedo! Dios, no puedo salir. No puedo hacer nada. Conozco a este viento. Señor, es enorme, y es inteligente.»
El viento, Ray Bradbury.
Yo
Las tres semanas siguientes a mi liberación fueron una pesadilla que tuve que soportar encerrado en mi apartamento. Me había recluido porque mi cuerpo fuera de los muros de la prisión no eran digno de verse. Ni soportaba ver mi reflejo porque las marcas estaban allí, recordándome esa noche.
Pero la oscuridad en la que había decidido sumirme tampoco era una solución porque mis dedos hacían lo que mis ojos se negaban a mirar. Todas las mañanas me tocaba la piel inconscientemente y allí estaban las escarificaciones. Eran el braille del dolor.
Hoy sucedió lo mismo.
Estaba recostado en la cama con los ojos fijos en el cielo raso mientras los fantasmas del pasado danzaban en mi cabeza como todas las mañanas. Me volví y observé la poca alentadora ventana empañada, y sentí un olor incómodo que inundaba la habitación, y de nuevo me toqué, accidentalmente, las marcas en el costado derecho de mi cuerpo. Me desembaracé de las cobijas y me levanté precipitadamente para sentir el vértigo inmediato. Me apoyé en la mesita de noche y derramé el agua del vaso que todas las noches dejaba allí, porque a veces una sed de los mil demonios me despertaba a mitad de la noche.
Me incorporé y puse la mano sobre el pomo, esperé unos segundos y lo giré. El seguro de la puerta se disparó. Había adoptado la costumbre de cerrar bien la puerta porque las corrientes de aire que llegaban en la noche no me dejaban descansar. Sí, cerraba bien las ventanas, pero el viento siempre lograba colarse. Y era un viento helado que me buscaba y me hacía crispar los nervios. Pero no podía cerrar la puerta simplemente, porque el viento chocaba con ella y toda la noche reverberaba el tañido de la puerta contra el marco. Por eso debía asegurarla. Además me hacía sentir a salvo.
Salí de la habitación encontrándome con la tediosa penumbra del corredor y, mientras caminaba hacia la cocina, también a oscuras, trataba inútilmente de humedecer mi boca. El sabor y la sensación de la lengua y mi paladar era insoportable.
Abrí el refrigerador y la potente luz me encegueció, pero me acostumbré poco a poco. Tomé la jarra llena de agua fría y bebí directamente un trago tras otro. Sentí cómo el líquido, helado, bajaba hasta mi estómago y tuve que esforzarme por beber el último sorbo. Las náuseas no demoraron en aparecer y no pude contener las arcadas. Me dirigí al baño y me incliné sobre el sanitario. Expulsé una saliva amarga y desagradable, solo eso. Había comido muy poco en todos esos días, pues la comida se estaba agotando; solo pan, que con el paso de los días se endurecía más, agua, cereales secos y jugo de naranja. Eran escasas las veces en que deseaba comer con ansias. Mi situación estaba empeorando, pero no tenía más opción.
***
Me desperté inquieto, perturbado. El baño tenía un vago olor a bilis y orines. Solté la cisterna y todo el proceso del aparato me pareció una eternidad. Me levanté y me apoyé en el lavabo, mirándome al espejo. ¡Qué asco! Estaba absorto en mi rostro en penumbras cuando la sombra atravesó el corredor. La vi por el reflejo y el corazón me dio un vuelco. ¿Qué carajos me está pasando?
Salí del baño y miré a ambos lados del corredor. No había nadie allí.
Esperé de pie, en el umbral, serenándome un poco. Me enjugué con la mano las gotitas de sudor y me recosté en el sillón de la sala. Estaba mirando a la cocina. ¿Comer algo? No, no tenía ganas ni siquiera de eso. Simplemente quería quedarme allí y pensar, observar el silencioso y oscuro entorno que poco a poco se fue distendiendo mientras mis ojos se iban cerrando. ¿Qué hora era? Tampoco me interesaba. Para mí el tiempo se había detenido.
Estaba sucumbiendo al sueño y a través de la nubosidad de los ojos entrecerrados creí ver, de nuevo, la silueta que se desplazaba del corredor a la cocina con ligereza sorprendente. ¿Estaba solo? Solo, sí. Y el cuerpo lo tenía tan pesado que pronto olvidé aquel extraño suceso hasta que me quedé dormido.
***
Me desperté repentinamente con una sensación de ahogo e inmovilidad que duró poco hasta que recuperé la conciencia. Con mis ojos aún nublados, me incorporé y me froté la cara. Qué me estaba sucediendo, ¿me estaba volviendo loco? Nooo…no lo creo… pero dicen que muchos locos dicen estar cuerdos, aún cuando no lo están. Y qué importaba si lo estaba o no. ¿A alguien le molestaba?
Tal vez a lo que te ha hecho compañía…
¡No! Estaba solo. Seguro.
Un escalofrío recorrió mi cuerpo y sentí una brisa fría en la nuca.
Tal vez una ventana abierta.
Sí, eso debía ser.
O tal vez es…
¡No es nada más que el aire del exterior! Me acerqué a la ventana pero estaba cerrada. A través del cristal se podían divisar las luces en medio de la arcana y hostil oscuridad citadina. Era de noche, y eso quería decir que había dormido en el baño y en el mueble más tiempo del que yo creía haber calculado. El reloj de la sala se había parado hace varios días y no vi razón para ponerlo a andar nuevamente.
Estuve mirando aquella selva de cemento, embelesado, como único contacto con el exterior y me empezaron a llegar los recuerdos de ella; el amor de mi vida, la que pasaba tantas horas en el estudio que, desde esa noche en la que aquello sucedió y abandoné este apartamento por diez años, permanece cerrado.
Los recuerdos fueron tan vívidos.
Ellos.
—Llegas tarde —le reclamó.
Esa noche sería solo para ellos dos. Planeaba hacerle el amor como a ella le gustaba, pero hacía meses se negaba a estar con él en la cama. Hoy seria la excepción. La miró. Observó gustoso sus senos bajo la blusa de la oficina y casi sintió sus manos arrancándole el sostén.
—No pasa nada —respondió ella—. Es solo que ahora me han puesto a trabajar hasta más tarde.
—Pero son más de las once de la noche, ¡cómo puedes tolerar que te exploten de esa manera!
—No exageres —sonrió—. No me están explotando. Tal vez me están haciendo trabajar más de la cuenta, pero no es algo que no se pueda solucionar. Mañana mismo haré el reclamo a mi jefe.
—Pero si ya llevas medio mes, y mayoría de los días has llegado tarde. Hoy quería estar contigo, así como todas estas noches, pero como te has negado, diciendo que llegas cansada, no he podido. Lo último que quiero hoy es un no como respuesta.
—A mí también me encantaría estar contigo —respondió ella con cara de decepción— pero no puedo, estoy exhausta, he trabajado mucho y quiero descansar, además, mañana tengo mucho papeleo por hacer.
Se produjo un incómodo silencio entre los dos. Ella no se movió porque esperaba alguna de las reacciones a las que él la tenía acostumbrada. Encerrarse en el estudio y dejarlo allí, con la palabra en la boca, sería una tontería.
—Mañana no irás a trabajar —le sugirió, casi le ordenó.
—¿Qué dices? Si tengo una reunión importante mañana y no puedo dejar de asistir, no puedes retenerme aquí.
—¡Claro que puedo!—Sintió que debía hacerlo. Él sabía que lo que ella le decía sobre aquellas reuniones tan seguidas no podía ser verdad; lo inventaba todo. ¡Mentía! Lo estaba engañando, quizá porque no había sido un buen amante durante todos estos años. Pudiese haber sido que ya estuviera harta de él.
—¡Con qué autoridad! ¡No eres mi dueño! —le espetó Gabriela.
—El asunto no es si yo soy tu dueño, es por precaución. Solo eso.
—¿Precaución? ¿Qué demonios estas pensando? No creerás que yo... ¡Crees que te engaño! ¿Eso crees?
Él guardó silencio. ¡Qué mujer tan astuta! Recordaba por qué me había fijado en ella en esa fiesta.
—¡Contesta idiota! ¿Crees que te engaño?, ¡No te quedes callado, habla!
—Ya tú lo has dicho.
Gabriela dejó caer su bolso al asiento y lo miró socarronamente.
—¿Y si existiera la remota posibilidad? Que pasaría. Qué harías tú.
Él lo sabía. Lo estaba engañando. Jamás desconfiaba de sus corazonadas.
—Si no vas a decir nada —dijo Gabriela, enojada—, es mejor que te deje solo con tus especulaciones.
Se dirigió al estudio y cerró de un portazo. Luego se escuchó un grito ahogado de ira. Vaya manera de solucionar las cosas.
Mientras tanto, una llama de ira estaba creciendo en su interior. No podía tolerar semejante falta en su contra. Mientras que él trataba de sobrevivir, ella se divertía con otro hijo de puta, que para poder satisfacer su cochino apetito sexual, convocaba a reuniones y a trabajar horas extra, y lo peor era que ella no lo despreciaba. Ahora entendía todo. Llegaba cansada todas esas noches, posiblemente por las incómodas posiciones en la mesa de juntas, o en el escritorio de él, o en el suelo alfombrado…
Se dirigió hacia la habitación y golpeó la puerta:
—¡Abre! —grité
Silencio.
—¡Abre, maldita sea!
—¡Vete a la mierda, imbécil! —dijo ella y sonó el golpe de su zapato contra la puerta.
Él seguía golpeando.
—¡Dije que abras la puerta!
Silencio.
—¡Maldita! ¿Crees que soy tan imbécil de quedarme aquí parado hasta que se te dé la gana abrir? ¡Estás loca! ¡Si no abres, yo lo haré!
Le dio patadas, intentó forzar el pomo, golpeó de nuevo, pero todo resultó inútil.
—Espera y verás cuando te ponga las manos encima —le advirtió a Gabriela y se dirigió a la cocina. Abrió cajones como un maníaco, rebuscó en los cubiertos alguna cosa para poder forzar la puerta, pero la ira lo entorpecía y solo podía gritar de frustración.
Gabriela estaba escuchando el alboroto desde el estudio. Sabía que no podía quedarse allí. Él entraría y, Dios no lo quisiera, podría hasta matarla. Escuchó los gritos, los cajones siendo azotados y decidió que era el momento.
Abrió la puerta lentamente, amortiguando el seguro, se deslizó por un resquicio y caminó lentamente hasta la puerta pero el sonido de la chapa la delató.
—¡Gabriela! —exclamó él desde la cocina. Cuando lo vio en el umbral con el enorme cuchillo abrió la puerta, y con el corazón en la garganta se precipitó al extenso corredor exterior.
¡Gabriela!, gritaba él desde el apartamento. ¡Gabriela!, gritaba ya por el corredor.
Se dirigió al ascensor que venía apenas por el tercer piso y aunque era inútil esperar a que el aparato subiera los nueve pisos restantes, oprimió frenéticamente el botón. Tampoco iba a bajar corriendo así que decidió, con los pasos acercándose por el corredor, subir hasta la azotea.
Ascendió por el último tramo de escaleras y empujó la pesada puerta. El aire helado de la noche la recibió con un aullido y casi la hizo perder el equilibrio. La puerta no se podía asegurar por cuestiones de emergencia. Recorrió el extremo derecho, trastabillando, mientras el viento enfurecido de las alturas la aturdía, y decidió esconderse detrás de los enormes tanques del lado opuesto y rogar a Dios para que nada malo pasara.
Estaba acurrucada, temblando del miedo y del frío, aguardando lo peor. La vista de la ciudad inundada de luces eléctricas no lograba tranquilizarla, no mientras tuviera presente la imagen de el cuchillo que él empuñaba.
Ahora podía escuchar mejor. El viento arremetía contra los enormes tanques a sus espaldas. Creyó escuchar la puerta de la azotea cerrarse, creyó oír los pasos avanzando suavemente, rastreándola como un lobo busca a su presa y creyó que él sabía dónde estaba. Se levantó lentamente y no supo si sería mejor permanecer allí o aventurarse y tratar de entrar al edificio. Aseguraría la puerta y huiría. No lo supo hasta que sus pies decidieron avanzar. La idea era demasiado tentadora y, sin darse cuenta, la llevó a cometer el último error de su vida.
El viento arremetió contra su rostro y no oyó nada detrás de ella, solo el violento apretón en su brazo. Se volvió y allí estaba él, mirándola, empuñando el cuchillo con su otra mano.
Se trató de zafar y le lanzó un zarpazo a la cara. Él la soltó para llevarse las manos a los arañazos en su mejilla, luego levantó la vista y vio lo que Gabriela pretendía. Se abalanzó hacia la puerta y Gabriela se detuvo, miró a sus espaldas y empezó a retroceder. Solo tenía dos opciones: volver a sus brazos o acudir al vacío que se prolongaba violentamente después de la cornisa.
Él pudo ver las lágrimas en sus ojos y de qué manera el viento se las arrebataba antes de que descendieran por sus mejillas. Él avanzaba, ella retrocedía hasta que se volvió y se detuvo. Era claro que no quería caer. O venía hacia él o él iba por ella. No dejaría el cuchillo por más que ella lo mirara, por más que le suplicara en silencio con sus ojos desesperados, por más que gesticulara piedad con sus ricos labios.
Él se acercó peligrosamente, ella reaccionó, quiso retroceder pero sus pies la traicionaron. Más allá habían más de cien metros en caída libre y luego el concreto. Él se lanzó hacia ella para impedir lo peor, pero ella ya se resbalaba por el borde. Se dio cuenta, demasiado tarde, que había sido suficiente por esa noche. Las manos de Gabriela se aferraron por última vez al borde de la azotea mientras su grito desesperado se dispersaba junto a la ventisca, luego sus manos se rindieron y su cuerpo se precipitó a las fauces del vacío mientras él, con su brazo extendido que solo agarraba el aire, miraba la caída con sus ojos embriagados de llanto.
Él
Volvió a la realidad observando la ciudad noctámbula. No quiso recordar lo que siguió: la investigación policial, la captura, el juicio… Esta vez no lloró.
Estuvo algunos minutos más frente a la ventana, observando, cuando una corriente de aire golpeó el cristal con tal furia que retrocedió de la impresión. Afuera, el viento empezó a silbar. El vidrio de la ventana empezó a vibrar, dentro del estudio también se abrió la ventana, el viento lo tumbó todo y la puerta empezó a golpear incesantemente con el marco. En la sala, el puño invisible de la ventisca seguía arremetiendo hasta que logró romper el cristal en un estruendo acompañado de una lluvia de cristales.
Él retrocedió, temeroso, mientras el viento se apoderaba del apartamento y recorría cada rincón. El aullido de fuera se convirtió en un lamento, en un grito agudo que le embargó todos los sentidos.
Se dirigió a su habitación y el vidrio de su ventana estalló justo cuando cruzaba el umbral. El viento lo empujó a la sala nuevamente. Se sintió vulnerable por primera vez, temeroso de que aquel viento mortífero lo matara, porque presentía su poder, su voluntad.
Mientras las corrientes se encontraban por cada rincón del apartamento, salió al corredor exterior mientras oía cómo todo en el interior se hacía añicos. Se detuvo frente al ascensor que venía subiendo, pero miró de nuevo las marcas en sus brazos desnudos. No podía salir así.
Nadie lo notará.
Era inconcebible mostrar aquellas impresiones en su piel.
El ascensor se detuvo un piso antes y cambió de opinión.
Subió el último tramo de las escaleras y salió al encuentro con la noche. Algo lo había atraído a la azotea. ¿A qué había subido? O tal vez era el único lugar que le quedaba disponible para estar solo y a salvo. El viento era fuerte, pero no tan amenazante como en el apartamento.
De repente, un aullido de terror lo hizo estremecer. Fue un grito desgarrador que vino con el ventarrón y lo tiró al suelo. Luego, un remolino de voces que vino con el viento lo envolvieron. No podía ver, pero sus oídos sí podían escuchar el grito inefable. Abatido y aturdido, se dirigió, arrastrándose, hacia el centro de la azotea, intentando, de la manera más inútil, resguardarse de la fantasmal amenaza. El viento era conocido y podía enfrentarlo, pero lo que esta noche encerraba él tenía voluntad. Lo quería a él y, sin quererlo, se había puesto a disposición, como un sacrificio ofrecido a las tinieblas.
Apretó más sus ojos cerrados intentando convencerse de que era simplemente un sueño del que despertaría con un grito de terror, pero la realidad era aquella, por más inefable que pareciera. Cuando abrió sus ojos al fin no vio su habitación sino aquella figura que se erguía sobre él, amenazante.
Gabriela estaba allí, la pudo ver. Su rostro, pálido y fluctuante como la bruma. La mirada penetrante de aquella aparición estaba intentando desempolvar en él los temores influidos, las culpas reprimidas, el dolor de su alma. De repente, su voz retumbó en el espacio, bajo la complicidad de las estrellas y la luna, ojo testigo de aquella delirante pesadilla: ya es hora. Una ráfaga de viento lo arrastró hacia el borde de la azotea mientras él luchaba por regresar. Sus talones, afianzándose inútilmente al concreto, tocaron el borde y quedaron colgando en el vacío. Sus manos, como última opción, se aferraron al borde mientras gritaba de desesperación y pudo ver, con su cuerpo balanceándose en el vacío, cómo en medio de un grito espantoso que salía de las boca retorcida y macabra de la aparición, acompañada de espantosos espectros que danzaban en un aquelarre, Gabriela se desvaneció.
No había más opción. Gritó mientras el viento lo enmudecía, hasta agotar su voz, aunque sabía que nada lograría con ello. Sus manos se soltarían en cualquier momento y solo le quedaría caer. Al final todos se arrepienten y él deseó simplemente que la última parte de su vida jamás hubiese ocurrido. O, al menos, que no fuera juzgado como tal, sea donde sea el destino después de la muerte. Confiando en esto se dejó caer.
Pero aquellas cicatrices no solo habían marcado su piel, sino también su alma, poco a poco, cada mañana, cuando sus dedos recorrían su cuerpo y leían en silencio ASESINO DE MUJERES.
Felicitaciones Mauro por este relato tan bien logrado!!! Una buena dosis de adrenalina que me hizo llegar hasta el final subida a la cornisa.
ResponderEliminarBesossssss
Bibi
¡Genial! ¡Y qué final!
ResponderEliminarLos sentimientos del protagonista a flor de piel, llegando hondo a la mente ddel lector.
Y las descripciones del entorno que rodea a la aparición fantasmagórica, y el "crescendo" de la trama hasta su culminación, realmente un acierto.
¡Felicitaciones, Mauricio!
Muy, muy bueno.
Una de fantasmas que no causa miedo, pero que te mantiene en vilo hasta el final.
ResponderEliminarTe felicito, Mauricio.
muy interesante tu relato mauricio. todos los asesinos de sangre caliente se arrepienten al final, pero no siempre lo suficiente... hay marcas que quedan por siempre.
ResponderEliminarla imagen que pusiste es perfecta.
salutes!!!!
Gracias a todos chicos. Valoro mucho sus comentarios y me alegra ver que varios de los elementos del cuento funcionaron tan bien. Como le comentaba Juan Esteban y en el comentario de face, manejar los sentimientos de un solo parsonaje de manera tan directa y que sean el núcleo de la historia me sigue atemorizando un poco, pero con sus comentarios me da la certeza de que el ejercicio va por buen camino.
ResponderEliminarUn saludo. Nos seguimos leyendo :D
Se nota que estudias letras XDDD
ResponderEliminarEn serio, me ha fascinado la prosa que cosechas en muchos párrafos (aunque algunos latinismos, vertiente americana jiji me hayan ido lento y la búsqueda de estos en el DRAE)
Apabullado con la descripción éterea de Gabriella y otros diversos párrafos. Excelente calidad de relato y de pavor clásico.
Bien!. Me he tomado mi buen tiempo para leer este relato y no ha sido en vano. ¡Es excelente!. La furia, los celos, la culpa, la expiación, los fantasmas o la conciencia. Todos entrelazados en una historia que quieres leer sin pausa hasta su final impecable.
ResponderEliminarUn gran placer compañero!