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"Los amantes", de René Magritte |
Por Bibi Pacilio.
Dedicado
a mi amiga Ebe Cané,
que me hizo conocer su obra.
La última vez que la besó le tapó la cara con un
lienzo, sin embargo estaba húmedo todavía.
Dicen que sus labios desaparecieron para siempre,
que en noches de luna llena sus ojos se vuelven rojos y un raro suspiro invade
las calles de la ciudad de los malditos. Pocos la vieron transformarse en eso
que nunca quiso ser pero cuando le taparon el rostro también aniquilaron
aquello que la amparaba: su deseo.
No sé su nombre ni me importa, pero escribo lo que
vi con mis propios ojos y no lo que me contaron aquellas otras lenguas, las que
mientras se relamen, olvidan.
Aquella mañana yo estaba sentado en un banco de la
Terminal, raro en mí que solo viajaba en avión y el mate de una desconocida,
como un presagio, había acaparado en un solo sorbo, la deformidad de un paisaje también
deformado. No sé si fue el agua verde corriendo por mi cuerpo por primera vez o
ese palo que a propósito contaminó mi garganta, pero lo cierto es que me ahogué
y mientras el color azul teñía mis venas aún vírgenes, sentí la falta de aire y
me acostumbré al abismo.
Gemía. No sé si de dolor o de tristeza (a veces la
tristeza bulle ligera y no se acostumbra a los sentidos). Imaginé una montaña,
como esas que miramos lejos pero que nunca nos atrevemos a escalar y la boca se
me llenó de tierra, se me hizo espuma, se olvidó de los fluidos eternos y se
secó. No me gustó el sabor del silencio pero aunque intenté exterminarlo con
todas mis papilas gustativas había perdido también el sabor. Quise levantarme,
una pierna, luego la otra, con los pies oxidados me puse de pie y ni siquiera
caminar me quitó el desatino de su imagen. Al principio la vi de espaldas y me
hubiera gustado sacar una fotografía que pudiera dar cuenta de su existencia
pero todo pasó muy rápido y me quedé con la leyenda, siempre fue más cómodo
creer lo que otros creen. Tonto yo, aún profesando que existen los fantasmas.
Cuando me dijeron que algunas veces se la veía subir
a un tren, no les creí. Estábamos en el lugar equivocado, no había trenes, ni
estaciones con paredes de cal, ni siquiera la presencia de un rostro conocido en busca de otro rostro, apenas un
maldito palo verde que sin querer se había enredado en mi garganta para
permanecer quién sabe hasta cuándo. Sus ojos tenían el color de un río
desconocido, ese que sin invitarme a entrar había anclado entre la piel y la
carne solo para soñarlo. Era ella la pequeña figura de alguien me había hablado
alguna vez y que ahora respondía a mi sonrisa socarrona con un suspiro. La
mujer que en otra vida, en otro lugar (perdón si mi memoria se hace débil), en
otro tiempo, había azotado mi morada.
Me besó por última vez y se desvaneció entre las
sombras. Ya sé que otra vez en una mañana de junio, volví a perder mi cordura
pero sentado en ese banco, mientras deseaba ser otro, cuando la vi con un
lienzo tapando su bello rostro y sin poder decir “adiós”, solo lloré como
lloran las noches de luna llena cuando una mujer busca en el rostro tapado de
su amante un nuevo amanecer.
Fue un beso húmedo, el último sabor a mar que se
enredó en mi pelo.