miércoles, 28 de agosto de 2013

Renesmee



Por Bibi Pacilio.


Después de ofrecerme la última gota de sangre, mi madre salió volando por la ventana de la habitación antes que el sol devorara sus ojos.
Seguir las reglas del juego no fue un capricho para ella, ni siquiera la remota posibilidad de que la obsesión se apoderara de sus movimientos. “Ningún peón es tan tonto como para querer ser rey” me dijo sin palabras, antes de que su piel se volviera lisa y reflectante como el cristal.
Por eso estaba allí, en medio de una guerra interminable de familias. Los Cullen y Volturis me habían convertido en la más codiciada de sus piezas, y mi aparente inmortalidad, en mi peor enemiga.
Aún así,  conociendo la fatalidad que se cierne sobre mí, soy consecuencia del amor; como el único ser capaz de atravesar el fuego y el hielo, sin pestañear, hasta alcanzar la otra orilla.
El tiempo que me mantuve dentro fue demasiado corto, hubiera preferido que nueve lunas me acunaran, pero cuando mis manos rozaron sus entrañas escuché los primeros pensamientos de mi padre y comprendí que pronto debería cuidarme de la luz. Bella, así se llamaba ella, me entregó su aliento y a pesar de estar inmóvil, sus latidos se transformaron en una danza interminable contra la incertidumbre.
Me enamoré de él enseguida, mi padre, y supe apenas me tuvo entre sus brazos que sacrificar sus miedos lo había cambiado para siempre. Por eso, mordiendo mi cuello aquella primera noche en busca de la sangre, que solo a él le pertenecía, reviví el instante de fluidos que me habían dado vida en aquella isla lejana y supe quién había sido dueña de su fortaleza.
Aprendí a cazar y huir de la manada de lobos que olieron mi regreso. Dibujé crepúsculos y lunas nuevas en las paredes de mi cuarto, y cuando lograba que por pequeños instantes me dejaran sola, soñé con el hombre que me imprimó al verme por primera vez.
Jacob Black olía a bosque y a pesar de ser un licántropo, millones de hilos de acero nos unían tan fuerte, que hubiera sido imposible sucumbir a su sonrisa. Nunca le temí y en las diferencias con mi padre encontré las causas de mi encantamiento. Los tenía a los dos y a la edad de ocho años podía entender por qué mi madre los había elegido con un amor tan incomparable como necesario.
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—Nunca me sentí feliz al perder una partida que creía ganada desde el comienzo —me dijo Jacob a punto de alejarse—. Pero hoy…
—Han sido las cinco jugadas más bellas y se lo debo a un gran jugador —le contesté con una sonrisa.
—Se lo debes a ella —me susurró al oído mientras me abrazaba.
—¿Tu también crees que es inmortal?
—Ya eres una reina, Nessie, una reina helada y llena de fuego a la que nunca dejaré sola —me dijo mientras guardaba el peón rojo en el bolsillo de su chaqueta y se alejaba con pasos largos y seguros.


miércoles, 7 de agosto de 2013

Cuidar al Camarada



Por Laura de la Rosa.


Es cierto, pese al más silencioso de los secretos, o al más rumoroso de los mismos. Lo cierto es que ha sido real. Pasó. Y voy a contar la historia. Es hora que asuma el riesgo que este secreto conlleva y pueda ponerlo en palabras.
La historia oficial cuenta que se suicidó el 30 de abril de 1945. En su bunker de Berlín. Estaba junto a su esposa, quien también terminó con el mismo destino.

Llegaron a América a bordo de un submarino que desembarcó luego en las costas de Mar del Plata. De ahí fue llevado por tierra a Córdoba y más tarde a Río Negro.
Esto formaba parte de un plan perfectamente orquestado, elaborado minuciosamente dos años antes de perder la guerra. Consistía nada más y nada menos en un plan de evacuación de recursos humanos, técnicos y científicos. 
Trabajaron con mucha anticipación y organización. Su salida era la parte más importante del plan. Velar por él y su seguridad el principal objetivo. Había que llevarlo, si fuera necesario, al fin del mundo. Y así fue como llegó a esta tierra helada.

Stalin siempre lo sostuvo. Él no murió, él viajó a España y luego a Argentina. Repetía que la muerte había sido inventada. No hubo cuerpo identificado, no hubo autopsia, ni siquiera un acta de defunción. Unos soldados que llegaron al lugar gritaron que se había suicidado, quemaron los cadáveres y así se mantuvo la historia. Es más, hasta el mismo Eisenhower había aceptado el hecho que él había huido y ofrecía recompensa por su captura.

Llegó a América protegido, cuidado como el más preciado de los tesoros. Eso era. Él le devolvió la dignidad a Alemania, hoy le tocaba a los camaradas devolver su propia dignidad.
Decían que jamás toleró la idea de que el mundo creyera que se había suicidado. El cobarde hecho de perder la vida por su voluntad. 
Otra parte del plan era brindarle un lugar para vivir. Digno y a la altura de las circunstancias. 
Se le compró un terreno alejado de las zonas más pobladas y construyeron una casa. Se encargó de los planos de la misma el famoso arquitecto Alejandro Bustillo. Las indicaciones fueron precisas. La casa debía ser similar a la de Berghor de los Alpes y así lo fue, seis habitaciones y tres baños en la planta alta, tres habitaciones y tres baños en la planta baja y una cocina, y una gran sala de estar que daba al majestuoso parque y al lago Nahuel Huapi. Cuatrocientas cincuenta hectáreas a la orilla más escondida del lago le dieron intimidad y tranquilidad.

Tenía cincuenta y seis años, un nombre falso. Ya no usaba más el bigote tradicional y su cabello estaba rapado. Eva había tenido que teñir su pelo, negro azabache lo llevaba y se hacía llamar Paula.
El primer lugar en que se afincó fue La Falda, estuvo allí hasta que la casa de Bariloche estuvo lista. Luego partió al sur.
Argentina les ofreció la infraestructura perfecta, un lugar lejano y perdido, lejos de la Europa de la post guerra. El submarino fue recibido por una comitiva alemana, muy bien posicionada económicamente en la región.
No hay lugar en el mundo que se parezca más a los Alpes que Bariloche y sus lagos. Y qué mejor que vivir rodeado de camaradas.

La vida fue tranquila en América, no debió trabajar, vivía de los cánones que le daban mensualmente sus compatriotas. Tuvo dos hijas. Pasaba sus días descansando, pescaba truchas en su propio muelle y las cocinaba en una cocina a leña que le fascinaba.
Era frecuente recibir visitas en su casa, todos hombres que lo habían acompañado en los años más importantes de su gobierno y que también habían formado parte de la comitiva que partió de Alemania.
No salía nunca de su hogar. Su exilio fue en el paraíso, pero fue su exilio al fin. 

Por las noches no dormía. Sus sueños lo atormentaban.
Bajo su almohada siempre había un arma, temía ser asesinado por las noches.
Solía despertarse ahogado, al grito de «…no puedo respirar…». Sufría de alergias, sentía que el agua le quemaba las entrañas. No bebía nada que no fuera probado antes por otra persona.
Cuando bebía cantaba canciones de su patria y confesaba oír el ruido de cadenas y sombras que lo amenazaban. Sabía que eran los fantasmas de su pasado.
Temía volverse loco o quizás temía haber recuperado la cordura.
Murió en 1962 a los setenta y tres años, junto a su mujer y sus hijas. 
Ese día en Bariloche, muchos lloraron al Führer.


Más información:


jueves, 1 de agosto de 2013

Bakeneko



Por William E. Fleming.


ESCENA UNO

El pequeño pueblo de Kanegishima se caracterizaba por su lentitud. En aquella época todo era lentitud, ir despacio quizás disfrutando de la vida y la naturaleza, si no fuera por las guerras o el hambre hubiera sido la época más perfecta. Pero en aquellos veranos, en el viejo pueblo, todo iba lento con el sonido de las cigarras o el contoneo de las geishas en los establecimientos. Las noches veraniegas se perlaban del sonido de los tambores y el fuego. Los grillos acompañaban con su canto al calor de la noche y las pequeñas fuentes y pozos hechos con bambú, daban tamborileos cuando se llenaban de agua. Un seco golpe que apagaba el sonido durmiente del campo.
La tarde había sido vencida pero su calor persistía. La plaza central del pueblo se empezaba a llenar de gente que descansaba de las horas de calor, o los ancianos discutían alguna idea loca del mundo moderno. Era el año dos de la nueva era Meiji, las guerras fratricidas habían quedado atrás y los pueblos volvían a respirar tranquilos.
La noche encendió algunas casas, los faroles de la posada y el local del alcalde Shatoichi, como luciérnagas dispuestas a empezar un baile de cortejo para el cliente. El murmullo se expandía en el mercado por la gente que paseaba al frescor o comía ramen caliente. Pero todo cambió, un tsunami, una gran ola de calma se acercaba desde el principio del pueblo. El tropel de gente que disfrutaba en la calle, dejaba paso y callaba ante lo que iba viendo…
                           
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